Una de las fuentes de mayor negatividad en la búsqueda de nuestro embarazo ha sido sentir que no controlábamos ningún aspecto del proceso. Que nos veíamos obligadas a hacer cosas sobre las que no habíamos podido tomar ninguna decisión.
Tuvimos que acudir a una clínica de reproducción asistida privada porque así lo dictan las leyes. Las que (paradójicamente) amparan nuestro modelo de familia, y también las que lo discriminan. En un mundo ideal, desde luego, habríamos escogido otro camino: no solo para lograr nuestro embarazo sino, principalmente, para configurar nuestra familia por y para nuestros hijos.
Tampoco sentimos que contaran con nosotras para elegir los tratamientos. No me refiero a que nos impusieran un tratamiento que no quisiéramos seguir, pues, evidentemente, nuestro consentimiento es un requisito moral y legal que no nos han hurtado (ni nos habrían podido hurtar) en ningún momento.
Me refiero a que no nos han explicado todas las alternativas (con sus pros y sus contras adaptados a nuestro caso particular) para que nosotras pudiésemos elegir el protocolo. Muy al contrario, se nos ha aplicado un protocolo estándar, el mismo que siguen la mayoría de las mujeres que acuden a reproducción asistida.
Hasta donde yo sé, todos los médicos hacen esto, y lo hacen con buena fe: procuran empezar por los tratamientos menos invasivos para ir aumentando la complejidad según sea necesario. Desde un punto de vista estrictamente racional, resulta un planteamiento impecable; pero yo creo que cometen un error bastante grave: no implicar a los pacientes en la toma de decisiones.