Empiezo una serie de entradas en las que pretendo relatar mi experiencia con la lactancia. Por suerte o por desgracia, en este como en otros tantos temas, me ha pasado de todo. Y aunque en la actualidad disfruto de una lactancia materna que dura casi un año, todo ha sido muy diferente a como me lo había imaginado.
Pero empecemos por el principio. Dicen que el 90% de las mujeres embarazadas desea dar el pecho a su bebé, y yo no era una excepción. Me parecía que la lactancia complementaba la experiencia del embarazo y el parto, como si fueran los tres platos que componen el menú de la maternidad "física". Evidentemente, tener un hijo por esta vía es algo mucho más complejo que hacer una reserva en un restaurante de esos que vienen en cajitas. Y aunque yo debía haberlo supuesto después de todo lo que había vivido con la reproducción asistida, resultó que, en realidad, no tenía ni idea.
Mis intenciones, no obstante, eran buenas. Quise prepararme para la lactancia como había intentado prepararme para el embarazo y el parto, así que empecé leyéndome un libro. Como no puede ser de otra manera, el elegido fue Un regalo para toda la vida, del archifamoso Carlos González. ¡Uf! Podría escribir TANTO sobre ese libro... Algún día espero escribir TANTO sobre ese libro... Pero, por aquel entonces, todavía me reía con sus chistes y compraba todos sus argumentos. Carlos González tenía razón en todo. Y, sobre todo, tenía razón en una cosa: dar de mamar no debería doler. ¿Habéis escuchado unas carcajadas maléficas? Pues son las mías.
Afortunadamente (repito: AFORTUNADAMENTE), no me quedé solo en la teoría y acudí a un par de reuniones de La Liga de la Leche antes de dar a luz. Fue una de las cosas que me salvaría la vida después, y lo que me introdujo, cual Virgilio, en el fascinante mundo de dar la teta.
Mucho de lo que se trató en aquellas reuniones todavía me sonaba extraño, porque, hasta que no tuve a mi hija, no comprendí realmente el alcance de retos como las noches sin dormir o la incorporación al trabajo. Y otro tanto me parecía fácil, como las técnicas para dar de mamar. ¡Era tan sencillo en las tetas de las demás...!
Lo que me llamó poderosamente la atención, sin embargo, fue la cantidad ingente de críticas y comentarios malintencionados que tenían que soportar las mujeres que conocí por el simple hecho de amamantar. A mí me parecía una decisión de lo más natural, y aunque no esperaba que me ovacionasen por ello, tampoco imaginé que dar la teta se transformaría en una guerra sin cuartel.
Obsesionadas, las llamaban. Radicales, intransigentes, cabezotas. Excepto una mujer y la propia monitora, todas tenían bebés menores de seis meses y muchas ya habían recibido miradas reprobatorias por amamantar a un niño demasiado mayor. Me resultaba alucinante. ¿Qué nos pasaba, como sociedad, como personas, para criticar con tanta ferocidad algo tan sencillo? ¿Acaso dar la teta no era, como yo me había imaginado, simplemente lo que venía después de gestar y parir?
Fue entonces cuando empecé a preguntarme si era posible dar el pecho sin adoptar una actitud de defensa activa de la lactancia materna. En mis planes nunca estuvo la idea de tocar las narices a nadie, pero ya en aquellas reuniones me quedó claro que vendrían a tocármelas a mí. Y vaya si vinieron. Vaya si vienen todavía.
Que si la niña se pone mala de tanta leche que toma. Que si está gorda. Que si está flaca. Que si es imposible que tenga hambre, que soy yo la que me empeño. Que si ya no le pega estar en la teta. Que si no querrá "ver mundo". Que si en realidad no come, sino que me utiliza de chupete. Que cuándo le voy a dar comida de verdad, como los biberones. Que si le doy de mamar cada vez que me lo pide es porque le consiento todos los caprichos. Que qué es eso de despertarse a mamar de noche, que ya debería dormir todo seguido. Que a ver si voy a ser como las abuelas, que daban de mamar a niños que venían andando y les levantaban la camiseta.
No es fácil responder a todo esto. Porque parece que, si te defiendes, estás atacando otras opciones, otras experiencias, cuando es justamente al contrario. Yo me saco la teta cuando mi niña me lo pide y punto. Es todo lo que hago. Pero resulta una gran afrenta. Y eso es algo que no entiendo.
O mejor dicho: sí que lo entiendo. Cada día lo entiendo mejor, y entenderlo está siendo toda una revolución, íntima y felizmente colectiva. Pero eso ya es otra historia.
Después de un año de lactancia, a mí me ha quedado claro que no se puede dar el pecho sin ser lactivista. Esta palabra, el concepto mismo, no debería ni existir, pero desgraciadamente, es necesario. Porque es necesario hacer mucha pedagogía. Enseñar a quienes te rodean que el pecho tiene miles de años de antigüedad y que funciona de una sola manera, no como ellos se empeñan.
A estas alturas, evidentemente, me tocan las narices mucho menos que al principio, pero a mí me sigue dando pena. Porque una sola generación "de biberón" ha dado al traste con toda una cultura ancestral, porque la excepción se ha convertido en la regla. Pero bueno, por suerte hemos reaccionado a tiempo. Por suerte ha sido una sola generación, porque la cagada era tan grande que resultaba insostenible.
Y con cagada no me refiero a dar el biberón: precisamente, fue en las reuniones de La Liga de la Leche donde más insistían en que se tratara esta opción con el máximo respeto, y después de mi experiencia, no puedo más que entenderla. Con cagada me refiero a empeñarse en que el pecho funcione como se le antoje al pediatra de turno, y encima tener que aguantar que Carlos González se ría de la "obsesión" que tenemos "las madres" con el reloj. Eso sí, críticas a la profesión pediátrica que jodió la lactancia de nuestras propias madres, ninguna.
En fin. Cualquiera diría que soy una de esas mujeres afortunadas a las que la lactancia les resultó lo más natural del mundo. ¡Nada más lejos de la realidad! Solo con conocer el relato de mi parto ya se puede predecir que los comienzos fueron durísimos. Y es que, si mi cuerpo no parecía hecho para gestar, mucho menos lo parecían mis tetas para dar de mamar.
Pero me empeñé, así me dejara las tetas por el camino.
Y eso fue justo lo que ocurrió :)
Afortunadamente (repito: AFORTUNADAMENTE), no me quedé solo en la teoría y acudí a un par de reuniones de La Liga de la Leche antes de dar a luz. Fue una de las cosas que me salvaría la vida después, y lo que me introdujo, cual Virgilio, en el fascinante mundo de dar la teta.
Mucho de lo que se trató en aquellas reuniones todavía me sonaba extraño, porque, hasta que no tuve a mi hija, no comprendí realmente el alcance de retos como las noches sin dormir o la incorporación al trabajo. Y otro tanto me parecía fácil, como las técnicas para dar de mamar. ¡Era tan sencillo en las tetas de las demás...!
Lo que me llamó poderosamente la atención, sin embargo, fue la cantidad ingente de críticas y comentarios malintencionados que tenían que soportar las mujeres que conocí por el simple hecho de amamantar. A mí me parecía una decisión de lo más natural, y aunque no esperaba que me ovacionasen por ello, tampoco imaginé que dar la teta se transformaría en una guerra sin cuartel.
Obsesionadas, las llamaban. Radicales, intransigentes, cabezotas. Excepto una mujer y la propia monitora, todas tenían bebés menores de seis meses y muchas ya habían recibido miradas reprobatorias por amamantar a un niño demasiado mayor. Me resultaba alucinante. ¿Qué nos pasaba, como sociedad, como personas, para criticar con tanta ferocidad algo tan sencillo? ¿Acaso dar la teta no era, como yo me había imaginado, simplemente lo que venía después de gestar y parir?
Fue entonces cuando empecé a preguntarme si era posible dar el pecho sin adoptar una actitud de defensa activa de la lactancia materna. En mis planes nunca estuvo la idea de tocar las narices a nadie, pero ya en aquellas reuniones me quedó claro que vendrían a tocármelas a mí. Y vaya si vinieron. Vaya si vienen todavía.
Que si la niña se pone mala de tanta leche que toma. Que si está gorda. Que si está flaca. Que si es imposible que tenga hambre, que soy yo la que me empeño. Que si ya no le pega estar en la teta. Que si no querrá "ver mundo". Que si en realidad no come, sino que me utiliza de chupete. Que cuándo le voy a dar comida de verdad, como los biberones. Que si le doy de mamar cada vez que me lo pide es porque le consiento todos los caprichos. Que qué es eso de despertarse a mamar de noche, que ya debería dormir todo seguido. Que a ver si voy a ser como las abuelas, que daban de mamar a niños que venían andando y les levantaban la camiseta.
No es fácil responder a todo esto. Porque parece que, si te defiendes, estás atacando otras opciones, otras experiencias, cuando es justamente al contrario. Yo me saco la teta cuando mi niña me lo pide y punto. Es todo lo que hago. Pero resulta una gran afrenta. Y eso es algo que no entiendo.
O mejor dicho: sí que lo entiendo. Cada día lo entiendo mejor, y entenderlo está siendo toda una revolución, íntima y felizmente colectiva. Pero eso ya es otra historia.
Después de un año de lactancia, a mí me ha quedado claro que no se puede dar el pecho sin ser lactivista. Esta palabra, el concepto mismo, no debería ni existir, pero desgraciadamente, es necesario. Porque es necesario hacer mucha pedagogía. Enseñar a quienes te rodean que el pecho tiene miles de años de antigüedad y que funciona de una sola manera, no como ellos se empeñan.
A estas alturas, evidentemente, me tocan las narices mucho menos que al principio, pero a mí me sigue dando pena. Porque una sola generación "de biberón" ha dado al traste con toda una cultura ancestral, porque la excepción se ha convertido en la regla. Pero bueno, por suerte hemos reaccionado a tiempo. Por suerte ha sido una sola generación, porque la cagada era tan grande que resultaba insostenible.
Y con cagada no me refiero a dar el biberón: precisamente, fue en las reuniones de La Liga de la Leche donde más insistían en que se tratara esta opción con el máximo respeto, y después de mi experiencia, no puedo más que entenderla. Con cagada me refiero a empeñarse en que el pecho funcione como se le antoje al pediatra de turno, y encima tener que aguantar que Carlos González se ría de la "obsesión" que tenemos "las madres" con el reloj. Eso sí, críticas a la profesión pediátrica que jodió la lactancia de nuestras propias madres, ninguna.
En fin. Cualquiera diría que soy una de esas mujeres afortunadas a las que la lactancia les resultó lo más natural del mundo. ¡Nada más lejos de la realidad! Solo con conocer el relato de mi parto ya se puede predecir que los comienzos fueron durísimos. Y es que, si mi cuerpo no parecía hecho para gestar, mucho menos lo parecían mis tetas para dar de mamar.
Pero me empeñé, así me dejara las tetas por el camino.
Y eso fue justo lo que ocurrió :)