miércoles, 15 de mayo de 2019

Crónicas lactantes (III). Así terminó mi parto


Cuando todavía estaba embarazada y leía relatos de partos, me sorprendía que muchas mujeres no finalizaran su historia hasta que el bebé empezaba a mamar. Por aquel entonces, compartía la idea, tan extendida en nuestro imaginario social, de que el parto termina en el momento en que el bebé nace. Y me creía avanzada por recordar que, a pesar de tan manida imagen, tras el nacimiento aún queda alumbrar la placenta (!).

Pero tanto ese imaginario social como yo nos equivocamos. El parto no termina cuando el ginecólogo (o ginecóloga, como en mi caso) da la última puntada y te dejan ahí, con el estropicio hecho y un bebé recién nacido en las manos. Porque el parto es el eslabón que une el embarazo con la lactancia, y una mala puntada en ese sentido es suficiente para truncarla. (Y porque, afortunadamente, no todos los partos incluyen zurcidos).

Son cosas que entendí después, porque, en el momento, tras vivir aquel episodio de terror y violencia obstétrica en que se convirtió mi parto, solo quería que todo el mundo se marchara, quedarme a solas con mi mujer y mi hija, y descansar. Ese fue mi segundo error: pensar que, cuando el bebé nace, todo termina, porque, en realidad, ahí es cuando empieza todo. Y es que el parto puede ser muy cansado, pero la lactancia es agotadora. Y, encima, mucho más larga.

Y empieza de golpe, sin darte casi tiempo a respirar. En nuestro caso, apenas había salido el último sanitario del paritorio, mi hija, ese bebé chiquito y desvalido, abrió la boca y empezó a moverla de un lado a otro, buscando el pecho con avidez. Fue una imagen que me acompañó  durante semanas: aunque hubiera visto vídeos de agarre espontáneo, observar la vida en directo, abriéndose camino con esa fuerza, me dejó profundamente impactada.

Yo me limité a dejarme hacer, porque era lo que había visto en los vídeos y porque no me quedaba otra. Tumbada boca arriba, con el cuerpo insensible de las tetas para abajo y la pierna izquierda inútil cual fardo, ni siquiera podía sostener a mi hija en los brazos. A duras penas conseguía mantenerla sobre mi vientre, e incluso por momentos necesité la ayuda de Alma, pues sentía que la pequeña, todavía cubierta por el vérmix caseoso, se me iba a escurrir como un pececillo y acabaría estrellada en el suelo. El gurruño textil que nos cubría (toalla pequeña, manta fina y, según jura y perjura mi memoria, sábana bajera) tampoco ayudaba.

Otra diferencia con los relatos de partos que había leído, sobre todo con los de partos en casa, es que las profesionales que acompañaban a las mujeres no se marchaban hasta comprobar que el bebé, de hecho, mamaba correctamente. En nuestro hospital (que, según mi matrona, se jactaba de promover la lactancia materna), nadie comprobó nada: salieron huyendo, agotados tras atender EL ÚNICO PARTO DE LA NOCHE, y no volvieron hasta dos horas después.

Se supone que, en esas dos horas de piel con piel, ocurre la magia. Pero hasta la magia más hermosa tiene sus límites. Porque mi hija reptó, a pesar de los trapos que la cubrían, a pesar de la impericia de sus madres, y alcanzó el pezón y empezó a mamar. Y entonces, por primera vez en mi vida, sentí esa fuerza prendida a mi pecho... Y ME HORRORICÉ. ¿Aquello era dar de mamar? ¿Esa sensación penetrante de tener una sanguijuela sorbiéndote las tetas? No, no podía ser. Algo tenía que estar mal, algo no funcionaba. Porque, ya lo decía el libro: DAR DE MAMAR NO DEBE DOLER.

En esos momentos de terror primerizo, me habría venido de perlas que una matrona me hubiera ayudado a incorporarme (¿era siquiera posible, con los siete puntos que me había costado el parto?), mostrándome una postura correcta y, sobre todo, dándome el apoyo moral que requería esa primera experiencia. Al menos, en vez de salir corriendo, y conociendo el estado en que me dejaban, podían haberme ofrecido ayuda, o haberme visitado discretamente, no sé, a la hora. En ausencia de todo ello, agotada como estaba, incapaz de soportar un nuevo revés en forma de dolor, me limité a desenganchar a mi hija del pecho, porque seguro que no se había enganchado bien. Porque dar de mamar no debe doler.

Lo intentamos muchas veces. Mi hija reptaba, se enganchaba... y yo flipaba. Mil ideas acudían a mi mente: no podía dar de mamar tumbada boca arriba, mis tetas apenas sobresalían, no podía sujetarla. Y no podía moverme. Y mi hija era fuerte, pero también recién nacida. Y tendría frío. Sí, se iba a quedar helada. Así que, al final, decidí dejar de intentarlo, y preferí centrarme en abrazarla.

Cuando volvió a aparecer una enfermera, se limitó a preguntarme: "¿Se ha enganchado?". Yo respondí que no y, entonces, recibí un comentario que volvería a escuchar muchas más veces mientras estuve ingresada:

—Uhhhh...

¿Uhhhh? ¿Cómo que "Uhhhh"? ¿Qué coño quería decir con eso? Porque a mí me sonó a: "Hija mía, estás jodida, no vas a dar el pecho en tu puta vida".

Así apoyaban la lactancia materna en nuestro hospital, y mi visita al museo de los horrores se prolongaría durante tres días. 

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