lunes, 30 de abril de 2018

Natación para embarazadas

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Ahora que las brumas del posparto se van disipando, que me encuentro las fuerzas para ir recuperando, muy poco a poco, cierto control sobre mi vida, entiendo que debo hacer un esfuerzo por reequilibrar mi experiencia. La cual, últimamente y por más paradójico que parezca, se estaba inclinando demasiado hacia el lado negativo.

Así que, cuando me vienen los bajones del todomesalemal, del nadaescomoplaneaba, intento aferrarme a los momentos en los que todo salía bien. Porque también los hubo: momentos (días, semanas, meses) en que el embarazo fue una delicia; en que cumplió, con creces, esa función sanadora (tan exagerada, tan del todo-o-nada, tan injusta incluso) que, a veces, quienes tenemos un historial reproductivo complejo le exigimos.

Uno de esos momentos fueron los dos meses y medio que pude practicar natación para embarazadas.

Desde que puedo recordar, nadar ha sido para mí una de las experiencias más placenteras de la vida.  Así que la idea de nadar embarazada me parecía una autopista directa hacia el Nirvana. Por supuesto, habría preferido nadar en el mar, que es donde el disfrute es más completo; pero esa posibilidad se descartó sola, ya que la mayor parte de mi embarazo transcurrió en los meses de frío. Así que me tuve que conformar con el Nirvana doméstico de nadar en una piscina.

No fue perfecto, pero fue estupendo. Desde el primer instante en que me sumergí en el agua, me sentí invadida por un profundo bienestar. Y no solo por estar viviendo una experiencia tan deseada, sino porque descubrí que nadar embarazada es un placer en sí mismo: el peso de la tripa desaparece y el cuerpo recupera una agilidad que no tenía la conciencia de haber perdido. Conciencia que se recupera en cuanto echas mano de la escalerilla y te das cuenta de que no puedes salir del agua, porque la tripa, de pronto, ¡pesa una tonelada! La metamorfosis de sirena en foca monje es para vivirla ;)

La natación para embarazadas es muy sencilla (son pocos los estilos que se pueden practicar de manera segura y también son pocos los ejercicios que se pueden hacer en el agua), pero yo no la encontré aburrida. Para mí, nadar es una forma de meditación en movimiento, así que agradecí esa dulce monotonía que me permitía olvidarme de mi cuerpo y disfrutar de la concentración.

Cada día que iba a clase, mi autoestima y mi seguridad aumentaban. No era solo por el ejercicio en sí mismo, que también, sino por la conciencia de ser capaz. Ser capaz de salir de casa a última hora de la tarde, a pesar del frío y la noche, a pesar del cansancio acumulado. Enfrentarme a una sesión de ejercicio intenso, más el rato de ducha y vestuario, sabiendo que llegaría a casa temblorosa, en pleno bofetón de hipoglucemia, tan difícil de evitar a esas horas sin salirme de la dieta.

Todo ello me hacía sentir fuerte, poderosa: había perdido el miedo, mi cuerpo ya no me traicionaba. Cada sesión era un triunfo que solo quería revalidar, así que procuraba no faltar nunca; y el momento de ir a clase, que podría haber sido de mucha pereza, se convirtió, muy al contrario, en mi momento preferido del día. Todavía me recuerdo, conduciendo de noche hacia el polideportivo, emocionada  perdida porque iba a nadar.

Una de las preguntas que siempre le hacíamos a nuestro profe era hasta cuándo podíamos seguir nadando, teniendo en cuenta el reto físico que representa el último trimestre del embarazo. Su respuesta era que podíamos seguir asistiendo a las clases hasta el día anterior al parto, siempre que no forzásemos el cuerpo y realizáramos los ejercicios con cuidado. Y esa era mi intención: nadar, nadar hasta el último día, seguir flotando de bienestar incluso cuando la tripa fuera gigante y me tuvieran que sacar de la piscina con una grúa.

Por eso, cuando llegó el reposo, me resistí. Tan solo hacía unas semanas que volvía a nadar con fuerza, después de superar el bache de la anemia. Pensaba que, aunque tuviera que descansar un tiempo, después podría volver a nadar. Pero no pude. Para cuando me levantaron el castigo, la FPP estaba ya cerca y yo, convencida de que la pequeña se adelantaría, no me atreví a volver a meterme en el agua.

Así que el tiempo que pretendía disfrutar de la natación se vio reducido a la mitad. No obstante, pude vivir momentos preciosos, como cuando empecé a notar sus pataditas mientras nadaba, algo que interpreté como una señal inequívoca de que mi pequeña disfrutaba del agua tanto como yo. Y así lo sigo interpretando ahora, cuando la metemos en su bañera cada noche y ella patalea alegremente sin ningún miedo aparente al agua.

Qué ganas tengo de volver a nadar junto a ti, mi niña, ahora que estás del otro lado.
Y si es en el mar este verano... ¡muchísimo mejor! :)

domingo, 15 de abril de 2018

La tercera visita a la matrona

Vuelvo la vista atrás para recordar con inmenso cariño una de las mayores sorpresas que me deparó el embarazo.

La tercera visita a la matrona llegó cuando estaba de treinta semanas. 
Una semana antes, empezamos el tan esperado "Curso de Educación Maternal".

Nuestras expectativas eran nulas. La primera visita a la matrona nos había quitado las pocas esperanzas que albergábamos de conocer a una profesional en la que poder confiar. Y la segunda no hizo más que agravar la situación. Así que, para cuando llegó el curso, yo ya me daba con un cantito en los dientes si aprendía alguna cosa.

La primera clase empezó fatal: mucha gente, una dinámica de presentaciones que fue un desastre, la matrona que no terminaba de arrancar... Yo miraba constantemente el reloj. "Un rato más y nos vamos", pensaba. Todavía estaba muy activa y sentía que no tenía tiempo que perder.

Pero, de pronto, ¡bum! En cuanto la matrona se puso a hablar del parto, nos dejó con la boca abierta. Resultó que era una firme defensora del parto respetado y del empoderamiento de las mujeres. Durante la charla, no hice más que asentir, sonreír y aprender a valorar a una señora que, desde entonces, ha resultado una ayuda indispensable para superar los retos iniciales de la maternidad.

Por si esto fuera poco, la matrona tuvo a bien no cumplir sus amenazas de la segunda visita y utilizar un lenguaje inclusivo para tener en cuenta la diversidad de nuestra familia. Vamos, que de vez en cuando, además de "padre" también dijo "pareja" o "acompañante" (!).

El caso es que salimos de la clase entusiasmadas, alucinando con la metamorfosis de la misma matrona que me había recomendado hartarme a bollos o que incluso parecía habernos querido disuadir de asistir al curso.

Cuando volvimos a la consulta con ella, la felicitamos. Ella también parecía contenta de haber "superado la prueba" después de su anterior (y única) experiencia con lesbianas. A día de hoy creo que, en parte, su comportamiento obedecía a una torpeza social que le impedía relacionarse con nosotras de manera normalizada. Evidentemente, a nadie le hace ilusión que la persona que tiene enfrente se ponga nerviosa para mal simplemente porque te muestres como eres; pero también es verdad que, cuando hay buena voluntad, es algo que mejora a base de tiempo y naturalidad. Al fin y al cabo, todos nos hemos criado en una sociedad homófoba, así que, por más que nos joda canse, conviene que tengamos paciencia.

En esa tercera visita me pusieron la vacuna trivalente. "No te preocupes", me dijo la matrona. "La dosis es para un feto, así que no notarás ninguna reacción. Como mucho, alguna molestia en el brazo". ¿Molestia? ¡¿Molestia le llaman a no poder levantar el brazo durante una semana?! ¡Qué dolor más horrible!

Por aquel entonces, solía bromear con que la siguiente dosis se la iban a poner directamente a la niña, que ya estaba bien de que yo pusiera el brazo... Pero ahora, cuando pienso en lo que me dolió y miro a mi hija, ¡me arrepiento tanto de aquellas palabras! Veinte dosis me pondría hoy si pudiera librarla del pinchazo traicionero... ¡Qué duro va a ser ponerle las primeras vacunas! (Y las segundas y todas, me temo, porque me estoy revelando como una madre moñas donde las haya...).

El caso es que, a lo largo del curso, fuimos afianzando la relación con la matrona. Nos encantaron todas y cada una de sus clases porque, además de aprender muchas cosas útiles, consolidamos nuestra visión de lo que debería de ser la experiencia del parto. Yo, particularmente, perdí el poco miedo que sentía hacia la experiencia, confiada en que, si seguía sus indicaciones, todo iría estupendamente. ¡Lástima que después nada saliera como esperaba...!

A pesar de nuestra desgana inicial, al final solo nos perdimos una clase, debido a una segunda visita a urgencias que ya explicaré. Por desgracia, fue la clase dedicada a la lactancia materna. Hoy estoy segura de que, si hubiera podido asistir, mi experiencia habría sido mucho más positiva, y quizá me habría ahorrado alguno de los millones de problemas con los que me he encontrado.

En esa sesión también reforzaron el "simulacro" de expulsivo, que yo no llegué a hacer nunca porque formaba parte de unas clases en las que se hacía ejercicio y a las que yo no pude asistir al coincidir con las semanas en que estuve de reposo. De nuevo, estoy segura de que mi experiencia en el parto habría sido diferente si hubiera aprendido a hacerlo; la mala suerte, sin embargo, parece algo consustancial a mi periplo reproductivo, así que supongo que, a estas alturas, ya debería tenerla asumida.

En nuestro calendario de citas, todavía teníamos programada una cuarta visita con la matrona, que habría podido servir para paliar nuestras carencias con respecto al curso. Sin embargo, los hados volvieron a conjurarse en nuestra contra y nunca pudimos asistir a la consulta, porque la fecha prevista coincidió justamente con el día del nacimiento de nuestra hija.

viernes, 6 de abril de 2018

Escribir es vivir


Cuando veía que otras mujeres embarazadas daban a luz y abandonaban sus blogs, aunque solo fuera durante un tiempo, siempre pensaba: "Eso no me ocurrirá a mí. Porque la escritura forma parte de mi vida, se imbrica con ella precisamente en los momentos más intensos, así que, cuando mi bebé nazca, escribiré, seguro. Escribiré más que nunca, de hecho".

Ya.

Supongo que es una más de las tantas bofetadas de realidad que la Vida me ha ido dando en las últimas semanas, desde que nuestra pequeña nació y descubrí que nada era como me imaginaba.

A veces me pregunto si es que soy demasiado inocente, demasiado listilla, o si tal vez tengo mucha menos imaginación de la que creo. El caso es que nunca acierto cuando imagino las experiencias más importantes de mi vida, como trabajar de profesora, vivir con Alma o tener un bebé. Yo creo que van a ser de una manera y resulta que son de otra muy diferente. Al principio, mucho peores: es lo que tienen las expectativas; al menos, las mías. Después, mejoran. Se vuelven reales y mejoran.

Como en ocasiones anteriores, esta vez me he vuelto a ver sobrepasada por todo lo que supone recuperarse de un parto y atender a un bebé recién nacido. Aún así, he escrito. He escrito más que nunca, de hecho. Pero no con mis dedos, en un teclado. Ni siquiera sobre un papel. He escrito mucho, como tantas otras veces, pero en mi mente

Es un hábito antiguo que tengo: reelaborar mis experiencias, más cuanto más intensas, a través de la escritura, aunque sea una escritura mental. Y, en esta ocasión, no ha sido diferente. Escribir me ayuda a pensar, a ordenar el caos existencial en el que tiendo a sumergirme, a asumir lo que me ocurre y a planear (aunque luego nada salga como había imaginado) lo que vendrá.

Aun así, mis dedos bullen con la necesidad de ver plasmados todos mis escritos mentales en una pantalla. Quiero contar, más que nunca, cómo fue el final de mi embarazo y el principio de esta aventura que es la maternidad. 

Nos lo merecemos. Mis dedos y yo, y todos los ojos que nos leen :)

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