Estando de diecisiete semanas, acudimos a nuestra segunda consulta con la matrona: la última cita de las programadas en la "rueda" del primer trimestre, a pesar de que ya lleváramos un tiempo transitando el segundo.
Si
la primera vez alucinamos pepinillos con sus consejos sobre "comer muchos bollos" para coger todos esos kilos que debía ganar, esta vez hemos aterrizado de lleno en el territorio de lo inenarrable; a pesar de lo cual, voy a hacer un esfuerzo para explicar
lo que pasó.
En primer lugar, me pesó y me volvió a repetir que tenía mucho que engordar. De verdad que, a estas alturas, empiezo a estar hasta el mismísimo sobre estas "charlas" acerca de mi peso. No solo por el malestar que personalmente me causan, sino porque creo que se trata de una irresponsabilidad por parte de los profesionales sanitarios. ¿Acaso no son conscientes de lo vulnerables que somos las mujeres a desarrollar enfermedades como la anorexia y la bulimia? ¿Qué les hace pensar que, en este sentido, el embarazo es un periodo diferente de nuestra vida? ¿No se dan cuenta de que se trata, incluso, de un momento vital en que nuestra vulnerabilidad aumenta? Entonces, ¿a qué viene ese machaque continuo sobre nuestro peso?
En fin.
Esta vez aguanté el chaparrón como pude, confiando en que, cuando le enseñara a la señora los resultados de mis dos curvas de glucosa, se comería todas sus palabras. Pero no lo hizo. Es más: le dio exactamente igual estar recomendando a una mujer con diabetes gestacional que se cebara. Simplemente, cambió de tema, como si una cosa no tuviera que ver con la otra.
Mientras ella farfullaba sobre la diabetes tan horrible que padezco, yo, haciendo acopio de unas fuerzas que hoy sería incapaz de encontrarme, le comenté que existía la posibilidad de que las pruebas me hubieran sentado especialmente mal debido a mi SOP, pero que esos niveles no se correspondieran con el funcionamiento normal de mi páncreas.
–Jo, jo, jo... ¡No! ¡No! Con estas curvas no cabe duda de que tengas diabetes. Jo, jo, jo... El funcionamiento normal de tu páncreas... Tienes diabetes, dia-be-tes...
Alevosamente (insisto: hoy no me habría molestado ni en dirigirle la palabra), le dejé el cuadrante de mis glucemias encima de la mesa.
–Huy, huy... ¡pero si esto está bajísimo! Huy, ¡no, no, no! Tú debes de ser de esas personas a las que la curva de glucosa les da un falso positivo.
Por si acaso, quiero aclarar que yo no creo que mis curvas de glucosa sean una tontería, yo creo que son la prueba de algo muy serio: simplemente me cuestiono si ese "algo muy serio" es diabetes o, mejor dicho, si es "solo" diabetes. En cualquier caso, los bandazos en la opinión de esta señora me dejaron patidifusa.
Afortunadamente, después llegó el momento más dulce de la consulta, por el que todas las estupideces que tuvimos que aguantar pasaron a un segundo plano: el momento de escuchar el latido de nuestra pequeña.
Cuando lo cuento, la gente me pregunta si es que no lo había escuchado antes, ya que su recuerdo me emociona profundamente. Y sí, por supuesto, lo había escuchado ya cuatro veces, e incluso lo había visto parpadear en la pantalla del ecógrafo una quinta más. Pero, para mí, sigue siendo un milagro, una experiencia emocionante donde las haya. Más aún cuando, en ausencia de imágenes, todos mis sentidos se embargaron con él.
La matrona tenía una enfermera en prácticas (con quien me encantaría tomarme un café y comentar las mejores jugadas de su "maestra") que estuvo hurgando en mi barriga con el micrófono. Encontró el latido del cordón umbilical muy rápido, pero el del corazón le costó un poco más. No me importó: de hecho, añadió más emoción todavía a la experiencia. Cuando por fin logró captarlo, nos envolvió un sonido contundente: el galope perfecto de una yegua salvaje. A mí se me saltaron las lágrimas y me invadió una profunda emoción.
–Es una niña, ¿verdad? –dijo la matrona, por una vez, asistida por la profesionalidad.
Y es que, al parecer, los corazones de las niñas se escuchan más alto y más fuerte que los de los niños, por lo que, solo con oírlos, se puede llegar a conocer el sexo del feto.
Todavía henchida de orgullo por la fuerza de nuestra pequeña, me volví a sentar en la silla para asistir al momento más surrealista de toda la consulta:
–¿Vais a querer ir a las clases preparto?
–Sí, por supuesto –respondimos al unísono.
–Bueno, os lo pregunto porque hay mucha gente... De hecho, ya están casi llenas...
La señora empezó a meterse en un jardín extraño del que solo pudimos deducir que trataba de disuadirnos de ir a aquellas clases.
–Si venís, os tengo que advertir de que seguramente os sintáis mal. Porque yo llevo ya muchos años dando las mismas clases, me las sé de memoria, y en ellas me dirijo a parejas.
Yo, con el trote veloz de mi hija todavía palpitándome en el oído, no llegué a entender qué quería decir. Pero Alma fue más avispada:
–¿Te refieres a parejas heterosexuales?
La señora continuó adentrándose en el jardín.
–Es que llevo tantos años dando estas clases... Y hago mucho hincapié en el padre, nombro continuamente al padre... Y vosotras os sentiréis mal. Ya me pasó con unas chicas hace unos años: que vinieron a la primera clase y ya no volvieron.
Alma enmudeció, roja de ira. Yo me debatía entre echarme a reír a carcajadas o montar en cólera. Al final, opté por tomármelo de la mejor manera posible (seguramente, debido al chute de endorfinas que acababa de recibir) y le dije que, mientras una de cada cuatro veces que fuera a nombrar al padre lo sustituyera por "pareja", nos daríamos por satisfechas. Que con que recordara que estábamos ahí, era suficiente.
Cuando salimos, claro, dijimos muchas cosas más. Alma sacó toda la indignación que llevaba dentro, mientras yo seguía sin saber cómo valorar lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo te tomas que alguien te advierta amablemente de que piensa comportarse de manera homófoba en tu presencia? ¿Es un detalle la advertencia? ¿Es menos homófobo un comportamiento cuya inconveniencia se conoce pero no se cuestiona?
Y, sobre todo, ¿por qué la ausencia de aquella pareja lesbiana después de la primera clase no ha provocado ningún cambio positivo en esta señora? Si ella cree que no volvieron por su actitud discriminadora, ¿cómo es que no ha intentado mejorar desde entonces? ¿Por qué no aprovecha la oportunidad de redención que le ofrecemos? Aunque, para mí, lo más obvio y peor es que ni siquiera haya contemplado que el motivo por el cual no volvieron fuera otro, como que su clase les pareciera una puñetera basura...
Ya queda poco para empezar el dichoso curso de preparación al parto, y las perspectivas no pueden ser peores. Me gustaría poder aprender y ganar confianza con la clases, sin tener que estar alerta para defendernos del ninguneo al que esta mujer ya nos ha advertido que nos someterá. Pero no doy un duro por la calidad de los contenidos, habida cuenta de que esta señora es consciente de llevar veinte años dando las mismas charlas sin ninguna intención de actualizarse.
¿Atravesaremos nosotras la barrera de la primera clase...?