miércoles, 24 de julio de 2019

Me pregunto cuándo deja de doler


Me pregunto cuándo deja de doler. Cuándo la noticia de un embarazo (de esos rápidos, casi inesperados, de los de "huy, huy, es que ha sido a la primera, nada más empezar a intentarlo") deja de clavársete en el vientre, deja de ponerte cara de gilipollas, y peor aún, deja de hacerte sentir gilipollas.

Desde luego, no es al quedarte tú misma embarazada, ni tampoco al tener a tu hijo. No importa que la vida te sonría en otros aspectos, no importa que tu familia crezca de otras maneras. Porque el dolor se atenúa, pero no desaparece.

Supongo que el proceso de curación es largo, y que, además, hay que hacerlo después. A partir del momento en que crees que puedes empezar a disfrutar de tu victoria, ahí es cuando tienes que empezar a asumir lo que ha pasado.

O a lo mejor ya es demasiado tarde. Porque, a medida que me reconcilio con mi cuerpo, según voy superando las secuelas que me dejó el embarazo, pero sobre todo, el parto, la infertilidad se me vuelve a hacer extraña.

Yo era de esas que pensaba que me quedaría embarazada a la primera. Estaba convencida de que tendría buena suerte (pensamiento positivo, pensamiento positivo... ¡ja!), de que el karma me lo debía muchísimo, de que había llegado mi momento.

No tuve la prudencia de pensar que quizá me encontrara algún escollo, de que tal vez no todo fuera como la seda. Todos los médicos con los que había tratado me aseguraron que el Síndrome de Ovarios Poliquísticos no sería un problema, así que, ¿qué más podría ocurrir? Era mi momento. Había luchado mucho por llegar hasta él y nada podría detenerme.

Pero ya ves. Yo creía que era de esas, y me tocó ser de las otras. De las que van contando inseminaciones. De las que aceptan "una ayudita" que no sirve para nada. De las que se meten en movidas de FIV a pesar de sentir un rechazo horroroso, porque ahora sí que sale bien seguro. De las que abortan, de las que repiten, de las que siguen abortando. De las que inician un peregrinaje kafkiano en busca de respuestas. De las que se miran la tripa y se preguntan si alguna vez la verán henchida. De las que se pasan las tardes en blanco.

Y no entiendo por qué sigo fantaseando con ser de esas. Por qué a veces me descubro imaginando que yo también me quedo embarazada a la primera. Jugueteando con una muestra de semen, ¡ay!, no nos lo esperábamos. Fue tan fácil y tan rápido. Y nuestros ahorros siguen intactos.

No es todo el tiempo. Es solo con la noticia de esos embarazos. Entonces me da la sensación de que no he superado nada. De que todavía no me he reconciliado con la otra. Esa otra que soy yo, a la que le tocó perder tanto.

Quizá solo sea cansancio. Cansancio de haber sido la lesbiana repudiada, y encima, la lesbiana infértil. O a lo mejor son ganas. Ganas de cruzar al otro lado, allí donde la suerte ajena me la repampinfle porque estoy en paz con mi vida. Porque me siento orgullosa incluso.

Supongo que es una mezcla de ambos.

(Y todavía hay quien da por hecho que quedarme embarazada no me costó nada. ¡Quién lo iba  decir!, ¿verdad? La infertilidad no se ve en la cara).

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