domingo, 26 de noviembre de 2017

La tripa crece (semanas 17 a 20)

Ya antes de vivir este embarazo, me agobiaba la perspectiva de que mi cuerpo, inmerso en semejante proceso, se volviera "público". Con esto me refiero a esa transformación por la cual el cuerpo de una mujer embarazada deja de pertenecer por completo a dicha mujer para convertirse en una especie de "res publica" sobre la que quienes la rodean creen haber adquirido algunos derechos. 

Particularmente, me desagradaba la idea de que la gente acariciara mi tripa, como había visto hacer con otras mujeres embarazadas. Me preguntaba por qué nos sentimos legitimados a tocar el cuerpo de una mujer mientras alberga otra vida en su interior, cuando la misma acción no tendría cabida en otra situación, sino que sería interpretada como una invasión de la intimidad, cuando no directamente una agresión sexual.

El caso es que, mientras mi tripa ha sido catalogada como "cervecera", nadie se ha interesado por acariciarla; pero, a medida que ha ido creciendo, ha empezado a despertar el interés que yo tanto temía. Y eso es algo que ha ocurrido una vez que he sobrepasado el umbral de las dieciséis semanas:


Al contrario de lo que yo pronosticaba, sin embargo, no me ha resultado horroroso que la gente desee tocar mi tripa. Y es que, poco a poco, la he ido "reconceptualizando" como un espacio que no es del todo mío, sino compartido con mi hija. Es algo que ha ocurrido de manera natural: simplemente, he dejado de sentir mi barriga como parte de mi cuerpo para entenderla como una mera consecuencia de la presencia de otra vida en su interior. 

Cuando las personas que me rodean (y me rodean muchas personas, no solo familiares y amigos, sino también compañeros de trabajo y alumnos) me han pedido permiso para acariciarme (y la mayor parte de las veces ha ocurrido así), yo he entendido que era a mi hija a quien querían acariciar, algo que me ha parecido hermoso y que, incluso, me ha llenado de ilusión y alegría. 

También he entendido, esta vez desde el otro lado, esa fascinación que yo misma había sentido hacia las tripas de embarazadas (aunque siempre hubiera reprimido mi deseo de tocarlas por respeto), y me ha parecido estupendo que muchas personas saciaran su curiosidad o su necesidad de compartir el milagro a través de mi cuerpo. De hecho, la mayoría de quienes se han acercado a mi barriga con intenciones táctiles han sido mujeres que, a su vez, ya habían estado embarazadas, y solo querían recordar la sensación de albergar en su vientre a sus propios hijos. 

No creo que haya en ello nada de malo, sino todo lo contrario: mientras nos sigamos emocionando ante el milagro de la vida, mientras lo sigamos viendo como algo digno de admiración, podremos conservar la esperanza de llegar a ser, como Humanidad, la mejor versión de nosotros mismos.

Sin embargo, aunque esta parte que yo tanto temía no ha terminado siendo la parte desagradable del asunto, sí que he comprobado con horror lo que significa, en otros aspectos, que tu cuerpo se vuelva "público".

sábado, 11 de noviembre de 2017

¿Qué significa ser diabética?

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Hace unos días tuve mi última consulta con la endocrina. Según sus propias palabras, tanto mis glucemias como el aumento de peso son "perfectos", propios de una mujer que no tuviera diabetes. "Pero la prueba de la glucosa te salió mal, así que eres diabética". Durante el resto del embarazo, me controlarán las enfermeras y, tres meses después de dar a luz, tendré que repetirme la dichosa prueba para que "nos aseguremos" de que todo ha regresado a la normalidad.

Cuando se lo conté a Alma, ella dio voz a los pensamientos que invadieron mi mente al saber que la "normalidad" implicaba una prueba de glucosa "normal":

–Pero... ¡te va a volver a salir mal! ¡Te van a decir que eres diabética!

Como ya expliqué en su momento, mis pruebas de glucosa salieron MAL con mayúsculas. Yo no soy de las que se pasaron "por poco" de los límites: yo reventé el concepto mismo de límite; por lo que estoy absolutamente segura de que no se trata solo del embarazo, sino del funcionamiento de mi páncreas en general. Así me lo hizo saber también una de las enfermeras de Endocrinología: mi páncreas no tolera la entrada masiva de glucosa en mi organismo, ni durante el embarazo, ni fuera de él. Así que me estoy haciendo a la idea de que pronto obtendré la etiqueta de diábética, sin apellidos.

Pero, ¿qué significa ser diabética? Después de recibir el diagnóstico, cuando empecé a recuperarme del golpe y me volvieron las fuerzas, estuve investigando un poco sobre el Test O'Sullivan. Y lo que encontré me gustó bastante. Porque resulta que no somos solo las embarazadas a quienes nos sienta mal esta prueba las que tenemos una perspectiva crítica sobre ella, sino que dicha perspectiva también existe entre los profesionales de la salud. 

Una de las críticas que se le hacen a este test es el hecho de que se diagnostique una enfermedad basándose en un escenario creado de manera artificial que apenas tiene correspondencia con la vida real. Es decir, que nuestro páncreas nunca se va a tener que enfrentar a la ingesta masiva de glucosa tras un ayuno prolongado, puesto que no comemos así. De hecho, existen alternativas a la prueba, como hacerla tras un desayuno copioso que contenga diferentes grupos de alimentos; o también monitorizar las glucemias durante el periodo de tiempo que se estime oportuno. Es verdad que estas alternativas no permiten estandarizar los resultados, ya que no se controla la cantidad exacta de glucosa que se ingiere. Pero sí que demuestran, sobre todo en el segundo caso, cuál es el funcionamiento real del páncreas.

En este sentido, yo me pregunto cuál habría sido mi diagnóstico si viviera en un país donde, por ejemplo, se monitorizaran las glucemias en vez de realizar el Test O'Sullivan. Por pura curiosidad, he hecho las medias de mis glucemias desde que las mido dos veces por semana, y los resultados son los siguientes:

Haz clic en la imagen para ampliarla.

Además, de todas las glucemias, un 35% está por debajo de 70 (es decir, que son hipoglucemias), mientras que solo un 2,5% se encuentra por encima de 95 (el máximo antes de las comidas) o 120 (el máximo después de las comidas, que sube a 140 tras la cena, porque las mido una hora después para poder acostarme temprano).

Por supuesto, estas glucemias se enmarcan dentro de una dieta en la que no se incluye nada de azúcar y los hidratos de carbono complejos están repartidos a lo largo del día (no diré restringidos, porque solo lo están en apariencia: en cada comida no puedes pasarte de una cantidad determinada, pero si sumas todos los del día, resulta un auténtico atiborre). No obstante, se trata de una contexto más que suficiente para que mi páncreas se comporte como si no tuviera ningún problema; si bien es verdad que, en las contadas ocasiones en que me ha desviado mucho de la dieta, lo he notado (definitivamente, ponerse hasta las cejas de judías pintas con arroz no es una opción).

En cualquier caso, aunque considere que el dichoso O'Sullivan es más un atentado contra la salud que una prueba fiable, y aunque mis glucemias no se parezcan en nada a las de una persona diabética, no cuestiono la realidad: la mayor parte de las embarazadas salen airosas de esta prueba y a mí casi me revienta por dentro. Mi páncreas no tiene un funcionamiento normal y yo soy consciente de ello: como he dicho en otras ocasiones, por eso tengo SOP; de lo contrario, no lo tendría.

Por tanto, si ser diabética significa esto, que mi páncreas no soporta el azúcar y que debo eliminarlo de mi dieta, a la vez que equilibro la ingesta de hidratos de carbono... pues tampoco es ninguna novedad. Nunca lo había visto en cifras, pero los estragos que provoca en mi cuerpo los tenía yo medidos de otras maneras. Por ejemplo, una vez estuve en una comida campestre y me pimplé yo sola una botella de refresco. Bueno, pues al día siguiente me levanté con la cara arrasada de granos. También en este embarazo, cuando empecé a tomarme las cuatro galletitas maría de la merienda, sufrí un brote de acné que me traía por la calle de la amargura. Fue sustituirlas por galletas sin azúcar y disfrutar de una cutis por el que habría matado durante los últimos doce años. Así que no, sorpresa ninguna.

De hecho, si ser diabética oficial me da la fuerza que a veces me falta para resistirme a algunos dulces e implica un mejor cuidado de mi salud en todos los sentidos... pues bienvenido sea. No es que me haga una ilusión particular tener que ir a revisiones o controles frecuentes (aunque tampoco sé muy bien cómo va), pero ir rebotando de Ginecología a Dermatología durante más de una década, sin diagnóstico y sin solución a mis problemas, tampoco era ninguna bicoca. 

Tal y como comentamos muchas veces la enfermera de Endrocrinología y yo, la dieta que sigo es una dieta saludable, sin restricciones importantes (más bien con racionalizaciones importantes), de la que la mayor parte de la población se beneficiaría. Porque el azúcar no es bueno, no solo jode el páncreas, aunque este es un tema que daría para otras entradas. En ese contexto, además, no necesitaría otros cuidados médicos: ya me dijo la endocrina que ni siquiera me recomendaba la metformina para mi vida cotidiana, aunque si quería volver a quedarme embarazada, no le parecía mal que la utilizara para mejorar mis posibilidades.

Lo que me molesta de esta situación, con lo que no termino de estar de acuerdo, es el hecho de que se me diagnostique de diabetes en vez de explicar mi cuadro a partir del SOP. Porque eso implica, de nuevo, volver a infravalorar ese diagnóstico y la propia enfermedad, seguir obviando sus consecuencias y dejar sin tratamiento muchos de los síntomas que conlleva. 

Mientras los médicos sigan considerando que el SOP es una enfermedad de gordas histéricas sin apenas consecuencias, las mujeres que lo sufrimos seguiremos viendo cómo nuestra calidad de vida disminuye y acaba derivando en enfermedades "serias" que podrían haberse evitado. La infertilidad, el sobrepeso, el acné, la alopecia y la depresión (que a mí me parece una consecuencia obvia de lo anterior) se seguirán valorando como achaques independientes sin ninguna gravedad, y cuando la falta de cuidados nos produzca diabetes de la chunga o problemas cardiovasculares, los médicos seguirán sin ver el cuadro completo y sin ofrecernos, por tanto, el tratamiento interdisciplinar que requerimos.

Así que lo que me importa ahora no es que me diagnostiquen o no de diabetes, sino saberme obligada a continuar, quién sabe durante cuánto tiempo, la desoladora batalla por el SOP.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Su primer juguete

Resultado de imagen de bolsas compras

Mi prima Oli ha sido la encargada de regalarle a nuestra pequeña su primer juguete. Se trata de un peluche que representa uno de sus animales preferidos. Tiene el pelo de colores variados, porque sabe que odiamos la pareja rosa/azul. Me hizo mucha ilusión cuando me lo dio, pero la ilusión se transformó en una emoción más profunda cuando me explicó su historia:

–Lo compré hace un año, cuando estuve en el Museo.
–...
–...
–¿Hace UN AÑO?
–Sí.
–¿Y llevas guardándolo todo este tiempo?
–¡Claro! Sabía que, antes o después, tendría la oportunidad de regalártelo.

Mi prima Oli fue también la encargada de regalarle su primera camiseta, hace más de tres años, cuando todavía estábamos inmersas en la segunda inseminación artificial. Paseábamos por un centro comercial, la vio, le gustó, la compró y me la regaló.

–Le voy a comprar esta camiseta a tu bebé.
–Pero si todavía no hay bebé...
–Da igual, pero lo habrá.
–Pero puede tardar mucho tiempo...
–No importa, porque llegará.

Han sido tantas las veces en que me he sentido absolutamente sola durante este proceso, tantísimas las ocasiones en que he pensado que solo yo sostenía la esperanza de que podía salir bien, que comprobar que otras personas también lo creían, que durante todo este tiempo no he sido la única que ha mantenido la ilusión, que ha esperado con ganas la llegada de nuestra pequeña, que la ha preparado incluso... es algo que me reconcilia con mi propia experiencia, que me devuelve la autoestima, la confianza en mi toma de decisiones, que me recuerda que no había perdido la perspectiva, sino que me estaba enfrentando a una carrera de obstáculos tan grandes que no me permitían siquiera atisbar el horizonte.

–Tengo más cosas, ya te las iré dando.
–¡Pero, tía...!
–¿Qué?
–¿Has estado comprando cosas todo este tiempo?
–¡Claro! Cosa que me gustaba, cosa que compraba...

Es lo que tienen los caminos largos: que da tiempo a hacer muchas compras :)

jueves, 2 de noviembre de 2017

Pilates para embarazadas

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Empecé a practicar pilates hace cinco años. Mi psicóloga de entonces me había recomendado realizar algún deporte para que me ayudara en el proceso de dejar los antidepresivos. Ella opinaba que debía escoger una actividad que comportara un desgaste físico elevado, como spinning o kick-boxing, ya que así podría desfogar a gusto mi ansiedad y chutarme endorfinas a cascoporro.

Todavía recuerdo cómo la miré cuando me dijo aquello. ¿Spinning? ¿Kick-boxing? ¿Es que no se había dado cuenta de lo esmirriado de mi constitución, de mi nula motivación hacia cualquier forma de competición o violencia, de mi espíritu ávido de actividades culturales tranquilas y armoniosas? Le dije que me lo pensaría, aunque sabía que no había nada que pensar. Así que, en la siguiente cita, puse sobre la mesa las dos únicas opciones con las que estaba dispuesta a transigir: o yoga o pilates.

Ella insistía en que ese tipo de deportes no era suficiente para enfrentarme a los tsunamis de rabia, frustración y ansiedad que cada cierto tiempo me arrasaban. Y hoy estoy segura de que tenía razón, no solo por los tsunamis que ya habían llegado, sino por los que iban a llegar. Sin embargo, ya entonces supe ver que, en ocasiones, es preferible asumir una solución imperfecta pero factible, que optar por la solución perfecta cuando sabemos, de antemano, que no vamos a ser capaces de llevarla a cabo.

Así fue como empecé las clases de pilates, por pura y dura salud mental. De hecho, durante los primeros meses mi cuerpo no hizo más que resentirse, después de haber pasado más de una década sin apenas realizar ninguna actividad que mereciese el título de deportiva (¡ah, los felices años veinte!). Como mi prioridad número uno era salir airosa de la depresión que atravesaba, me lo tomé muy en serio desde el principio, y pronto se convirtió, casi casi, en una religión: nunca faltaba a clase, me esforzaba al máximo en cada ejercicio y predicaba hasta la saciedad las virtudes del método entre quienes me rodeaban.

Desde el primer momento, además, las clases de pilates resultaron un revulsivo para mi consciente, recordándome cuál había sido el detonante de mi depresión y en qué debía centrar mis fuerzas ahora que estaba consiguiendo superarla. Y es que, sin importar qué días o a qué horas acudiera al gimnasio, parecía que siempre había una clase de pilates para embarazadas, antes o después. Veía salir sus barrigas cuando llegaba, o me las encontraba esperando a la salida. De vez en cuando, alguna compañera nos sorprendía con la noticia de que ella también estaba embarazada; incluso una de mis profesoras acabó por unirse al club de las barriguitas.

Al principio, me resultaba motivador. Sentía como si la Vida estuviera colocando señales luminosas en mi camino para que no me perdiera. Más tarde, cuando la maternidad se convirtió en un motivo de conflicto entre Alma y yo, empecé a sentirme incómoda. Eso era lo que yo quería, ¿por qué estaba siendo tan difícil tener siquiera la opción de conseguirlo? Las clases de pilates, no obstante, me sostuvieron también durante nuestra ruptura, ayudándome a que mi rutina no se desintegrara por completo, a pesar de que hubo algunos días en que seguir yendo me costó alguna que otra lagrimilla.

Pero, sin duda, el momento en que el pilates y mi camino hacia la maternidad se enredaron para siempre fue cuando empezaron los tratamientos. A lo largo de todos estos años, prácticamente han sido el único motivo por el que he faltado a clase: durante las betaesperas, por el miedo a que un mal movimiento diera al traste con la implantación; en las estimulaciones, a causa del dolor que me provocaban los ovarios repletos de folículos; tras el primer y el tercer aborto, debido a mi insoslayable necesidad de descanso físico y emocional.

Sin embargo, el momento de retomar las clases, después de cada negativo, de cada aborto, simbolizaba para mí el regreso a la lucha, la firmeza de mi voluntad de seguir intentándolo, de mantener mi salud física y mental para no abandonar el camino. Por esto, por todo esto, que haya llegado el día en que yo también puedo practicar pilates para embarazadas es algo que, por encima de muchas otras cosas, me sabe a triunfo, me sabe a victoria.

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