miércoles, 14 de enero de 2015

Volver



Recuperar tu vida después de sufrir un aborto es un proceso agridulce.

Dulce es el sabor de tu recién recuperada cotidianidad, de la rutina que solo parece tener connotaciones positivas, de tu nueva y flamante capacidad de ser tú misma, tanto física como emocionalmente.

Agrio es el regusto que ha dejado en tu boca el deseo insatisfecho, el sabor del recuerdo que te acecha detrás de la tarea más sencilla, el triste poso que ha quedado como reliquia de aquella hermosa taza volcada antes de tiempo.

  
Volver al instituto y subir ágilmente las escaleras, corriendo tan solo por el placer de poder hacerlo, olvidada del terror a los manchados. Levantarte cuantas veces quieras de la silla, sin acumular tus movimientos, pues el dolor más agudo acabó hace ya algunas semanas. Caminar entre mochilas, cruzar el patio, sin miedo a sufrir un empujón, una caída, un codazo.

Y aun así, echar terriblemente de menos ese peso en tu vientre, ese dolor fecundo que te dejaba sin aliento, ese cansancio que te hacía llorar, desesperarte y morirte de risa a escondidas.

Volver a tus tareas más queridas, atrincherarte entre libros, imaginar, planear, vaciar estanterías; mientras te sientes fuerte, ágil, concentrada, despierta. Mientras vuelves a ser tú y tu vida se llena de lo que anteriormente contuvo: proyectos, creatividad, ilusiones, alegría.

Recordar, en el momento más inoportuno, cómo ensayabas posturas ergonómicas en esa misma silla, apenas unas semanas atrás, para que la tripa, esa tripa que pronto crecería, no te pillara de improviso. Que la rutina se quede suspendida mientras sostienes un sello en la mano derecha y entiendes que ese bienestar del que ahora disfrutas, por incomprensible que parezca, no es lo que debería estar ocurriendo.

Volver a tu clase de pilates y comprobar sorprendida cómo esos músculos que durante más de tres meses no te has atrevido a nombrar siquiera se han mantenido sorprendentemente fuertes; cómo tu cuerpo estaba deseoso de movimiento, de esfuerzo, y se siente tan vivificado después una hora de ejercicio como si te hubieses regalado un masaje o una ducha fría. Entender que estás sana, sana y fuerte, y que puedes confiar en ello.

Atravesar la puerta y, sin proponértelo, visualizarte soñando junto al teléfono, mientras contabas los días que quedaban (cuatro, faltaron solo cuatro) para darte el premio que llevabas tanto planeando: llamar a tu gimnasio y reservar una plaza en el grupo de embarazadas, ese que ocupaba la clase después de que  tú salieras, y al que habías soñado con pertenecer durante más de dos años.

Volver a sonreír después de haber llorado tanto, escuchar halagos bienintencionados sobre la luminosidad de tu mirada, mirarte al espejo y comprender que, inesperadamente, has sobrevivido al asedio de la ojeras.

Y aun así, lamentarte.

Lamentarte porque estabas dispuesta a entregarte al abandono, a la náusea, al reposo obligado casi como una condena, tan solo para que aquel abrazo, tan precioso y frágil, no se rompiera.

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