lunes, 31 de diciembre de 2018

Gracias, 2018

No hay duda de que 2018 ha sido uno de los años más señalados de mi vida. 

El año que por fin empezaba embarazada, el año en que nacía mi hija. 

A lo largo de sus meses me he ido construyendo como madre: una de las aventuras más apasionantes y duras en las que me he embarcado jamás. Esa por la que tanto había luchado, la que tanto me ha costado vivir.

Nunca olvidaré la impresión de escucharla gemir bajito sobre mi tripa de recién parida, nuestras interminables horas de lactancia, su primera mirada, su primera sonrisa. La alegría inmensa de verla dándose la vuelta, sentándose, poniéndose de pie. Su atención cuando le canto, le cuento un cuento o le explico lo que vamos a hacer. Sus carcajadas, que iluminan mi vida. Sus manos sobre mi piel.

2018 me ha traído la paz, la sensación de estar colmada, de haber sido bendecida. Por si todo esto fuera poco (¡que no lo es!), este año se ha cerrado con la noticia inesperada de haber sido convocadas de la lista de adopción nacional. Todavía me cuesta pensarlo sin emocionarme hasta las lágrimas. Todavía lucho por asumir esta preciosa oportunidad de manera serena, sin aprestarme de nuevo para la batalla, que parece lo único que sé hacer.

El último día de trabajo antes de las vacaciones todo el mundo hablaba de la lotería. Hacían bromas con todo el dinero que les iba a tocar y con cómo se lo iban a gastar. Yo, que no había comprado ningún décimo, sonreía para mis adentros. Ojalá tocara, aunque yo no me llevara ni un pellizco. Ojalá la suerte se repartiera muchísimo, porque este año 2018... toda la suerte del mundo me ha tocado a mí.

jueves, 13 de diciembre de 2018

¡Nos han llamado de la lista de adopción nacional!

No sé cuántas veces tendré que escribirlo para empezar a creérmelo; pero, por si acaso, voy a ponerlo una vez más: ¡nos han llamado de la lista de adopción nacional!

No nos lo esperábamos, ¡para nada! Porque, aunque el tercer año de "embarazo burocrático" fue diferente al anterior y la lista avanzó más de cien números, en los últimos meses solo nos llegaban noticias desalentadoras que hacían presagiar un nuevo año en blanco: asignaciones que no llegaban, plazos que se alargaban, estadísticas en mínimos históricos...

Por eso, a la altura del tercer aniversario de la apertura de nuestro expediente, empecé a hacerme a la idea de que, tal vez, las cosas no iban a salir como deseaba. Tenía toda la pinta de que, como mínimo, mis previsiones se alargarían en el tiempo. Evidentemente, no era la primera vez que me enfrentaba a algo así, por lo que me agarré a la esperanza de que, aunque el proceso se dilatara, al menos, todavía seguiría siendo posible.

Y entonces, de un tiempo a esta parte, ¡bum! La situación volvió a darse la vuelta y cogió un ritmo trepidante: varias asignaciones seguidas, plazos cada vez más cortos y, en noviembre, por fin, ¡una nueva informativa! Esta vez, avanzaron unos ochenta expedientes de golpe, que son muchísimos. El nuestro estaba ya a solo 120 números, y yo no me pude resistir a fantasear: ¿y si nos llamaban en un año? ¡Un año solo! No me lo podía creer.

De pronto, alguien dijo en el grupo de Facebook que seguramente convocarían una nueva informativa a principios de año, porque había muy pocas familias menores de 40 disponibles. Yo no daba crédito. ¿Dos informativas seguidas? ¿En serio? Preferí hacerme a la idea de que era tan solo un rumor. Sin embargo, a los pocos días se confirmaba: no solo habían convocado una nueva informativa, sino que era en diciembre.

Como suele ocurrir en estos casos, la gente iba avisando en el grupo si habían sido convocados, para que los demás nos pudiéramos ir haciendo una idea de cuántos expedientes se había avanzado. Yo tenía el corazón en la boca, no hacía más que ponerle emoticonos de asombro a todo, y cuando vi que habían llamado a un expediente por encima del cuatrocientos, casi me da algo. ¿De verdad estábamos a solo cincuenta números? Eso podía ser una única informativa. ¿¿De verdad estábamos a una única informativa de que nos llamaran?? No podía creerlo. Sabía que, después de dos reuniones seguidas, podía pasar más de un año para la tercera. Pero estábamos ahí, ahí mismo... ¡Era una pasada!

Y entonces, sin comerlo ni beberlo, llego un día a casa y Alma me suelta:

–Nos han convocado a una reunión informativa.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Diabetes gestacional: estado de la cuestión

Tengo que decir que, después del susto inicial y de aprender a controlar la dieta para evitar las hipoglucemias (y alguna hiperglucemia ocasional), la diabetes gestacional fue bastante sencilla de llevar. Y aunque tuve mucho miedo de necesitar insulina (más que nada porque, con la barriga hecha un cristo por culpa de la heparina, no imaginaba dónde narices me iba a pinchar una nueva inyección), finalmente, incluso pasando más de un mes en reposo, no fue necesario.

Además, guardo un recuerdo muy bonito de mis enfermeras de Endocrinología. Solía ir a las revisiones hecha un flan, preocupada por algunos de mis niveles de glucosa o, sencillamente, angustiada por el devenir de la enfermedad. El inicio del tercer trimestre fue particularmente duro: se me metió en la cabeza que las hiperglucemias se iban a descontrolar y me bloqueé muchísimo, pero ellas supieron acogerme incluso en esos momentos de caos emocional.

El tema del peso, no obstante, siempre fue controvertido. Por un lado, la matrona me insistía en que debía engordar más, y, por otro, las enfermeras me advertían de que tenía que controlarme muchísimo. La angustia era grande porque, a todo esto, yo sentía que ni una cosa ni la otra estaban en mi mano. De hecho, aunque seguía la dieta a rajatabla, solía comer menos de lo que prescribía porque las cantidades me resultaban exageradísimas (sobre todo, para la cena). A pesar de ello, empecé engordando despacio para después coger mucha más velocidad.

Son cosas que hacía mi cuerpo solo: yo no podía escoger los gramos que engordaba a la semana por mucho que me concentrara en ello. Y cuando me llamaban la atención sobre el peso, en cualquiera de los dos sentidos, no sabía cómo reaccionar, más allá de agobiarme muchísimo o echarme a temblar ante los resultados de las siguientes glucemias. Por suerte, esta esquizofrenia se calmó al final, cuando pudieron calcular los percentiles de peso de mi hija y se disiparon los fantasmas tanto del bebé macrosómico como del bebé famélico.

La última revisión con las enfermeras fue muy emotiva. Ambas vinieron a desearme lo mejor para el parto, me recordaron que podía llamarlas por teléfono si me surgía algún problema en las tres semanas que quedaban, me pidieron que les presentase a la niña cuando naciera, nos abrazamos... Después de esta experiencia, me ha quedado claro que una buena enfermera vale más que veinticinco médicos en lo que al cuidado de los pacientes se refiere.

El seguimiento de mi diabetes gestacional, sin embargo, no terminaba aquí. Tres meses después del parto, debía hacerme una nueva curva de glucosa (¡horror!) para verificar que todo había vuelto a la normalidad y descartar que fuera diabética... o no.

Confieso que después de dar a luz me desquité pero bien de los seis meses que había pasado a dieta. Todo comenzó en el propio hospital, cuando Alma me trajo una napolitana de chocolate para desayunar (por segunda vez) que, hasta el momento, ha sido el dulce que con mayor gusto me he comido en mi vida entera. A partir de ahí y durante toda la cuarentena, aquello se convirtió en una bacanal azuzada por todo aquel que me conocía: venga a traerme dulces, venga a animarme a que aprovechara... y yo venga a aprovechar.

Una vez finalizada la cuarentena, sin embargo, comprobé que el pelazo y el cutis de los que había disfrutado hasta entonces empezaban a perder su lozanía, así que entendí que el sortilegio del embarazo estaba llegando a su fin y que mis nefastas condiciones endocrinas regresaban. La cercanía de la curva de glucosa, además, me iba metiendo el miedo en el cuerpo. ¿Y si era diabética? Porque, con mis boletos y mis antecedentes, seguro que era diabética. No me quedó más remedio que empezar a cortarme con el dulce hasta que llegó el gran día.

Aunque ya habíamos pisado nuestro hospital la semana posterior al parto, cuando tuvimos que llevar a la niña para que vigilaran su peso, a medida que aparecía en el horizonte se nos volvió a poner un nudo en la garganta de recuerdos. "A ver qué nos pasa hoy", dije yo en tono de broma, para distender el momento. "Porque con la mala suerte que tengo...".

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