A pesar de haber sido convocadas a la reunión informativa, no podíamos seguir el proceso de adopción nacional hasta que nuestra hija cumpliese su primer año, así que tuvimos que paralizar el expediente de manera obligatoria. No obstante, junto con la solicitud de paralización, entregamos también los cuestionarios que tienen que rellenar quienes continúan adelante.
Si la convocatoria para la reunión informativa me puso el corazón en la boca y la información que recibimos aquel día me dejó catatónica, rellenar estos cuestionarios no se quedó corto en cuanto a sacudidas emocionales se refiere. Teníamos diez días para entregar los papeles, y aunque estábamos de vacaciones, a mí me costó muchísimo encontrar los momentos para enfrentarme al dichoso cuadernillo repleto de preguntas.
Qué puedo decir. Después de la sobrexposición que implican tres años y medio de reproducción asistida y un embarazo, no me apetecía. Si bien ya no se trataba de poner el cuerpo, sí había que poner todo lo demás: familia, valores, economía, historia personal... Desde un punto de vista racional, se trata de un proceso impecable: ¡qué menos, para todo lo que implica una adopción! Pero, desde la humildad de mis emociones, me resultaba agotador.
No todas las preguntas eran difíciles. Y algunas, aunque complicadas, me emocionaban, como las que trataban sobre las motivaciones para adoptar. Las que me hundieron fueron aquellas que preguntaban sobre mi propia familia, y eso que estaban formuladas de manera muy abierta: "¿Cómo es la relación con tus padres? ¿Y con tus hermanos?".
Lo que yo sentí al leerlas, sin embargo, fue una bofetada en toda la cara: no había podido ofrecerle un cuerpo sano a mis hijos gestados, y ahora tampoco podía ofrecerle una familia sana a mi hijo adoptado. Sentía que, por dentro y por fuera, todo lo que yo podía ofrecer estaba podrido. Me sentía el último mono para la maternidad. Una anti-madre jodidamente perfecta.
Puede que suene exagerado y puede que lo sea, pero esas eran mis emociones en aquel momento. El pensamiento de volver a ser insuficiente, de tener que hablar de la homofobia de mis padres y de la relación kafkiana que mantengo con mi hermano, me agotaban completamente. Todo mi cuerpo me imploraba: "¡Otra vez, no, por favor! Otra vez exponerse hasta la última célula... ¡no!".
Aun así, encontré las palabras para, en apenas tres líneas, dejar la puerta entreabierta para futuras conversaciones. Porque, a pesar de todo el rechazo que se me agolpaba en la garganta, también se alzaba en mi interior una voz, cada día más contundente, que me decía: "Eres suficiente". Una voz que me recordaba que yo no soy responsable de padecer una enfermedad autoinmune o una familia disfuncional, solo de cómo, dentro de mis posibilidades, me he enfrentado y enfrento a todo ello. Que eso es lo que tengo para ofrecer. Y que tiene que ser suficiente. Que incluso puede ser bueno.