Echo de menos el tiempo de los intentos. Aquel tiempo en que podía aprovechar todas las oportunidades que me brindaba la naturaleza, subirme a la ola de los ciclos y confiar en que alguno fuese el bueno. Añoro el tiempo en que todo consistía en seguir insistiendo, en que cada fracaso alumbraba también una nueva posibilidad de éxito, en que mi vida todavía se contaba en meses: un mes más o un mes menos.
Echo de menos con rabia las frases de aquellos días, los notepreocupes, los lasiguienteeslabuena. Extraño profundamente los ánimos auténticos, surgidos de la inocencia, de la confianza plena. La voz de una doctora asegurándome que todas las puertas seguían abiertas. La fascinación que creaba el desafío de una mujer lesbiana que, contra todo y contra todos, iba a quedarse embarazada utilizando el semen de un desconocido.
No sé cuándo dejé de vivir en el tiempo de los intentos y me adentré en el tiempo de los tratamientos. ¿Fue después de mi segundo aborto, el primer momento en que surgió la sospecha de que algo no estuviera bien? ¿Tal vez tras la segunda FIV, cuando quedó claro que algo no funcionaba como debía? ¿Acaso no lo atravesaba ya en mi último tratamiento, seguramente destinado al fracaso desde el principio aunque nada ni nadie me lo advirtiera?
Mi vida ya no se cuenta sino en meses perdidos. Ya no espero con ansia el primer día de la regla. Las diferentes fases del ciclo han vuelto a convertirse en un continuo, como lo eran antes de comenzar este camino. Los plazos se alargan. Las oportunidades surgen de año en año, de seis en seis meses. He tenido que acostumbrarme a las citas médicas que nunca llegan, a los resultados que implican nuevos análisis que implican nuevos resultados. A la divergencia de opiniones. A las puertas cerradas.
Las frases que escucho ahora me dan pena y me dan miedo. De pronto, tenerhijosesmuydifícil, porlomenoslohasintentado, siempretequedalaadopción. Era divertido escuchar los detalles de una inseminación artificial, pero nadie aguanta una explicación pormenorizada de un cuadro de abortos de repetición. La muerte, la enfermedad y el fracaso continuado no son temas agradables de conversación, y el más valiente solo los saca desde la prudencia. La misma prudencia que ahora se gastan los médicos: esposibleperonoseguro, vamosaverquépasa, sinofuncionahablamos.
No culpo a nadie por este cambio. Las frases, las actitudes, son solo la prueba de que la situación ya no es la misma. Mi diálogo interior también ha cambiado. Ya no me limito a darme ánimos frente a un miedo inconcreto. Ahora dudo, reflexiono, me debato. Ahora intento ser realista, sobre todo. Y sufro, y lloro, y me desespero más que antes. Y me cuestiono muchas cosas. Intento con todas mis fuerzas olvidar "el tema" sin conseguirlo casi nunca. Y al final del día solo quiero ver la tele e irme a la cama.
Mi historia ya no es el emocionante relato de una heroína moderna. Ahora se ha convertido en la tragedia clásica de un vientre yermo. Me siento atrapada en la típica novela en la que el protagonista es el único personaje que desconoce su destino, cuando todos, incluido el lector, ya lo lamentan. No sé cuánto queda de hazaña en mi maltrecha esperanza y cuánto de crónica de una muerte anunciada.
Y sin embargo, esa voz, en mi cabeza.
Esa voz que me repite que no hay un tiempo de los intentos y un tiempo de los tratamientos. Que los dos son un mismo tiempo. Que mi esperanza real siempre fue la misma y que merece la pena luchar ahora como la mereció el primer día. Que la incomprensión de los demás, su desconocimiento, no implican que yo no sepa lo que hago. Que siempre fue el tiempo de los tratamientos y que todavía es el tiempo de los intentos.
Y que debo amarlo.
Debo amar el tiempo de los intentos,
debo amar la hora que nunca brilla,
porque solo el amor engendra la maravilla,
solo el amor consigue encender lo muerto.
Debo amar la arcilla que va en mis manos,
debo amar su arena hasta la locura,
porque solo el amor alumbra lo que perdura,
solo el amor convierte en milagro en barro.
Mi historia ya no es el emocionante relato de una heroína moderna. Ahora se ha convertido en la tragedia clásica de un vientre yermo. Me siento atrapada en la típica novela en la que el protagonista es el único personaje que desconoce su destino, cuando todos, incluido el lector, ya lo lamentan. No sé cuánto queda de hazaña en mi maltrecha esperanza y cuánto de crónica de una muerte anunciada.
Y sin embargo, esa voz, en mi cabeza.
Esa voz que me repite que no hay un tiempo de los intentos y un tiempo de los tratamientos. Que los dos son un mismo tiempo. Que mi esperanza real siempre fue la misma y que merece la pena luchar ahora como la mereció el primer día. Que la incomprensión de los demás, su desconocimiento, no implican que yo no sepa lo que hago. Que siempre fue el tiempo de los tratamientos y que todavía es el tiempo de los intentos.
Y que debo amarlo.
Debo amar el tiempo de los intentos,
debo amar la hora que nunca brilla,
porque solo el amor engendra la maravilla,
solo el amor consigue encender lo muerto.
Debo amar la arcilla que va en mis manos,
debo amar su arena hasta la locura,
porque solo el amor alumbra lo que perdura,
solo el amor convierte en milagro en barro.