Estas semanas que estoy relatando trajeron también la última revisión en Inmunología. Concretamente, me hice los análisis del tercer trimestre cuando estaba de 32 semanas y fui a la consulta de 34. La importancia de acudir a esta visita era otro de los motivos por los que temía que se me adelantara el parto, ya que, aunque en la consulta del segundo trimestre el inmunólogo ya me había adelantado algunas de las pautas que tendría que seguir, no habría sabido muy bien cómo aplicarlas en caso de dar a luz antes de tiempo. Por suerte, al final no fue necesario.
En esta ocasión, los análisis tampoco trajeron ninguna sorpresa: tal y como el inmunólogo había predicho, una vez más, todos los valores se mantuvieron en niveles normales, con escasa variación con respecto al segundo trimestre. Como curiosidad, mencionaré que la actividad del factor anti-Xa había descendido de 0,46 a 0,34 UI/ml, probablemente como consecuencia del aumento de peso. Sin embargo, seguía dentro del rango que necesitaba (0,2-0,5 UI/ml), cosa que no ocurrió en el primer trimestre, cuando la actividad de los anticuerpos era más intensa a pesar de que yo hubiera adelgazado un par de kilos. De nuevo se demuestra, por tanto, que para tratar el SAF la heparina no debe pautarse por peso, sino teniendo en cuenta la respuesta inmune de cada organismo en cada momento.
Una vez revisados los análisis, dedicamos la consulta a organizar la medicación de cara al parto y el posparto. Para empezar, debía dejar el adiro cuando estuviera de 35+6,
el mismo día en que dejaba la progesterona: una razón más por la que me horrorizaba ponerme de parto con anterioridad, ya que me arriesgaba a sufrir una hemorragia. No obstante, el inmunólogo se cercioró de que no estuviera sufriendo ya algunas hemorragias pequeñas que hicieran sospechar de que los efectos del adiro eran demasiado fuertes, pues, según me explicó, en caso necesario también podía retirarse algunas semanas antes. Finalmente, y a pesar del
amago de parto prematuro que había sufrido, pude mantener la medicación hasta el final.
Por otro lado, y según me había adelantado en
la revisión del segundo trimestre, me bajó la dosis de heparina de 5.000 a 4.500 UI, con el objetivo de ampliar el margen de seguridad de cara a la epidural. Al parecer, con esta dosis solo es necesario esperar 12 horas entre pinchazo de heparina y epidural, mientras que, con una dosis mayor, la espera es de 24 horas. Esta separación es necesaria por la manera en que se administra la epidural, que, bajo la influencia de la heparina, puede provocar un hematoma en la zona de la columna: una situación muy grave cuyas consecuencias suelen ser nefastas.
Confieso que, entre mis preocupaciones, no se encontraba la imposibilidad de ponerme la epidural. En primer lugar, porque estaba convencida de que sabría cuándo me estaba poniendo de parto y, sencillamente, no me pincharía la heparina: esto es lo que hice, por ejemplo, el día de
El Simulacro, en el no me puse la dosis diaria hasta que no volvimos del hospital. Por otro lado, además, mi plan era
aguantar sin epidural todo lo posible, así que me parecía imposible que no llegaran a pasar las 12 horas de rigor; e incluso contemplaba la posibilidad, en caso de ser necesario o de
ser capaz, de no utilizar anestesia en absoluto.
El miedo que yo tenía era que, por el motivo que fuera, me tuvieran que practicar una cesárea de urgencia. ¿Qué ocurriría entonces con la anestesia? El inmunólogo me dijo que, en ese caso, no habría nada que plantearse: la epidural estaba absolutamente contraindicada si no habían pasado las 12 horas, así que me pondrían anestesia general. Este escenario me también aterrorizaba: no poder ver nacer a mi bebé, no disfrutar del piel con piel inicial ni empezar la lactancia, conocerla muchas horas después... Nada indicaba que mi parto tuviera que ser así, pero fue otro de los miedos que se me acumularon en las últimas semanas de embarazo.
En cualquier caso, el inmunólogo me recomendó que, para minimizar el riesgo de ponerme de parto sin margen para la epidural, procurara inyectarme la heparina por las mañanas, ya que los partos suelen desencadenarse por la noche. La verdad es que esto era algo que yo ya hacía desde el principio (otro motivo por el que me sentía confiada con respecto a la epidural) y por eso no dejo de recomendarlo siempre que me preguntan cuándo es mejor ponerse la inyección.
En cuanto al resto de la medicación (ácido fólico 5 mg, vitaminas prenatales y vitamina D), debía mantenerlo hasta el parto. Después, y durante seis semanas, tendría que seguir pinchándome la heparina (cuya administración reanudaría 24 horas después del parto) y la vitamina D. Esta pauta era necesaria, en primer lugar, porque el riesgo de sufrir una trombosis aumenta muchísimo durante el postparto, y también porque los tratamientos largos con heparina descalcifican los huesos, algo que la vitamina D contribuye a minimizar.
En mi caso, no obstante, podría haber sido suficiente con una profilaxis de tres semanas, pues la actividad de mis anticuerpos es muy baja. Para asegurarnos, habría tenido que repetirme los análisis tras el parto, ya que, según me explicó el inmunólogo, la placenta es lo que altera el sistema inmune, por lo que, una vez expulsada, este debería recuperar su equilibrio. El problema, sin embargo, es que se trata de unos análisis muy caros, que solo hemos costeado mientas ha sido absolutamente necesario. Después de diez meses de tratamiento con heparina, no íbamos a desplazarnos a la otra punta de Madrid con una niña recién nacida solo para ahorrarnos algunos pinchazos. Al inmunólogo tampoco le pareció necesario, por lo que, finalmente, hice la profilaxis completa.
Por otro lado, le pregunté sobre la necesidad de hacer un seguimiento de mi SAF una vez finalizado el embarazo. Y él me dijo que, en principio, no era necesario, ya que mi SAF es obstétrico y, por tanto, fuera del embarazo es como si no lo tuviera. No obstante, si en algún momento notaba "algo raro" (esas cosas tan raras que te ocurren con las enfermedades autoinmunes), me recomendó que intentara conseguir una cita en Inmunología de la Seguridad Social, puesto que una nueva visita a Hematología probablemente no me reportase nada, tal y como ocurrió
la primera y
la segunda vez que fui.
Una vez aclarados todos estos puntos, llegó el momento de la despedida. Como siempre, el inmunólogo fue muy cariñoso y atento, y a mí se me hizo un nudo en la garganta, porque, ¿cómo te despides del médico a quien le debes la vida de tu hija? ¿Qué palabras harían justicia al inmenso agradecimiento que sientes...? Estoy segura de que nada de lo que dije hizo honor a todo lo que le debemos; tan solo deseo que se sienta plenamente satisfecho con la labor que realiza, pues para mí es, sin duda, el mejor profesional con el que me he encontrado a lo largo de todos estos años, no solo porque conmigo haya dado en el clavo, sino por su altura científica y humana. Algo que debería ser básico en cualquier profesional sanitario, y que, tristemente, no abunda, ni en un sentido, ni en otro (ni en los dos).
Mientras subía la calle en la que tenía el coche aparcado, no podía dejar de pensar en
el primer día en que pisé aquella consulta, en la sensación de irrealidad al saberme candidata a padecer alguna enfermedad "rara". Recordaba
cómo lloré cuando supe que padecía dos trombofilias que, por sí solas, ya explicaban mi historial reproductivo. Y la cara de alucinada que se me quedó al descubrir que,
además,
también sufría SAF.
Pero ya estaba. ¡Ya estaba!
La pesadilla había concluido.
Acaricié mi tripa de casi 35 semanas y supe que lo habíamos conseguido :)
(Os dejo una lista con los resultados de mis análisis a lo largo de estos años para que podáis consultar o comparar datos: es algo que yo también hice en su momento y que me vino muy bien).