Durante nuestra primera consulta, el inmunólogo me explicó que, en principio, para este tratamiento repetiríamos la misma pauta de medicación que habíamos seguido en el embarazo de mi hija, ya que, evidentemente, había resultado más que adecuada. Sin embargo, teniendo en cuenta los nuevos descubrimientos en cuanto a mi genotipo de KIR, así como a la reacción autoinmune que me había provocado la covid, el inmunólogo me preguntó si estaba dispuesta a probar algo más:
–Por supuesto –le respondí.
Todavía recuerdo con cariño las reticencias que albergué durante tantos años hacia la medicación en reproducción asistida. Mis reparos, mis miedos a estar sobremedicada, a que eso fuera, precisamente, la causa de mis fracasos reproductivos. Y es que, aunque a veces lamento la cantidad de tiempo perdido en el proceso de formar una familia, en momentos como este comprendo que no he perdido nada. Todos estos años han provocado una transformación muy profunda en mi interior, transformación que es imposible hacer de un día para otro. Y aunque ahora me exprese con naturalidad, con desahogo, sé que durante mucho tiempo fui un animalillo asustado, temblando ante el asalto de la medicina sobre mi cuerpo.
Lo cierto es que el inmunólogo tampoco me propuso algo muy descabellado: tan solo emplear un nuevo medicamento. La agraciada fue la hidroxicloroquina: se trata de un antipalúdico, es decir, un medicamento contra la malaria, que también se emplea para tratar enfermedades autoinmunes como el lupus. Cómo un medicamento utilizado para acabar con un parásito termina funcionando para otra cosa completamente distinta es una de esas historias fascinantes de la medicina que no tiene sentido explicar aquí.
En principio, lo único que la hidroxicloroquina tenía de especial es que tardaba bastante en hacer efecto sobre el sistema inmune, por lo que debía empezar a tomarla en el ciclo anterior a aquel en el que haríamos el tratamiento. Esto fue lo que convirtió un diagnóstico de febrero en un tratamiento en abril. Pero así es la vida en reproducción asistida: los enero, febrero a más tardar acaban floreciendo en primavera. ¡Qué se le va a hacer!
Una vez tuve clara la pauta de medicación, la compartí con mis compañeras del grupo de OVO/ADE de la Asociación MSPE. Muchas de ellas habían tomado también hidroxicloroquina, algunas con buenos resultados. Así que no le di mayor importancia hasta que una de las chicas que leyeron mis mensajes me escribió por privado, preguntándome si realmente me iba a atrever a tomarla, porque a ella le aterraban los efectos secundarios.
Reconozco que mi primera reacción fue de condescendencia. He tomado tantos medicamentos a lo largo de mi vida que tenían prospectos infinitos cual papiros egipcios, repletos de efectos secundarios tremebundos que nunca llegaban a pasar, que suponía que este no sería más que otro que añadir a la colección. ¿Qué diferencia podía haber, por ejemplo, con las píldoras anticonceptivas que tomé durante años, cuyo prospecto ocupaba más que el propio blíster, y que no me mataron de un trombo porque extrañamente la Vida había elegido para mí otro destino?
Sin embargo, he llegado a acostumbrarme a cierta reacción de mi inconsciente por la cual una idea se me queda dando vueltas en la mente, llamando a las puertas de mi consciente con insistencia, hasta que entiendo que tiene algo importante que decir. Así que dejé la condescendencia a un lado y busqué por mí misma algunos de los efectos secundarios sobre los que esta chica me había advertido.
Dos de ellos me llamaron especialmente la atención. El primero, la retinopatía por hidroxicloroquina: una pérdida irreversible de visión que tiene lugar por la acumulación del medicamento en la retina, pérdida que puede continuar incluso una vez suspendido el tratamiento, ya que sus efectos son prolongados. El caso es que yo ya tengo experiencia con la pérdida de visión causada por los tratamientos: concretamente, por la hormona foliculoestimulante (FSH) que me inyecté en las dos últimas inseminaciones y durante la estimulación de las dos FIV. El resto de mi pérdida de visión ha sido provocada por las descompensaciones, también de origen hormonal, que provoca el SOP no controlado que he sufrido durante años. Así que no pude evitar echarme a temblar al pensar en una nueva amenaza para mis maltrechos ojos. Después, la espanté como quien espanta una avispa, con miedo pero con determinación. ¿Por qué me iba a pasar a mí todo lo malo del Universo? ¿Y por qué no?
El segundo efecto que llamó mi atención, aunque en comparación parezca un detalle sin importancia, fue el encanecimiento repentino del pelo. Para mí, sin embargo, era una posibilidad que daba al traste con un importante reto vital en el que me encuentro inmersa: el de no teñirme las canas. Es algo que hago por compromiso feminista, de respeto al cuerpo y de autoaceptación; pero no sabía si sería capaz de mantenerlo si mi pelo se volvía completamente gris de un día para otro. Y aunque, comparado con una pérdida de visión irreversible, o incluso la ceguera total, parece que tiene una solución sencilla (pues te tiñes y ya está), no estaba segura de querer renunciar a un compromiso vital que, hasta cierto punto, forma parte de mi identidad. Pero ¿acaso un hijo no es más importante que teñirse el pelo?, me preguntaba. Pues sí, claro... pero, al mismo tiempo... pues no.
Por si el cuadro no estaba lo suficientemente completo, otros efectos secundarios también parecían pensados por y para mí: hipoglucemias severas, urticaria y erupciones cutáneas, disminución de peso, fotofobia, fatiga... Reconozco, no obstante, que apenas tuve corazón para preocuparme por ellos, obsesionada como estaba con los dos anteriores.
La verdad es que no sé es cómo logré sobreponerme al miedo que le cogí a este medicamento y empezar a tomarlo. Más aún en aquellos meses en que un montón de ideas loquísimas acerca del riesgo que corría si me quedaba embarazada embotaban mi mente: un embarazo exacerbaría la covid persistente, un embarazo pondría mi cuerpo al límite, un embarazo me mataría y dejaría a mi hija huérfana... Creo que solo lo logré aplicando una buena dosis de inconsciencia: para minimizar el riesgo de retinopatía, se recomendaba realizar una revisión oftalmológica preventiva, y de hecho, varias chicas del grupo de OVO/ADE se la habían hecho. Pero yo me sentía incapaz de enfrentarme a todo el proceso que implica la solicitud de pruebas que desconocía a un nuevo especialista médico de quien no tenía referencias, así que condensé la pauta preventiva en la compra y uso de unas gafas de sol nuevas. Lo cual, a pesar de su mediocridad profiláctica, da buena cuenta de mi compromiso con un tratamiento que, por lo demás, me aterrorizaba.
Lo que finalmente ocurrió, sin embargo, no se pareció a ninguno de los escenarios apocalípticos que había imaginado.