Ahora que las brumas del posparto se van disipando, que me encuentro las fuerzas para ir recuperando, muy poco a poco, cierto control sobre mi vida, entiendo que debo hacer un esfuerzo por reequilibrar mi experiencia. La cual, últimamente y por más paradójico que parezca, se estaba inclinando demasiado hacia el lado negativo.
Así que, cuando me vienen los bajones del todomesalemal, del nadaescomoplaneaba, intento aferrarme a los momentos en los que todo salía bien. Porque también los hubo: momentos (días, semanas, meses) en que el embarazo fue una delicia; en que cumplió, con creces, esa función sanadora (tan exagerada, tan del todo-o-nada, tan injusta incluso) que, a veces, quienes tenemos un historial reproductivo complejo le exigimos.
Uno de esos momentos fueron los dos meses y medio que pude practicar natación para embarazadas.
Desde que puedo recordar, nadar ha sido para mí una de las experiencias más placenteras de la vida. Así que la idea de nadar embarazada me parecía una autopista directa hacia el Nirvana. Por supuesto, habría preferido nadar en el mar, que es donde el disfrute es más completo; pero esa posibilidad se descartó sola, ya que la mayor parte de mi embarazo transcurrió en los meses de frío. Así que me tuve que conformar con el Nirvana doméstico de nadar en una piscina.
No fue perfecto, pero fue estupendo. Desde el primer instante en que me sumergí en el agua, me sentí invadida por un profundo bienestar. Y no solo por estar viviendo una experiencia tan deseada, sino porque descubrí que nadar embarazada es un placer en sí mismo: el peso de la tripa desaparece y el cuerpo recupera una agilidad que no tenía la conciencia de haber perdido. Conciencia que se recupera en cuanto echas mano de la escalerilla y te das cuenta de que no puedes salir del agua, porque la tripa, de pronto, ¡pesa una tonelada! La metamorfosis de sirena en foca monje es para vivirla ;)
La natación para embarazadas es muy sencilla (son pocos los estilos que se pueden practicar de manera segura y también son pocos los ejercicios que se pueden hacer en el agua), pero yo no la encontré aburrida. Para mí, nadar es una forma de meditación en movimiento, así que agradecí esa dulce monotonía que me permitía olvidarme de mi cuerpo y disfrutar de la concentración.
Cada día que iba a clase, mi autoestima y mi seguridad aumentaban. No era solo por el ejercicio en sí mismo, que también, sino por la conciencia de ser capaz. Ser capaz de salir de casa a última hora de la tarde, a pesar del frío y la noche, a pesar del cansancio acumulado. Enfrentarme a una sesión de ejercicio intenso, más el rato de ducha y vestuario, sabiendo que llegaría a casa temblorosa, en pleno bofetón de hipoglucemia, tan difícil de evitar a esas horas sin salirme de la dieta.
Todo ello me hacía sentir fuerte, poderosa: había perdido el miedo, mi cuerpo ya no me traicionaba. Cada sesión era un triunfo que solo quería revalidar, así que procuraba no faltar nunca; y el momento de ir a clase, que podría haber sido de mucha pereza, se convirtió, muy al contrario, en mi momento preferido del día. Todavía me recuerdo, conduciendo de noche hacia el polideportivo, emocionada perdida porque iba a nadar.
Una de las preguntas que siempre le hacíamos a nuestro profe era hasta cuándo podíamos seguir nadando, teniendo en cuenta el reto físico que representa el último trimestre del embarazo. Su respuesta era que podíamos seguir asistiendo a las clases hasta el día anterior al parto, siempre que no forzásemos el cuerpo y realizáramos los ejercicios con cuidado. Y esa era mi intención: nadar, nadar hasta el último día, seguir flotando de bienestar incluso cuando la tripa fuera gigante y me tuvieran que sacar de la piscina con una grúa.
Por eso, cuando llegó el reposo, me resistí. Tan solo hacía unas semanas que volvía a nadar con fuerza, después de superar el bache de la anemia. Pensaba que, aunque tuviera que descansar un tiempo, después podría volver a nadar. Pero no pude. Para cuando me levantaron el castigo, la FPP estaba ya cerca y yo, convencida de que la pequeña se adelantaría, no me atreví a volver a meterme en el agua.
Así que el tiempo que pretendía disfrutar de la natación se vio reducido a la mitad. No obstante, pude vivir momentos preciosos, como cuando empecé a notar sus pataditas mientras nadaba, algo que interpreté como una señal inequívoca de que mi pequeña disfrutaba del agua tanto como yo. Y así lo sigo interpretando ahora, cuando la metemos en su bañera cada noche y ella patalea alegremente sin ningún miedo aparente al agua.
Qué ganas tengo de volver a nadar junto a ti, mi niña, ahora que estás del otro lado.
Y si es en el mar este verano... ¡muchísimo mejor! :)
No fue perfecto, pero fue estupendo. Desde el primer instante en que me sumergí en el agua, me sentí invadida por un profundo bienestar. Y no solo por estar viviendo una experiencia tan deseada, sino porque descubrí que nadar embarazada es un placer en sí mismo: el peso de la tripa desaparece y el cuerpo recupera una agilidad que no tenía la conciencia de haber perdido. Conciencia que se recupera en cuanto echas mano de la escalerilla y te das cuenta de que no puedes salir del agua, porque la tripa, de pronto, ¡pesa una tonelada! La metamorfosis de sirena en foca monje es para vivirla ;)
La natación para embarazadas es muy sencilla (son pocos los estilos que se pueden practicar de manera segura y también son pocos los ejercicios que se pueden hacer en el agua), pero yo no la encontré aburrida. Para mí, nadar es una forma de meditación en movimiento, así que agradecí esa dulce monotonía que me permitía olvidarme de mi cuerpo y disfrutar de la concentración.
Cada día que iba a clase, mi autoestima y mi seguridad aumentaban. No era solo por el ejercicio en sí mismo, que también, sino por la conciencia de ser capaz. Ser capaz de salir de casa a última hora de la tarde, a pesar del frío y la noche, a pesar del cansancio acumulado. Enfrentarme a una sesión de ejercicio intenso, más el rato de ducha y vestuario, sabiendo que llegaría a casa temblorosa, en pleno bofetón de hipoglucemia, tan difícil de evitar a esas horas sin salirme de la dieta.
Todo ello me hacía sentir fuerte, poderosa: había perdido el miedo, mi cuerpo ya no me traicionaba. Cada sesión era un triunfo que solo quería revalidar, así que procuraba no faltar nunca; y el momento de ir a clase, que podría haber sido de mucha pereza, se convirtió, muy al contrario, en mi momento preferido del día. Todavía me recuerdo, conduciendo de noche hacia el polideportivo, emocionada perdida porque iba a nadar.
Una de las preguntas que siempre le hacíamos a nuestro profe era hasta cuándo podíamos seguir nadando, teniendo en cuenta el reto físico que representa el último trimestre del embarazo. Su respuesta era que podíamos seguir asistiendo a las clases hasta el día anterior al parto, siempre que no forzásemos el cuerpo y realizáramos los ejercicios con cuidado. Y esa era mi intención: nadar, nadar hasta el último día, seguir flotando de bienestar incluso cuando la tripa fuera gigante y me tuvieran que sacar de la piscina con una grúa.
Por eso, cuando llegó el reposo, me resistí. Tan solo hacía unas semanas que volvía a nadar con fuerza, después de superar el bache de la anemia. Pensaba que, aunque tuviera que descansar un tiempo, después podría volver a nadar. Pero no pude. Para cuando me levantaron el castigo, la FPP estaba ya cerca y yo, convencida de que la pequeña se adelantaría, no me atreví a volver a meterme en el agua.
Así que el tiempo que pretendía disfrutar de la natación se vio reducido a la mitad. No obstante, pude vivir momentos preciosos, como cuando empecé a notar sus pataditas mientras nadaba, algo que interpreté como una señal inequívoca de que mi pequeña disfrutaba del agua tanto como yo. Y así lo sigo interpretando ahora, cuando la metemos en su bañera cada noche y ella patalea alegremente sin ningún miedo aparente al agua.
Qué ganas tengo de volver a nadar junto a ti, mi niña, ahora que estás del otro lado.
Y si es en el mar este verano... ¡muchísimo mejor! :)