sábado, 24 de diciembre de 2016

El tiempo de los intentos

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Echo de menos el tiempo de los intentos. Aquel tiempo en que podía aprovechar todas las oportunidades que me brindaba la naturaleza, subirme a la ola de los ciclos y confiar en que alguno fuese el bueno. Añoro el tiempo en que todo consistía en seguir insistiendo, en que cada fracaso alumbraba también una nueva posibilidad de éxito, en que mi vida todavía se contaba en meses: un mes más o un mes menos.

Echo de menos con rabia las frases de aquellos días, los notepreocupes, los lasiguienteeslabuena. Extraño profundamente los ánimos auténticos, surgidos de la inocencia, de la confianza plena. La voz de una doctora asegurándome que todas las puertas seguían abiertas. La fascinación que creaba el desafío de una mujer lesbiana que, contra todo y contra todos, iba a quedarse embarazada utilizando el semen de un desconocido.

No sé cuándo dejé de vivir en el tiempo de los intentos y me adentré en el tiempo de los tratamientos. ¿Fue después de mi segundo aborto, el primer momento en que surgió la sospecha de que algo no estuviera bien? ¿Tal vez tras la segunda FIV, cuando quedó claro que algo no funcionaba como debía? ¿Acaso no lo atravesaba ya en mi último tratamiento, seguramente destinado al fracaso desde el principio aunque nada ni nadie me lo advirtiera? 

Mi vida ya no se cuenta sino en meses perdidos. Ya no espero con ansia el primer día de la regla. Las diferentes fases del ciclo han vuelto a convertirse en un continuo, como lo eran antes de comenzar este camino. Los plazos se alargan. Las oportunidades surgen de año en año, de seis en seis meses. He tenido que acostumbrarme a las citas médicas que nunca llegan, a los resultados que implican nuevos análisis que implican nuevos resultados. A la divergencia de opiniones. A las puertas cerradas.

Las frases que escucho ahora me dan pena y me dan miedo. De pronto, tenerhijosesmuydifícil, porlomenoslohasintentado, siempretequedalaadopción. Era divertido escuchar los detalles de una inseminación artificial, pero nadie aguanta una explicación pormenorizada de un cuadro de abortos de repetición. La muerte, la enfermedad y el fracaso continuado no son temas agradables de conversación, y el más valiente solo los saca desde la prudencia. La misma prudencia que ahora se gastan los médicos: esposibleperonoseguro, vamosaverquépasa, sinofuncionahablamos.

No culpo a nadie por este cambio. Las frases, las actitudes, son solo la prueba de que la situación ya no es la misma. Mi diálogo interior también ha cambiado. Ya no me limito a darme ánimos frente a un miedo inconcreto. Ahora dudo, reflexiono, me debato. Ahora intento ser realista, sobre todo. Y sufro, y lloro, y me desespero más que antes. Y me cuestiono muchas cosas. Intento con todas mis fuerzas olvidar "el tema" sin conseguirlo casi nunca. Y al final del día solo quiero ver la tele e irme a la cama.

Mi historia ya no es el emocionante relato de una heroína moderna. Ahora se ha convertido en la tragedia clásica de un vientre yermo. Me siento atrapada en la típica novela en la que el protagonista es el único personaje que desconoce su destino, cuando todos, incluido el lector, ya lo lamentan. No sé cuánto queda de hazaña en mi maltrecha esperanza y cuánto de crónica de una muerte anunciada.

Y sin embargo, esa voz, en mi cabeza.

Esa voz que me repite que no hay un tiempo de los intentos y un tiempo de los tratamientos. Que los dos son un mismo tiempo. Que mi esperanza real siempre fue la misma y que merece la pena luchar ahora como la mereció el primer día. Que la incomprensión de los demás, su desconocimiento, no implican que yo no sepa lo que hago. Que siempre fue el tiempo de los tratamientos y que todavía es el tiempo de los intentos.

Y que debo amarlo.

Debo amar el tiempo de los intentos,
debo amar la hora que nunca brilla,
porque solo el amor engendra la maravilla,
solo el amor consigue encender lo muerto.

Debo amar la arcilla que va en mis manos,
debo amar su arena hasta la locura,
porque solo el amor alumbra lo que perdura,
solo el amor convierte en milagro en barro.

domingo, 11 de diciembre de 2016

El efecto túnel

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Nunca se me han dado bien los médicos (ni las peluqueras). Por alguna extraña razón, no logro hacerme entender, ni generar empatía, ni nada bueno. Yo pongo todo mi empeño en sonreír, ser simpática y ágil, explicarme con claridad y no molestar más allá de lo necesario. Pero da lo mismo. Cuando salgo de la consulta (o de la peluquería) siempre me invade la misma sensación de fracaso. Y de que los médicos (y las peluqueras) me odian.

Esta situación, ya de por sí dramática, ha empeorado radicalmente desde que he empezado a sufrir lo que yo llamo "el efecto túnel". La primera vez que lo sentí fue en la primera consulta para la primera FIV. Mientras la doctora nos explicaba el protocolo, yo sentía como si mi cabeza estuviera atrapada dentro de una pecera. La veía mover los labios y, por cortesía, iba asintiendo; pero, en realidad, no me estaba enterando de nada. Mi cerebro estaba colapsado de emoción (y no precisamente positiva), así que cualquier procesamiento de datos era, sencillamente, imposible.

Desde entonces, vuelvo a sumergirme en la deprivación sensorial cada vez que acudo a una consulta en la que debo recordar mi desgraciada experiencia con la reproducción asistida. Soy como una abuela que no puede ir al médico sola porque no se entera de lo que le explican. Y como la cosa se ha complicado muchísimo últimamente, ya ni siquiera la presencia de Alma me saca del apuro.

La última vez que me pasó fue en la consulta previa a la histeroscopia. En principio, el trámite era sencillo: el doctor tomaría nota de los datos más relevantes de mi historial médico, me explicaría los detalles de la prueba y me daría cita para realizarla. La realidad, claro, fue mucho más terrible.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Ácido fólico y abortos de repetición

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Nunca olvidaré el momento en que empecé a tomar el ácido fólico.

Era enero de 2014 y, hasta entonces, mi única experiencia con la maternidad era una lista larguísima de consultas médicas y pruebas que tardaría más de tres meses en completar. Me parecía que todas ellas no eran sino obstáculos, barreras que se interponían entre la maternidad y yo. Así que me aferré a aquella caja de ácido fólico como lo único constructivo que me acompañaba en ese camino que tanto me había costado iniciar.

A pesar de ello, la manera en que los médicos se referían al ácido fólico me resultaba ridícula. Recuerdo cómo nuestra doctora, cuando repasábamos la medicación que tenía que tomarme, siempre lo recitaba como un medicamento más. Así aparecía también en los papeles con las instrucciones por escrito que nos daban con cada ciclo. Y si alguna vez se me olvidaba recordarle que entre mis pastillas se encontraba el ácido fólico, apenas disimulaba las ganas de saltar sobre mi yugular.

Y no es que yo no supiera para qué sirve el ácido fólico, no es que no reconociera su importancia en el desarrollo óptimo del embrión. Había leído todo lo que tenía que leer sobre él, estaba concienciadísima sobre sus beneficios y lo tomaba con alegría y responsabilidad. Pero también tenía claro que, al fin y al cabo, el ácido fólico no son más que vitaminas: vitaminas particularmente abundantes en una dieta rica en vegetales que, como suplementos, han estado ausentes de la dieta de las mujeres embarazadas durante la mayor parte de la Historia, sin que por ello hayamos sufrido una hecatombe como especie.

Así que la idolatría que generaba en los médicos no me parecía más que un fetiche.

Con el tiempo, no obstante, he llegado a descubrir que, en determinadas circunstancias, el ácido fólico es, de hecho, un medicamento.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Crónicas vampíricas

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Empiezo a cumplir con las citas médicas previstas en mi calendario, y la encargada de romper el hielo ha sido la visita a la clínica para hacerme los análisis.

Una de las cosas que más me gustan de esta clínica es que puedes ir a hacerte los análisis en un horario muy amplio. En la otra clínica, por el contrario, solo pinchaban a primera hora de la mañana. Esto me obligó a faltar un montón de veces al trabajo (betas, controles de estradiol...), con todo el estrés que eso conlleva, porque en mi trabajo no se queda una silla vacía: en mi trabajo se queda una clase con treinta adolescentes a cargo de un compañero cabreado, que hace un total de treinta y una personas preguntándote después qué coño te ha pasado. 

Afortunadamente, aquí ya llevo tres análisis la mar de cómodos y discretos.

En esta ocasión, y por primera vez, me tocó un enfermero. Al principio fue amable con esa amabilidad aprendida que se gastan en esta clínica (y que me resulta preferible a la buena voluntad, auténtica pero escasa, que tenían en la otra), pero me llamaba de usted y eso me reventaba bastante. Así que me puse en plan chistoso para que se diera cuenta de que no era una clienta vieja y estirada, sino una clienta vieja y simpaticona. No sé, me gusta ser cercana con la gente que no conozco, y más cuando van a horadarte el brazo. Así que acabamos riéndonos bastante.

Eso no evitó, claro está, que me sacara nueve tubos. NUEVE. Hasta el momento, tenía el récord en los ocho que me sacaron para el estudio de trombofilia. Pues bien, en esto como en tantas otras cosas, ya he batido mi propio récord. 

Qué puedo decir. Mientras el enfermero preparaba todo el arsenal, yo solo podía dar gracias de que estemos en otoño y llevemos manga larga, porque me esperaba el bonito morado que me iba a adornar el brazo durante días. Para mi sorpresa, sin embargo, ocurrió todo lo contrario. El chico se las apañó para pincharme sin dolor y sacarme los nueve tubos a una velocidad de vértigo. Cuando nos despedimos, todavía partiéndonos de risa con todas las tonterías que habíamos dicho, casi le doy un beso y un abrazo y le pido que sea mi nuevo mejor amigo. Y es que, al final, no se me ha quedado ni el recuerdo del pinchazo.

Y ahora unos datos técnicos para quien tenga interés en este tipo de pruebas.


jueves, 24 de noviembre de 2016

Calendario de citas médicas

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Después de valorar detenidamente nuestra situación, hemos decidido aprovechar todas las oportunidades a nuestro alcance, haciendo las pruebas por privado y acudiendo después a la Seguridad Social.

Ha costado un poco, porque cada llamada se me hacía un mundo, pero ya tengo pedidas todas las citas médicas. En nada visitaré el hospital en que me van a hacer la histeroscopia y me haré los análisis en la clínica. Con los resultados, iré a Inmunología para ver qué tratamiento me recomiendan, lo contrastaremos con el parecer de nuestra doctora y, finalmente, acudiremos a la consulta de la Seguridad Social.

Hacer las pruebas por privado es una pasta, pero nos permite cuadrar el calendario. Además, en el caso de la histeroscopia, parece que el médico que me la va a hacer tiene una reputación bastante buena. No sería la primera a la que le hacen una histeroscopia en la Seguridad Social y no ven nada cuando, en realidad, estaba todo ahí. Así que, en esta ocasión, el dinero nos servirá para comprar tiempo y tranquilidad.

En cuanto a la cita con Esterilidad, hemos acabado por encontrarle sentido. No nos servirá para que me manden las pruebas, pero sí para entrar "en el sistema". Al fin y al cabo, en algún momento se tendrán que hacer cargo de mi caso. Si, como esperamos, para entonces ya tengo una pauta de medicación, espero que ellos nos la validen y asuman el seguimiento en caso de que me quede embarazada.

Ahora que hemos tomado la decisión y las cosas han cobrado algún tipo de sentido, siento un alivio infinito e incluso atisbo, muy a lo lejos, una pizca de ilusión.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Las tardes en blanco

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Es difícil que alguien que no haya pasado por dificultades a la hora de tener hijos pueda imaginarse en toda su extensión lo que vivimos quienes sí las pasamos. Es difícil también explicarlo de manera que alguien que no las haya pasado pueda llegar a imaginárselo siquiera.

Por lo general, tendemos a relatar los hitos: los tratamientos, las pruebas, los negativos y los positivos. Pero, ¿qué pasa con todo ese tiempo intermedio, ese tiempo durante el cual no ocurre nada?

Nuestro día a día, por supuesto, está lleno de cosas. Cosas que no relatamos en estos blogs monotemáticos porque no vienen al caso: las jornadas de trabajo, las cenas con amigos, los momentos de intimidad con nuestras parejas, los libros que leemos, las películas que vemos, los viajes, las comidas familiares, los retos personales, los días de limpieza, de bricolaje, de sofá.

Al mismo tiempo, yo siento que en mi vida hay un gran vacío. Su presencia es similar a un ruido de fondo, apenas perceptible, como el dolor de cabeza en un día de bochorno. En algunos momentos, sin embargo, adquiere la forma de una NADA gigantesca que toma completa posesión de mi tiempo.

Ocurre durante lo que yo llamo "Las tardes en blanco". Son tardes en las que no quiero hacer nada: ni trabajar, ni ver la tele, ni leer, ni escribir, ni salir. Nada. Y cuando digo nada, digo nada. Ni respirar. Ni vivir.

De pronto, en esa rutina que sobrellevo con mayor o menor dignidad, se abre un espacio vacío. Un espacio que da miedo, que no quisiera transitar, que preferiría saltarme. Por eso no quiero hacer nada. Por eso, cuando aparece una tarde en blanco, lo único que deseo es que termine cuanto antes, que llegue la noche, que llegue la mañana.

A veces, las personas que tienen hijos te aconsejan, con muy buena intención, que disfrutes mientras llegan. Que emplees tu tiempo en todo eso que después no podrás hacer. Que "aproveches". Lo que parecen no entender, lo que seguramente nosotros no terminamos de explicar, es que, una vez que llega el momento de tener hijos, una vez que ese deseo intenso se apodera de tu vida, es imposible ignorarlo.

Evidentemente, puedes hacer muchas cosas que después no podrás hacer. Y las haces. Puedes, incluso, animarte a llevar a cabo algunos proyectos que también te ilusionan, que también te llenan, que pensabas posponer y que, ante las circunstancias, decides adelantar. Puedes "aprovechar" y aprovechas todo lo que puedes. 

Pero no puedes llenar el vacío, completamente, todos los días.
Porque, si pudieras, tal vez decidirías dejar de sufrir y abandonar el camino.

En mi caso, hay momentos en que ese vacío se ensancha, se hace notar, se vuelve infinito. Y yo no puedo llenarlo. No en esos momentos, no en esas tardes en blanco. Porque todo lo que desearía cuando lo siento es que esta pesadilla ya hubiera terminado. Porque lo único que podría llenar ese vacío es precisamente la razón por la que ese vacío existe. Así que me paso la tarde mirando a una pared, en blanco, dejando que el tiempo me atraviese, que el vacío me inunde, hasta que llega la noche, hasta que llega la mañana.

Al principio, estas tardes en blanco me aterraban. Pensaba que estaba perdiendo el control, que este proceso me estaba superando. Ahora he aprendido a aceptar su presencia. Porque de hecho sé que no tengo el control y porque de hecho entiendo que este proceso me supera. 

Porque, finalmente, mi única certeza es esta inmensa y terrible nada.

domingo, 13 de noviembre de 2016

La vida sigue... y el SOP también

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Aunque nunca consiguiera llevar un embarazo adelante, este viaje por la reproducción asistida ya me habría regalado algo que me acompañará durante el resto de mi vida: un diagnóstico inapelable de síndrome de ovarios poliquísticos y el atisbo desolador de cómo este trastorno afecta a mi vida cotidiana.

Cuando me hice los análisis para mi último tratamiento, descubrí un nuevo capítulo de esta novela de terror endocrino: la píldora me sube el colesterol y los triglicéridos. Como en ocasiones anteriores, fue como si toda mi vida pasara por delante y, de pronto, cobrara sentido. No es la primera vez que el colesterol me sale alto, ya me ocurrió en otra ocasión. Y en esa otra ocasión, también estaba tomando la píldora. El caso de los triglicéridos es más complicado, porque los eleva la píldora pero también el metabolismo de la glucosa, así que sus valores han sido más fluctuantes en mi vida (y ahora mismo no están ligeramente por encima del límite, como el colesterol: ahora mismo están elevadísimos).

Al igual que no es la primera vez que me salen estos valores, tampoco es la primera vez que asisto al surrealismo de la impresiones médicas. Esta vez me tocó escuchar que probablemente tuviera el colesterol y los triglicéridos disparados porque me habría pasado de una manera muy especial con la comida. "Ya sabes: barbacoas, cervecitas, los choricitos muy grasientos... Todo eso eleva el colesterol, pero no es grave".

Sé que le podría haber contestado muchas cosas. Me di cuenta cuando llegué a mi casa, después de haberme aguantado el impulso irrefrenable de lanzarme bajo las ruedas de cualquier coche, desesperada por mi situación. El número de barbacoas al que asistido este verano ha sido cero. Los chorizos grasientos que me he metido entre pecho y espalda han sido ninguno. Y las cervecitas... pues no sé. Un máximo de dos o tres por semana, muchas de ellas sin alcohol, y solo durante el verano. No podría asegurarlo, pero a mí me parece que doce latas de cerveza repartidas a lo largo de un mes no hace que unos niveles de colesterol perfectamente normales se eleven como la espuma. 

(O a lo mejor sí, ya no lo sé. A lo mejor, aparte de tener SOP, soy una alcohólica sonámbula que se pasa las noches de verano atiborrándose de choricitos en barbacoas que no recuerda. A estas alturas, todo podría ocurrir).

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Amar la trama

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Antes de empezar este blog, llevé otro durante seis años.

Fue una experiencia inolvidable. A lo largo del tiempo, me fueron siguiendo cada vez más lectores, conocí otros blogs muy interesantes, hice algunas amigas, acudí a encuentros de blogueras, me recomendaron en una revista, escribí algunas reflexiones que se publicaron en un libro colectivo, e incluso, una vez, leyeron una de mis entradas por la radio.

Cuando Alma y yo rompimos, sin embargo, sentí la necesidad de dejarlo. Fue una decisión muy difícil, porque tenía mucho que perder: lectores, contactos, oportunidades que, muy posiblemente, nunca podría recuperar. A pesar de todo, llevaba ya un tiempo añorando algo más íntimo, personal, literario, incluso ficcional. Había muchos temas sobre los que deseaba escribir que no cabían en aquel blog, así que decidí arriesgarme y empezar de nuevo.

Pasé varios meses descansando, reuniendo ideas, mirando diseños, planificando entradas. Tan solo invité a dos de las personas que leían mi blog anterior a conocer este. Quería que fuera tomando forma antes de "presentarlo en sociedad": algo que nunca llegó a ocurrir.

Evidentemente, este blog no nació como un blog sobre maternidad, ni, mucho menos, sobre reproducción asistida. Al principio, solo una de cada cuatro o cinco entradas iban sobre estos temas. El resto trataba sobre otras cosas que me interesaban: reflexiones personales, experiencias, anécdotas. Escribía sobre Literatura, sobre los animales, sobre activismo y política. Esperaba que la maternidad se fuera incorporando paulatinamente a mis intereses, sin grandes sobresaltos, sin un antes y un después, de manera sencilla y natural.

A los pocos meses de empezar, sin embargo, mi propósito inicial se quebró. La experiencia de la reproducción asistida había ido fagocitando mi vida y, consecuentemente, acabó por fagocitar también mi blog. A partir de ese momento, el rechazo que sentía  hacia todo lo que me estaba pasando se concentró en un odio enconado hacia él. 

Anteriormente, había leído algunos blogs sobre reproducción asistida, la mayoría escritos por madres lesbianas. Por una parte, me resultaban interesantes porque, gracias a ellos, iba conociendo un proceso al que suponía que algún día me tendría que enfrentar. Pero, por otra, la mayor parte de las entradas me parecían insufribles. ¿Por qué escribían esas entradas tan largas hablando del tamaño de sus folículos o de las dosis exactas de su medicación? ¿Para qué publicaban los resultados de sus análisis, la descripción exacta de pruebas que parecían haberse llevado a cabo en una carnicería? ¿A quién le podría interesar...?

Y, de pronto, me descubrí haciendo lo mismo. No porque así lo hubiera decidido, no porque hubiera cambiado mi percepción. Simplemente porque, a pesar de lo ridículo que una vez me había resultado, llegó un momento en mi vida en que todo lo que me importaba se reducía a los milímetros que había crecido o no un folículo, a la cantidad exacta de hormona que tenía que pincharme en la siguiente inyección.

No solo el proceso de reproducción asistida se alargaba, se complicaba. No solo no me quedaba embarazada o comenzaba a abortar. Sino que también mi otro proyecto, mi otra ilusión, el blog por el que tanto había arriesgado, se había convertido en un compendio de lo que nunca habría querido llegar a escribir. Durante meses lo odié, planeé abandonarlo, borrarlo entero y empezar de nuevo, en otro lugar y con otra identidad, como si nada de esto hubiera pasado.

Pero las cosas no funcionan así. Con el paso del tiempo, fui entendiendo que esta era la experiencia que me había tocado vivir. La entrada en la maternidad, que yo había imaginado breve y sin complicaciones, ha resultado ser una batalla más en mi vida, tan larga y dura como las anteriores. El momento de escribir ese blog que imaginaba no es ahora; ahora es el momento de escribir justamente el blog que escribo: un blog sobre mi camino, sobre mi experiencia, sobre el tamaño de mis folículos y la dosis exacta de mi medicación. 

Desde hace ya un tiempo, afortunadamente, he aprendido a amar la trama: la trama de mi vida y la trama de mi blog. Y me he comprometido con ambas, haciéndolas mías, dejando de rechazarlas, de escabullirme hacia otros mundos donde mi historia es diferente, porque esos mundos no existen más que en mi imaginación. 

La realidad es esta. La realidad son pruebas dignas de una carnicería. La realidad son inyecciones, pastillas, ecografías, consultas médicas una y otra vez. No es la realidad que imaginaba ni la historia que quería escribir, pero es la única que existe y eso, contra todo pronóstico, puede estar bien.

Así lo vengo sintiendo desde hace un tiempo y, para honrar ese camino, este verano decidí incluir en el blog una página especial que resumiera todo el proceso, todo lo que hemos pasado en esta búsqueda del embarazo. Me costó mucho recordar algunos momentos que ni siquiera he sido capaz de contar, como mi primer embarazo; pero, finalmente, logré llevarlo hasta el presente, dejándolo en suspenso hasta conocer el resultado del último tratamiento. 

Después, necesité recuperar las fuerzas para culminarlo. Hoy puedo decir, no obstante, que lo he logrado. Inauguro esta nueva página como símbolo de mi reconciliación con la vida y con la escritura. Abrazo con ella mi experiencia y la asumo como propia. Aunque siempre lo haya sido, porque nunca hasta ahora he entendido el esfuerzo que conlleva reconocerla como tal.

sábado, 29 de octubre de 2016

Recuerdos

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A medida que el camino se va alargando, crece la posibilidad de que los recuerdos de una u otra etapa te asalten donde menos te lo esperas.

Ayer me ocurrió. Estaba pasando la ITV y no pude evitar acordarme de aquel mismo lugar, de aquella misma actividad, hace dos años. Hace dos años también fui a pasar la ITV a finales de octubre, pero hace dos años estaba embarazada.

Fue el día en que terminaba la ecoespera. No teníamos clase y decidimos aprovechar la mañana para pasar la ITV y después ir a la clínica. El plan era ver a nuestro pequeño en la ecografía, escuchar el latido de su corazón y celebrar el alta en un restaurante para el que habíamos reservado mesa. Me había pasado toda la ecoespera incrédula y asustada, y esperaba ansiosa este día para empezar a convencerme de que lo que tanto había deseado estaba ocurriendo, de que todo iba a ir bien.

El recuerdo que me asaltó ayer fue el de bajar del coche y esperar de pie mientras el técnico comprobaba el funcionamiento de los frenos, sintiéndome invadida por el maravilloso peso del embarazo, el mareo y la náusea, desbordante de plenitud, de orgullo.

Nuestro plan salió mal, evidentemente. Pudimos ver un saquito alojado en mi útero, perfectamente formado y adherido, con el tamaño adecuado pero sin un embrión visible. Aún tendríamos que esperar una semana para escuchar el latido de su corazón y jamás llegaríamos a obtener el alta. La comida fue amarga: nos traspasaba el silencio de los malos presagios, apenas roto por frases inconexas con las que intentábamos restar dramatismo a la situación, darnos ánimos.

No es un recuerdo que duela. Tan solo se me encoge el corazón un instante, atravesado por la punzada de lo que pudo ser y no fue. Poco a poco, sin embargo, he ido asimilando que esta es mi historia, que esta es mi vida y mis circunstancias, que estas son mis piedras: las piedras de mi camino.

No las he elegido, pero forman parte de mí. 
Y me construyen. 

domingo, 23 de octubre de 2016

El dilema de la Seguridad Social

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Como cada vez que me mandan pruebas en las clínicas, lo primero que hice después de la última visita fue pedir hora con mi doctora de la Seguridad Social. Mi plan era solicitar dos citas para dos especialidades distintas: Ginecología (donde pediría la histeroscopia que, inevitablemente, ahora sí que me tengo que hacer) y Hematología (porque me tengo que repetir algunos valores de coagulación e inmunología que ya me hice con el estudio de trombofilia, pues, al parecer, hay que repetirlos al menos una vez para confirmar los resultados).

Esta misma pauta de acudir a las especialidades de la Seguridad Social la había seguido ya en otros momentos, siempre con un resultado muy bueno, la verdad: en dos o tres meses tenía todas las pruebas hechas, tanto en Ginecología como en Hematología. Así que imaginé que en esta ocasión no tenía por qué ser distinto, y estaba contenta porque eso suponía poder tener todo listo antes de que nos volvieran a llamar de la lista de adopción de embriones.

El problema es que mi doctora de ahora no es mi doctora de siempre. Mi doctora de siempre se jubiló hace cosa de un año y yo me quedé en estado de "orfandad sanitaria". No es exagerado: aquella doctora conocía mi caso desde que tuve la depresión, conocía mis circunstancias familiares y a casi todos los miembros de mi familia, conocía a Alma y, por si todo esto fuera poco, nos apoyaba activamente en la aventura de buscar el embarazo y siempre me mandaba todas las pruebas (y a todas las especialidades) que le pedía. 

Desde entonces he tenido dos doctoras distintas, a las que les he ido contando mi situación de manera parcial y a trompicones. Y esta última no sé lo que ha entendido de todo lo que me pasa.

El caso es que, después de explicarle, más o menos, los últimos capítulos de mi situación, ella tomó una decisión que no me esperaba: me dio una cita para Esterilidad.

Me quedé tan en shock que no pude hacer otra cosa que aceptarla y marcharme a mi casa sin poder decidir si lo que había pasado era bueno o malo. 

lunes, 17 de octubre de 2016

Consulta por abortos de repetición

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Después de acumular tres abortos, el último de ellos con un embrión donado por una chica joven y sana, he tomado verdadera conciencia sobre mi situación. 

Por eso, al encontrar a una de las doctoras de nuestra clínica recomendada en los foros de abortos de repetición (en los que apenas recomiendan ginecólogos porque apenas saben sobre el tema) (los ginecólogos, no las chicas de los foros, que se las saben todas), decidí que no iría a consulta con ninguna otra.

Tuvimos que esperar unos quince días para conseguir una cita con ella, en un horario horrible de un día que me venía fatal. Pero me me importó. Necesitaba encontrar a alguien competente, alguien que no me hablara de estadísticas, de mala suerte, de insistir.

A pesar de las recomendaciones, preparé la artillería pesada: varios folios con las listas de pruebas que otras chicas antes que yo habían recopilado en Internet, una descripción minuciosa de cualquier tontería que alguna vez hubiera sentido alguno de mis familiares y que en mi caso se estuviera traduciendo en abortos de repetición, otra lista con todos los síntomas absurdos e inconexos que se me ocurrió que tal vez tuvieran algo que ver. Y todas las pruebas, de nuevo. Y todo el historial.

Afortunadamente, no hizo falta. La doctora tardó en atendernos, pero para cuando nos llamó a la consulta, se había estudiado todos mis datos (en esta clínica escanean cualquier cosa que les lleves y la incluyen en tu ficha) y nos había impreso una lista con las pruebas que me tenía que hacer. Nos las explicó todas muy claramente, nos advirtió sobre el carácter experimental de algunas de ellas y acabó con una frase que no ha dejado de resonar en mi cabeza desde entonces:

– Llevas tres abortos con treinta y cuatro años. Algo te pasa, ¿no?

Casi la beso. Casi salto por encima de la mesa para besarla, porque esa era exactamente la frase que necesitaba oír. Con los ojos temblorosos cual dibujo de Manga, apenas pude susurrar un "sí".

Algo me pasa. Eso no quiere decir que lo encontremos, ni que consiga derrotarlo. Pero me pasa algo que no es mala suerte, ni estadística, ni designio divino, ni impaciencia. 

Y tengo derecho a intentar superarlo.


lunes, 26 de septiembre de 2016

Cuando el problema contiene la solución

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Perder este embarazo, perder un embarazo por tercera vez, me ha dejado llena de tristeza, de rabia, de soledad. Bajo todas esas emociones negativas, sin embargo, he encontrado cierta serenidad, cierta calma.

Ahora sé que me pasa algo.
También sé algo de lo que me pasa.

Y eso no es poco.

Yo no llegué a la reproducción asistida porque me ocurriera nada. Yo empecé este camino porque mi mujer es una mujer, no produce espermatozoides y juntas no podíamos crear una vida.

Después, apareció una piedra en el camino con forma de SOP. Había que ver cuánto me afectaba, y lo cierto es que no parecía que demasiado. No tengo resistencia a la insulina ni andrógenos. Ovulo todos los meses, o al menos, represento la comedia de la ovulación perfectamente. De vez en cuando fabrico un óvulo sano que, de vez en cuando, fecunda, implanta y crece.

Pero no se quedan conmigo. Ni los propios, ni los ajenos.

Puedo inventar una explicación diferente para cada una de mis pérdidas, y puede que todas las explicaciones que invente sean verdaderas. Sin embargo, la repetición, en sí misma, ha adquirido ya un significado.

Algo me pasa. No tiene pinta de ser algo grande, evidente, porque nunca ha dado la cara de ese modo. Pero, en este caso, como en la mayoría, el tamaño no importa. Ese algo está cumpliendo su función puntualmente, y ya es hora de plantarle cara.

El mero hecho de saber que mi experiencia reproductiva no es errática, sino que tiene algún sentido, aunque nunca sepa cuál es o nunca consiga llegar al otro lado, me aporta serenidad, me aporta calma. 

Llegué a reproducción asistida "por casualidad" y ahora sé que, en cualquier otra circunstancia, también habría llegado. Después de todo, estoy en el lugar adecuado y ahora, además, encaminada.

Aunque el camino no se parezca en nada al que había imaginado.

lunes, 19 de septiembre de 2016

La infertilidad es una enfermedad

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Hace ya mucho tiempo que conozco esta frase. Pero creo que nunca, hasta ahora, había comprendido su verdadero significado.

Nunca, hasta ahora que las voces en mi cabeza (y alguna fuera de mi cabeza) me dicen que abandone, que ya es suficiente, que no merece la pena continuar luchando (y sufriendo) inútilmente.

Comprendo, profundamente, la existencia de esas voces. Los seres humanos nos hemos enfrentado durante toda nuestra existencia a la infertilidad. Somos una especie con una capacidad reproductiva de mierda risa y esto siempre nos ha provocado desazón. No es algo nuevo, de ahora. Es algo de toda la vida.

Hasta hace apenas unas décadas, la solución más sencilla era la resignación. Más o menos religiosa: si no se puede, no se puede. Hay otras cosas en la vida, blabla, blabla. La gente todavía la repite, porque después de ¿siglos? repitiéndola, no es fácil cambiar el disco rayado.

No es la explicación más pintoresca, sin embargo. A las mujeres que, como yo, sufrimos abortos de repetición, nos han acusado de brujas, de hacer pactos con el demonio. Es la clase de historias que la Humanidad inventa cuando el dolor es demasiado grande, cuando la incomprensión tiende al infinito. Lo era antes como lo es ahora.

Pero ahora sabemos que la infertilidad es una enfermedad. Que no es el resultado de un pacto con el demonio o de un castigo divino. Que tiene causas, muchas de ellas conocidas. Que se puede tratar, por tanto. Que, al menos, es posible intentarlo. 

Yo ya llevo una ristra de pruebas a mis espaldas, pero no las tengo todas. Y solo he probado un protocolo para prevenir abortos (uno de los muchos que existen, uno de los más sencillos) en dos ocasiones en que no me quedé embarazada.

Al menos, necesito saberlo. Completar mis pruebas en busca de alguna respuesta. Tal vez no la haya, en el 50% de los casos de abortos de repetición nunca la encuentran. Pero quiero ver eso por escrito, en un informe que lleve mi nombre y mis apellidos.

Y al menos, necesito intentarlo. Llegar a un positivo cargada con toda la artillería, independientemente de lo que salga en las pruebas, y comprobar quién gana la batalla. Si la muerte o mi empeño por sostener una vida.

Tengo 34 años y vivo en el siglo XXI. No puedo resignarme, no puedo dejar que me cuelguen el sambenito. No puedo rendirme todavía. No puede ser esta mi última batalla.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

No pudo ser

Empecé a sospecharlo con los tests de embarazo.

Tenía la idea de hacerme un test al día hasta que la segunda raya saliera tan oscura como la de control. Me parecía una experiencia bonita, una forma de empezar a disfrutar (y a creerme) el embarazo, un recuerdo de esos primeros días.

Pero la raya no cambiaba de intensidad. El tercer test era tan claro como el primero, así que empecé a mosquearme. Hice algunas búsquedas en Internet y comprobé que, a veces, la diferencia se nota al cuarto o al quinto test. Yo tenía la sensación de que la segunda raya salía cada vez más rápido, pero no estaba segura de si era fruto de mi imaginación. Para no ponerme más nerviosa, decidí no seguir haciéndome test; aun así, no dejaba de pensar en que algo no iba tan bien como parecía.

Entonces llegó la beta: 135. En la clínica me aseguraron que era un buen número, que por encima de 100 consideraban que el embarazo iba bien y que no era necesario repetir la prueba. A mí, sin embargo, no me convencieron. En el mismo instante en que escuché esa cifra, me volví loca de preocupación. 

Hubo una parte de mí que, inmediatamente, dio por hecho que lo iba a perder. La conexión con el embrión, esa conexión que empezó a existir mucho antes de que estuviera conmigo, se rompió. Solo quería que acabara cuanto antes. Solo pensaba en mi cuerpo, en no pasar por la agonía y el calvario de la primera vez. Deseaba que todo se resolviera como en el bioquímico, que fuera suficiente con dejar la medicación.

Los síntomas de embarazo, tan contundentes desde varios días antes de ver el positivo, empezaron a desaparecer. Durante los dos días posteriores a la beta fue una sensación tan sutil que de nuevo esperé que fuera una consecuencia de mis miedos, no de mi realidad. Al tercer día, sin embargo, supe que estaba ocurriendo. Volví a hacerme un test y la segunda raya apenas se marcó, así que llamé a la clínica para pedir que me repitieran la beta.

Cinco días después de recibir el primer resultado, la beta había bajado a 17. En la ecografía no vieron nada raro. Se había parado, sin más. 

Por primera vez empezar a manchar cuando todavía estaba poniéndome la progesterona. Y, a los dos días de dejarla, llegó la menstruación.

lunes, 29 de agosto de 2016

La luz al final del túnel

Por experiencia sabemos que ver la luz al final del túnel no significa salir del túnel. Que el túnel tiene capacidad de sobra para volver a engullirte y envolverte en sus tinieblas. Que un día puedes estar viendo la luz al final del túnel y al día siguiente despertar sumida en la más terrible oscuridad.

Pero también entendemos que el primer paso para salir del túnel es ver la luz. Ese resplandor que te ciega allá a lo lejos, atrayéndote irremediablemente hacia su calor. Prometiéndote que, esta vez sí, llegarás a pasear bajo su luminosidad infinita. Mostrándote ese bienestar que, tal y como imaginabas, calmará tu piel como un bálsamo.

Hoy hemos vuelto a ver ese destello, tangible como una llama, sonriéndonos desde el fondo de nuestro particular túnel:


Y a él nos hemos aferrado :)

martes, 23 de agosto de 2016

¿Pastillero? ¿Qué pastillero?


Teniendo en cuenta los resultados de los últimos análisis, mis antecedentes y las características de un ciclo natural, en la clínica me han prescrito la siguiente pauta de medicación:

Ácido fólico. En un principio, al tener la homocisteína en valores normales, la doctora me recomendó tomar el típico suplemento de 400 mcg; pero, cuando le recordé que la había tenido alta, me recetó una caja de ácido fólico masivo (5 mg) para que me la tomara antes de la transferencia, por precaución. Después, ya podía tomar el suplemento normal.

Vitamina D. En los análisis que me hicieron antes de la segunda FIV, ya me salió que tenía insuficiencia (que no deficiencia) de vitamina D. Por alguna razón que todavía no he alcanzado a comprender, mi doctora de entonces me recetó un suplemento para el embarazo que contenía vitamina D junto a un chorro de otras vitaminas y minerales. Al repetirme los análisis, los valores apenas me habían subido, así que la doctora me dijo que tomara el sol y andando. Por supuesto, tomar el sol es importante, pero en esta clínica, además, me han recetado unas gotas de 0,1 mg/ml. Tenía que tomarme catorce al día hasta que se acabara el bote, de 10 ml, siempre antes de la transferencia.

Progesterona. Desde el día de la ovulación, me pongo un comprimido de 200 mg cada ocho horas, es decir, tres comprimidos diarios. Es la misma dosis que me recetaron con las transferencias "en fresco", pero nunca me había puesto tanta progesterona en un ciclo natural de vitrificados, pues entonces siempre me recetaban dos comprimidos al día. Teniendo en cuenta cómo me tumba esta señora, me preparé para el retorno de "la hormona borracha"; sin embargo, y contra todo pronóstico, hasta el momento no me ha sentado nada mal (!).

Metformina. Hubo cierto debate sobre ella, porque una de las doctoras quería que la dejase antes de la transferencia. Y, por un momento, yo me vine arriba y decidí hacerle caso y mandar la metformina a freír monas en cuanto se me acabara la caja. Ese "momento estelar" coincidió con el extraño que hizo mi cuerpo, que empezó a criar un folículo en un ovario para después hacerlo desaparecer y sacar dos en el otro. Nunca sabré si fue algo normal que mi cuerpo habría hecho sí o sí, o si el dejar la metformina durante 48 horas puso en peligro mi ovulación, o si yo ovulo naturalmente "raro" y la metfomina no tuvo nada que ver. Lo que sí sé es que de pronto me cagué muchísimo en mi estampa y me fui corriendo a la farmacia a comprar una caja nueva que me estoy tomando con más gusto que en mi vida. La dosis es la de siempre: 850 mg dos veces al día.

Y ya está.

En comparación con el aspecto escalofriante de mi pastillero allá por la segunda FIV, esta pauta de medicación me tiene encantada. Ahora mismo tomo el mismo ácido fólico que cualquier aspirante a embarazada, la misma progesterona que cualquier mujer en reproducción asistida y la misma metformina que cualquier chica SOP.

Hay días en que me miro en el espejo y casi casi me parezco normal ;)

viernes, 19 de agosto de 2016

Ya estamos juntos


Ha pasado un mes desde que supe de su existencia, y ahora, por fin, ya estamos juntos.

Los días previos a la transferencia fueron un infierno. Apenas tuve conciencia de haberme pinchado la inyección rompefolis, porque según salimos de la última ecografía de control, fuimos a una farmacia corriendo, la compramos, llegamos a casa, me la puse y nos fuimos a cenar por ahí. Ni siquiera pasó por la nevera. Y todo eso fue bueno, pero al día siguiente (nada de 36 horas) empecé a sentir unas náuseas y un dolor de ovarios terribles. Un día después, el primer comprimido de progesterona me remató.

Fue como si el tiempo se doblara sobre sí mismo y todos mis tratamientos coincidieran. Sentía el peso de ocho intentos sobre mis hombros y me parecía que no podría resistir ni uno más. Por momentos, incluso, fantaseé con la idea de abandonar, de salir corriendo hacia otra vida donde no existieran tratamientos de fertilidad para mí.

Según se acercaba el día de la transferencia, empecé a ponerme nerviosa. Comprendí que no era una pesadilla, sino una realidad. Algo que, de hecho, estaba ocurriendo y que estaba llegando, me gustase o no, a uno de sus momentos culminantes. Pensar que me iban a transferir dos embriones, por otra parte, también hacía que me temblaran las piernas. Aunque tenemos claro que preferimos dos a ninguno, una cosa es pensarlo y otra es disponerse a ello.

Todas las dudas, los miedos, el dolor acumulado, incluso los nervios, se me pasaron en cuanto vi a nuestros dos pequeños en la pantalla del ordenador. Definitivamente, los medios de esta clínica son infinitamente mejores que los de la anterior, y pudimos ver a los embriones con todo detalle. El embriólogo nos estuvo explicando sus características, lo bien que habían desvitrificado (manteniendo las mismas calidades), cómo les habían hecho el hatching (que se veía perfectamente en la pantalla) y cómo seguían evolucionando.

Me parecieron tan hermosos, tan perfectos incluso en sus imperfecciones, tan vivos. Recordar esa imagen me llena de esperanza, de ilusión, de alegría. Siento el privilegio de albergarlos en mi interior y me resisto a pensar en la amargura de una despedida.

La transferencia fue muy rápida. Pedí que utilizaran el espéculo pequeño y solo me dolió un momento. No hubo ninguna batalla, ninguna prospección en mi interior, lo que me alivió muchísimo porque me había acostumbrado a nuestra antigua doctora y temía el regreso de una doble de mi matrona samurái. Pero no fue así. La cánula pasó como un suspiro y pudimos ver un pequeño relámpago en la pantalla del ecógrafo cuando depositaron a mi cuerpo a nuestras dos ilusiones (algo que tampoco habíamos visto en ninguna de las cuatro transferencias anteriores, así que nos encantó).

Ahora me encuentro en esa primera parte de la betaespera donde todo es posible. En esos momentos en los que la progesterona estraga mi cuerpo y me llena de esperanza. Nada está perdido aún, todo se puede lograr. Sé que, con el paso de los días y los avances de mis síntomas, me sentiré de otra manera. Empezará a devorarme la incertidumbre y me temeré lo peor...

O no :)

domingo, 14 de agosto de 2016

El ciclo natural


La mitad de mis tratamientos (las dos primeras inseminaciones y las dos transferencias de embriones vitrificados) han sido en ciclo natural, es decir, sin estimulación hormonal para provocar la ovulación.

Es un proceso curioso. De pronto, lo que probablemente ocurre en tu cuerpo todos los meses (uno de tus ovarios genera un folículo que va creciendo mientras el endometrio engrosa) se convierte en un suceso extraordinario, por el simple hecho de tenerlo monitorizado y, no nos olvidemos, de necesitarlo.

En este sentido, no puedo dejar de sonreír cuando recuerdo cómo viví mi primera inseminación. En la primera ecografía de control pudimos ver ya el famoso folículo y la doctora nos citó para tres días después. En esos días, que coincidieron con el fin de semana, nos fuimos con unos amigos a hacer una ruta de senderismo.

Yo no podía dejar de pensar que "llevaba un folículo". No sabía muy bien cómo imaginármelo, tampoco sabía muy bien qué debía hacer. Lo único que tenía claro es que ese folículo podía albergar la mitad de mi hijo y que deseaba poner todo de mi parte para que se desarrollara bien.

Pensaba que andar mucho podía hacer que creciera más rápido (!?), pero también estaba preocupada por si un tropiezo, un sobresfuerzo o un estornudo podían hacer que estallara (!!). No dejaba de "sentirlo" y me volvía loca saber que en mi cuerpo estaba ocurriendo algo importantísimo (aunque fuera mensual) en lo que yo no podía intervenir de ninguna manera. 

Y, de hecho, así es. No puedes hacer nada. El cuerpo tiene sus ritmos y, cuando pretendes aprovecharlos, no te queda más que estar atenta y confiar en la Naturaleza. Una Naturaleza que, mal que te pese, no va a cambiar su comportamiento porque tú estés ahí observando. 

Es una sensación parecida a la que se puede tener cuando monitorizan el latido de tu corazón. De pronto, algo tan cotidiano se vuelve completamente extraordinario, y da miedo. ¿Y si de pronto se para, así, de buenas a primeras? ¿Y si se salta un latido...?

A pesar de esta distorsión en la vivencia de un proceso que debería de ser muy sencillo, he de decir que hacer un tratamiento en ciclo natural es la cosa más cómoda del mundo. Sobre todo porque, prácticamente hasta la betaespera, no sientes que estás en tratamiento. Solo te acuerdas de ello cuando acudes a las ecografías de control. El resto del tiempo puedes hacer tu vida, porque no tienes nada más que hacer. 

Por supuesto, a esta liberación mental se le unen la ausencia de efectos secundarios de cualquier medicación y, de manera estelar, la ausencia de pinchazos, que, desde mi punto de vista, es lo que más condiciona la sensación de estar-en-tratamiento. Además, si el ciclo no tiene lugar según lo esperado, siempre se puede repetir al mes siguiente, con o sin medicación.

Aunque esto último, lo confieso, cae más bien del lado de la teoría. Precisamente en este ciclo previo a la transferencia de nuestros embriones adoptados he tomado conciencia de hasta qué punto, si bien no te juegas ni la mitad que en una FIV, que algo se tuerza puede resultar desquiciante.


miércoles, 10 de agosto de 2016

Reconectar con mis ovarios


Hace unos meses me compré el libro de Mónica Felipe-Larralde Cuerpo de Mujer. Reconectar con el útero. Para mí fue un acto simbólico de reconciliación con la búsqueda de mi embarazo, una especie de guiño todavía-no-pero-pronto-volveremos-a-la-carga.

Al poco de comprar el libro, me lo leí, me gustó y procedí a dejarlo colocadito en su estantería. Todavía no estaba en el momento de empezar a hacer los ejercicios. Aún era pronto para volver a entrar en mi cuerpo y destapar la caja de Pandora.

Sin embargo, desde que se planteó la posibilidad de empezar el tratamiento para la adopción de embriones, me sentí con fuerza para hacer algunos ejercicios. No era la primera vez que localizaba mi útero ni que lo relajaba, porque después de sufrir el primer aborto me apunté a un taller sobre este tema y aprendí a no tensar el útero en situaciones cotidianas; pero sí tenía un especial interés en ello porque consideraba que, una vez que había renunciado a mis óvulos, los ovarios ya no tenían ninguna función y el útero se erigía como único protagonista.

Nada más lejos de la realidad.


domingo, 7 de agosto de 2016

La cosas pueden salir bien


La tarde antes de nuestra cita en la nueva clínica, salimos a dar un paseo. Yo llevaba unos días leyendo blogs de madres que habían logrado quedarse embarazadas gracias a la ovodonación, y tenía muchas cosas que compartir con Alma. En medio de una conversación muy interesante sobre donantes, identidad, revelación de los orígenes y tipos de familia, nos dimos cinco minutos para soñar:

— ¿Qué crees que nos dirán mañana en la clínica?
— No sé...
— ...
— ¿Te imaginas que nos dicen que tengo bien la homocisteína?
— Sería genial. ¿Hay alguna posibilidad?
— Bueno, por haber... Ojalá... Me libraría de la medicación...
— ¡Ya ves!
— Pero bueno, ya la conozco, así que tampoco...
— Sí...
— ...
— ¿Y si nos dijeran que podemos hacer el tratamiento en agosto?
— ¡Uf! ¡Eso ya sería...! ¡Nos vendría tan bien...!
— ¿Y no puede ser...?
— Yo creo que deberíamos poder intentarlo, pero la otra vez nos dijeron que no.
— Ya... Es verdad.

Durante unos instantes, a las dos se nos habían iluminado los ojos. Sin embargo, procuramos no dejarnos llevar. Si algo nos ha enseñado esta aventura, es aceptar que no nos ha tocado un camino fácil, que hay que tener paciencia y asumir lo que se nos venga encima, lamentándonos lo menos posible por lo que pudo ser y no fue.

Al día siguiente, fuimos a la consulta. Y lo primero que hice fue preguntar por el análisis de homocisteína...


sábado, 30 de julio de 2016

Emociones positivas


Desde que conocí las características de nuestros embriones, me invade una dulce sensación de empatía. Es la primera vez que entre nuestros donantes hay también mujeres, y eso me permite albergar emociones que hasta el momento no había sentido.

Pienso en nuestra joven donante de óvulos y me doy cuenta de que a mí me diagnosticaron el SOP con la misma edad con la que ella se enfrentó a la punción. Me imagino entonces el camino que la llevó hasta ese momento, y recuerdo cómo pudo haber sido también el mío. 

Me vienen a la mente todas las ocasiones en que, caminando por los túneles del metro, me topaba con aquellos anuncios que te animaban a convertirte en donante de óvulos. Recuerdo que, durante mis últimos años de Universidad, sentía que era algo que debía hacer, casi casi una obligación moral para mí. Sonrío al rememorar las conversaciones que mantenía con mi novio de aquel entonces, explicándole cómo me sentía. Tan tierna me resulta hoy la convicción con la que me expresaba como mis miedos secretos a un proceso que, en general, me resultaba desconocido.

No creo que me hubiera atrevido. En cuanto me hubieran nombrado la anestesia, habría salido corriendo, como quise salir corriendo cuando tuve que enfrentarme a mi primera punción. Además, seguramente al intentarlo se habría descubierto el pastel de mis ovarios poliquísticos, así que dudo mucho que me hubieran aceptado.

Pero nuestra joven donante recorrió el camino completo. Me la imagino por primera vez frente a la aguja, y sé que puedo imaginármela porque me he enfrentado a lo mismo, y solo por eso siento que merecen un poco la pena todos los intentos fallidos. La veo sentada en la camilla, cubierta solo con la bata blanca, presa momentánea del arrepentimiento. ¿Qué hago aquí, madre mía? ¿Quién me mandó meterme en esto? Ni todo el oro del mundo puede compensar esos momentos.

Tan joven y tan valiente. Poco a poco, la empatía se acompaña de admiración y, por supuesto, de agradecimiento. Gracias, joven donante, por haberte atrevido a tanto. Gracias por darme esta oportunidad preciosa. Ojalá pudiera asegurarte que tu esfuerzo no será en vano, que obtendremos el fruto deseado. Pero, aunque no fuera así, el inmenso valor de tu generosidad siempre permanecerá intacto.

La empatía que siento, sin embargo, va más allá de nuestra joven donante. No me olvido de que, en todo este proceso, hay otra mujer involucrada. Una mujer cuyos hijos no llevan sus genes, que no contribuyó con su cuerpo en la formación de nuestros embriones, pero sin cuya participación esta aventura que vivo no habría sido posible: la primera receptora.


martes, 26 de julio de 2016

Habemus embriones


La llamada nos pilló de vacaciones, sentadas en la escalinata de una iglesia-fortaleza. La verdad es que no la esperábamos: creíamos que, desde el momento en que nos habían llamado para confirmar que éramos las siguientes en la lista de espera, ya teníamos los embriones reservados; y que de sus características nos enteraríamos en la siguiente visita, o incluso durante el tratamiento.

Pero resulta que el protocolo es distinto. La chica que nos llamó me explicó que, precisamente, nos iba a indicar en ese momento las características de los embriones. Y me dijo: "Apúntalas". ¡Menuda situación! ¡Allí, en medio de aquel pueblito fronterizo, apúntalas...! 

Menos mal que Alma siempre lleva una libreta pequeña a mano, con su boli y todo; libreta que, en esta ocasión, le había regalado yo hacía apenas unos días, después de comprarla como recuerdo de uno de mis lugares preferidos en el mundo (¡ay!). Así, que, contra todo pronóstico, pude apuntar.

Mentiría si no dijera que fue un momento mágico. Pase lo que pase después, en aquel instante yo sentí que empezábamos a conocer a nuestros futuros hijos. Que eran ellos. Que estaban ahí. Que eran así. A duras penas pude reprimir las ganas de llorar...

Son dos embriones vitrificados en día +3, uno de calidad B y otro de calidad C. Tal y como nos explicaron en nuestra primera visita, estas son las calidades que abundan en los embriones donados, así que son justamente las que esperábamos. Los donantes tienen características parecidas a las nuestras: ambos son altos, de ojos marrones y pelo castaño. 

Alma y yo creemos que son embriones para los que, a su vez, se emplearon óvulos donados, pues la donante es jovencísima. Además de la tranquilidad que nos da esto (y el hecho de que estos mismos óvulos hayan dado lugar, al menos, a un embarazo evolutivo), la donante tiene el mismo grupo sanguíneo que Alma: un grupo que, encima, es bastante raro, pues lleva un Rh-. 

Esta coincidencia nos ha parecido un regalo precioso que no ha hecho sino aumentar la ilusión de que sí, de que son nuestros hijos :)

Después de apuntar todas las características, tuve que confirmar si aceptábamos los embriones o no. Me gustó mucho que este protocolo se pareciera al de la adopción nacional, en la que te leen la historia de tu bebé para que lo aceptes o no antes de formalizar la asignación. Evidentemente, me faltó tiempo para decir que sí, que los aceptábamos, que cómo no los íbamos a aceptar si parecían venir ya con nuestros apellidos. 

Desde entonces no paro de pensar en ellos, en nuestros congeladitos, y me siento enamorada, profundamente emocionada, con muchas ganas y mucho miedo pero, sobre todo, muchas ganas de tenerlos dentro de mí. 

Ahora, cuando echo la vista atrás y pienso en mi duelo genético, me doy cuenta de que he superado la prueba, de que estoy donde quiero estar y de que, en este preciso instante, no puedo imaginar un camino mejor para mí.

jueves, 21 de julio de 2016

Pruebas de diagnóstico para la adopción de embriones


Cuando visitamos la nueva clínica por primera vez, llevamos todas las pruebas que me había hecho hasta entonces, que son:

— Cariotipo en sangre.
— Estudio de celiaquía.
— Estudio tiroideo.
— Inmunología.
— Homocisteína.
— Vitamina D.
— Citología y demás.

También llevamos la histerosalpingografía, pero ni siquiera la miraron: a estas alturas de mi vida, importa bien poco la excelente permeabilidad de mis trompas :P

Como bien dijo la doctora, me habían hecho "de todo"; con excepción, quizás, de una histeroscopia: el único cromo que parece faltar en mi colección. Así que las pruebas que nos pidió para poder iniciar el tratamiento fueron bien sencillas.

Tanto Alma como yo hemos tenido que renovar la serología (¡por cuarta vez!); además, a mí me han pedido el típico análisis de sangre, al que han añadido el estudio tiroideo, la homocisteína, la vitamina D y una única hormona "reproductiva": la prolactina.

Todas estas pruebas nos las han vuelto a mandar por la Seguridad Social sin ponernos ninguna pega, con excepción de la homocisteína, que no entra dentro de lo que te puede mandar un médico de cabecera. Así que, en vez de un solo pinchazo, me han tocado dos, pues el análisis de homocisteína me lo he hecho en la clínica.

No deja de sorprenderme que en esta nueva clínica algunas cosas salgan más baratas; particularmente, este análisis nos costó un 25% menos que en la anterior. Yo pensaba que, al ser una clínica más grande, con más medios y, presumiblemente, de mayor prestigio, sería más cara. Pero no es así, lo cual me alegra muchísimo.

Ahora solo nos queda esperar a finales de mes para conocer los resultados de estos análisis y el protocolo para el nuevo intento. ¡Qué ganas! :D

lunes, 18 de julio de 2016

Mar de fondo


Una parte de mi familia vive a orillas del Atlántico: un océano salvaje, impredecible, bravo... que tienes que aprender a disfrutar. Cuando era pequeña y mis visitas coincidían con el verano, solía recibir explicaciones sobre los peligros escondidos bajo las olas. Las olas son visibles y hay que ser muy cateto para ignorar sus avisos cuando el mar está picado. Pero, cuando escasean, la precaución se vuelve incluso más necesaria, pues suele darse el fenómeno traicionero del mar de fondo: una corriente profunda que te arrastra con fuerza, alejándote de la playa.

En estos días he recordado esa sensación de ser engullida por un mar en calma. Aparentemente, vivo un periodo de placidez: estoy de vacaciones, la adopción de embriones se pone poco a poco en marcha... Pero, en las profundidades de mi mente, una fuerte corriente me aleja de la orilla, llevándome contra mi voluntad a las regiones del miedo y la angustia. 

Es mi particular "mar de fondo": una corriente que debilita mis rodillas y amenaza con hacerme perder el equilibrio. Y tiene forma de pregunta, que mi inconsciente repite como un martilleo seco, aturdiendo mi mente: "¿Y si no lo consigo...?".

No tengo respuesta. No quiero tenerla. En estos momentos, necesito pensar que es inconcebible.

Pero entonces me digo que también pensé que era inconcebible no quedarme embarazada mediante una inseminación artificial, o llegar hasta la segunda FIV y que esta también fallara. "Inconcebible" no es nada. "Inconcebible" es solo algo que no te cabe en la cabeza, hasta que te pasa. 

Aun así, me resisto. No quiero dejarme arrastrar. Sé que vendrán momentos en que no pueda soportar la incertidumbre y llore y grite y pase noches en vela. Pero esos momentos todavía están lejos: ahora quiero disfrutar de mis baños, aunque me quede cerca de la orilla, aunque de vez en cuando toque el fondo con los pies para comprobar que no lo he perdido, que puedo ponerme en pie sin dificultades porque el fondo sigue ahí.

viernes, 8 de julio de 2016

El mandala violeta


Este es el mandala que pinté más rápidamente, en apenas unos días. Fue hace casi dos años, cuando supe que ya no me quedaría embarazada mediante una inseminación artificial y que tendría que optar por una FIV, algo que me daba muchísimo miedo.

Para este mandala escogí una de mis gamas de colores preferidas: la de los violetas. Lo coloreé con la seguridad de que, a pesar de tener que enfrentarme a experiencias que me aterrorizaban, como la estimulación o el quirófano, este tratamiento daría resultado. No podía ser de otro modo. No me podían salir las cosas tan mal. Muchas mujeres no se quedaban embarazadas mediante las inseminaciones, pero la mayoría lo conseguían gracias a la FIV. Y ese iba a ser mi caso, por supuesto.

Cuando miro el centro de este mandala, no puedo dejar de ver un embrión. El cuaderno del que procede no tiene nada que ver con el embarazo, pero yo no dejo de ver formas relacionadas con todo este proceso en los mandalas que contiene. Y en este hay un embrión, un embrión precioso, el que se quedó conmigo poco después de pintarlo, el mismo que me acompañó hasta la octava semana de embarazo.

martes, 5 de julio de 2016

El regreso de las agujas


Volvieron a llamarnos de la clínica, casi veinte días después de la primera llamada. Pero no fue con las noticias que esperábamos. Nos dijeron que había habido un "malentendido", que no era la doctora quien se tenía que poner en contacto con nosotras, que éramos nosotras las que teníamos que acudir a una cita con la doctora para llevarle los resultados de los análisis que nos había pedido la primera vez. Y que debíamos hacerlo cuanto antes, porque solamente nos reservaban los embriones durante tres meses. 

La situación me llenó de una frustración que no hizo sino aumentar cuando me enteré de que, al contrario de lo que nos había asegurado la doctora en aquella primera cita, no hacía falta esperar a que nos llamaran para hacerme los análisis, puesto que, al no utilizar mis óvulos, no incluyen ninguna hormona ligada al ciclo menstrual. ¡Ni siquiera tengo que dejar la píldora para hacérmelos! Así que ya los podía haber tenido listos para cuando nos llamaron la primera vez, o incluso, ¡quién sabe!, ya podíamos haber tenido esa cita de revisión de pruebas.

Quienes conocemos cómo se administra el tiempo en reproducción asistida sabemos que este tipo de "malentendidos" pueden multiplicar un mes de tratamiento por dos, tres, cuatro, cinco o sabe-dios-cuántos. No es que a estas alturas un mes arriba o abajo me vaya a poner nerviosa (ni dos, ni tres, ni cuatro...), pero me da rabia haberme pasado casi un mes mirando de reojo el móvil para que ahora me metan prisa, cuando ya podíamos tener nuestras pruebas listas y las fechas del tratamiento claras.

Lo cierto es que en las dos clínicas he tenido la misma sensación de caos y he sufrido retrasos semejantes en lo que se refiere a pruebas de diagnóstico, así que, una vez superadas las ganas-de-matar iniciales, he decidido ser proactiva, tomarme las cosas con calma y organizarme bien las citas y los análisis.

Preparada para enfrentarme, nueve meses después (!), al regreso de las agujas.

sábado, 18 de junio de 2016

Tengo ganas de conocerte


He pasado muchos meses sintiendo tristeza, angustia, incertidumbre, rabia e incluso vergüenza por no poder tener un hijo con mis propios óvulos. Y eso que yo creía que mi apego genético era prácticamente nulo (!).

Desde que empecé a recuperar las fuerzas para embarcarme en un nuevo tratamiento, sin embargo, una sensación distinta está surgiendo dentro de mí: se trata de una curiosidad traviesa, festiva, que me llena de mariposas el estómago y hace que mi corazón se ponga a dar saltos. Y es que... ¡tengo unas ganas irresistibles de conocer a nuestro nuevo embrión!

No sé. Es como cuando tienes nueve años y te imaginas cómo será el amor de tu vida. O cuando tienes quince y fantaseas con tu primera vez. O cuando a los dieciocho sientes un cosquilleo al pensar en tu primer día de Universidad. O cuando terminas los últimos exámenes y te preguntas cómo será dejar de estudiar y empezar a trabajar. O cómo será vivir en tu propia casa. Así.

Con esa mezcla de ilusión y miedito bueno que nos embarga cuando llevamos mucho tiempo esperando algo que realmente no sabemos cómo es.

Fantaseo con ver su imagen en una pantalla y saber que voy a invitar a mi cuerpo a esa redondez microscópica en cuyo primer aliento de vida no tuve nada que ver. Imagino que vuelvo a notar los inequívocos síntomas de embarazo sabiendo que, esta vez, se está alimentando de mí alguien que no procede de mi cuerpo y que, sin embargo, ha sabido llegar hasta él. Pienso en verlo crecer y desarrollar sus rasgos: su pelo castaño, sus ojos marrones, su piel clara; y me pregunto qué pensaré cuando lo mire, a quién me recordará.

¡Ay, pequeño embrión! ¡Qué ganas tengo de saber de ti!

La tristeza, la angustia, la incertidumbre, la rabia y la vergüenza empiezan a resultarme ajenas, emociones que alguien dejó en mi puerta y que han invadido mi mente sin pedirme permiso.

Ahora sé que no estarán conmigo durante este viaje, que solo han sido el viento que me ha empujado hasta la otra orilla. Su destino es quedarse ahí mientras yo me visto de emociones nuevas para recorrer este nuevo camino. 

El que me lleva hasta ti.

miércoles, 15 de junio de 2016

¡Nos han llamado!


Suelo encender el móvil por la tarde. Es una "manía" que arrastro de cuando no existía el whatsapp y yo tenía que dar ejemplo para que mis alumnos lo tuvieran apagado en clase (algo que sigue ocurriendo ahora, evidentemente).

Así que el jueves no fue distinto. Nada más encenderlo, sin embargo, me llegó un mensaje para informarme de que tenía una llamada perdida. Intuí que podía ser de la nueva clínica y, para comprobarlo, busqué el número en Internet. El caso es que me salió en varias páginas de esas que publican los números que te llaman insistentemente (!?), y deduje que me había equivocado. Nada de clínica por el momento.

En la cena, sin embargo, Alma me corrigió sin despeinarse:

– Nos han llamado de la clínica.

Y me enseñó el número de su llamada perdida. Y era el mismo que el que yo tenía.

– ¿Y cómo sabes que es de la clínica?
– Porque le he dado a rellamar, y me ha salido. Mira.

Efectivamente, era la clínica.

– ¿¿Y has esperado hasta ahora para decírmelo??

A veces, nuestras reacciones son muy distintas. Ella tiende a protegerse tras una pantalla de calma y serenidad, y yo... yo, simplemente, no me protejo. Yo me vuelvo loca con todo: loca de alegría o loca de tristeza.

Y el jueves tocó de alegría :)

Al día siguiente tampoco encendí el móvil hasta por la tarde, y de nuevo me llegó un mensaje con el teléfono de la llamada perdida. Así que tocaba devolver la llamada y, esta vez, me tocaba hacerlo a mí.

No fue nada fácil. Me pasé casi tres cuartos de hora agonizando de miedo, paralizada por las voces de mi cabeza, que me envenenaban con ideas terribles sobre el nuevo fracaso que se nos venía encima. Al final, sin embargo, conseguí acumular la valentía suficiente para llamar.

Tal y como esperábamos, nos habían llamado porque éramos las siguientes en la lista de espera de recepción de embriones, y querían saber si seguíamos interesadas. Me faltó el tiempo para decirles que sí, y me confirmaron que, a partir del lunes, recibiría la llamada de nuestra nueva doctora para explicarnos el protocolo que seguiríamos. 

El caso es que "a partir del lunes" a mí me sonó a "el lunes". Pero el lunes no llamaron. Ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves. Así que el viernes volvimos a llamar. Una chica muy amable (hasta el momento siempre han sido muy amables en esta nueva clínica, cosa que agradezco) me explicó que el aviso a la doctora ya estaba activado desde la semana anterior, que no había ningún problema, que el plazo de reserva de los embriones permanecía inalterado y que, efectivamente, "en breve" nos llamarían.

Reconozco que me había pasado toda la semana pegada al móvil y con muchísimos nervios, pero después de esta segunda llamada me quedé más tranquila. Esperar es un rollo y más sabiendo que no empezaremos el tratamiento inmediatamente, pues, como nos explicaron en nuestra primera visita, primero tendré que dejar la píldora un mes y hacerme nuevos análisis por si tengo que volver a seguir el protocolo contra los abortos de repetición, que será lo más seguro.

Esperar es un rollo, pero ya queda menos.
Esperar es un rollo, pero... ¡merecerá la pena!

domingo, 12 de junio de 2016

Tsunamis


Hay veces en la vida en que los cambios te arrasan como un tsunami. 
Bueno, no sé si "en la vida", pero sí sé que "en mi vida".

Me ocurrió hace tres años. De pronto, mi cotidianidad, mi día a día, dio un giro de 180º. Mi relación con Alma se rompió, empecé a vivir sola y, por si esto fuera poco, me destinaron a un instituto nuevo, con una fama terrible y, por supuesto, en contra de mi voluntad.

Había días en que no daba crédito. Sentía que el suelo que pisaba se iba a hundir de un momento a otro y que yo caería indefinidamente por la madriguera de conejo hasta aterrizar en el "País de las Pesadillas".

Pero entonces entendí que, en caso de "tsunami emocional", más vale aprender a surfear la "gran ola" que dejar que te engulla y te dé mil revolcones antes de vomitar tu cuerpo en la orilla cual despojo de un naufragio.

Podría decir la fecha exacta. Después de pasarme un mes llorando, me dije a mí misma que había llegado el momento de asimilar lo que había ocurrido. Si se habían juntado tantos cambios, sería porque mi vida entera tenía que cambiar. Y de mí dependía convertir en una oportunidad tanto destrozo.

Entonces no sabía lo que iba a pasar, pero estoy convencida de que mi actitud contribuyó a que pasara.

Alma volvió a casa y, no sin esfuerzo, retomamos nuestra relación. Mi nuevo instituto resultó ser el lugar perfecto para seguir desarrollando mi carrera. Y fue precisamente en este contexto en el que iniciamos la aventura de convertirnos en una familia.

Los últimos meses han estado también llenos de cambios. Coincidiendo con nuestras "vacaciones reproductivas", otros aspectos de mi vida se han montado en una catapulta y han cortado la cuerda sin pedirme permiso. La velocidad del viaje ha sido tan vertiginosa que, en algunos momentos, he llorado de incredulidad.

Pero este tsunami no ha hecho más que empezar. En los próximos meses, tanto Alma como yo nos enfrentaremos a cambios laborales (el mío, modesto; el suyo, mucho más radical) que, nuevamente, pondrán patas arriba nuestro día a día.

Sin embargo, hace meses que pienso que tanto cambio en realidad es la manera que tiene la vida (o "mi vida") de poner orden. De sacudirse el polvo, ponerse guapa y salir a bailar. 

Y es curioso, porque todos estos cambios no son cosas que yo haga, son cosas que me ocurren; cosas que, en gran medida, están en manos de los demás. Y, sin embargo, siento que hay algo de mí latiendo en el fondo de todo ello, que es algo mío lo que necesita poner orden en el caos exterior para que algo de dentro pueda empezar a funcionar. 

En este contexto, claro, no puedo dejar de pensar que nuestro "gran cambio"... también está ahí :)

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