lunes, 25 de mayo de 2020

Nuestro expediente de adopción cumple cinco años


Era viernes por la tarde, uno de esos viernes de antes, de cuando la vida era normal o, al menos, de cuando disimulaba su imprevisibilidad con eficacia. Bailábamos las tres en el cuarto de la niña, riendo, bromeando. Disfrutando de lo que, por aquel entonces, era todavía una actividad esporádica. De pronto, llamaron al telefonillo y, extrañamente, fui yo quien se acercó a contestar. Al otro lado, la cartera me avisó de que traía una notificación.

–Tía, creo que nos han puesto una multa.
–¿Una multa? ¡No me jodas!
–¿Te ha pasado algo con el coche?
–Pues... ahora que lo dices... creo que el otro día me salté un semáforo. Estaba en ámbar y aceleré... Puede que lo pasara en rojo. 
–Joder... ¡verás! ¡Doscientos euros que nos cascan! Con lo bien que nos viene...
–Lo siento... Si es que a veces voy como loca...
–Aunque, ahora que lo pienso... El otro día pisé un poco más de la cuenta el acelerador y, en la esquina del instituto, estaba la Guardia Civil.
–¡¿La Guardia Civil?!
–No me pararon ni nada... Pero lo mismo me echaron una foto... 
–Tía... ¡doscientos euros! ¡La madre que nos parió...!

(Cuando estaba embarazada de seis meses, la policía local me puso una multa de doscientos euros por desacato a la autoridad. Los motivos concretos no vienen al caso, pero el trauma que nos causó es más que evidente).

La cartera no necesitó llamar al timbre. En cuanto oímos el ascensor, nos agolpamos en la puerta, deseosas de saber quién había tenido la culpa. Al ver la notificación, sin embargo, me eché a reír como una posesa.

–NO ES UNA MULTA.

La cartera no pudo evitar sonreírme, entre divertida y asustada.

–Es que creíamos que era una multa, ¿sabes?

Alma también me miraba sin entender nada.

–Pero no es una multa –seguí, para mí misma–. Es de los servicios sociales.

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