Entre las semanas veinte y veintidós, me hice el análisis de seguimiento correspondiente al segundo trimestre de embarazo. Hasta donde yo sé, la frecuencia de estos análisis es variable, pues hay chicas que controlan su factor anti-Xa cada mes. En mi caso, los análisis son por trimestre, además de un primer control entre tres y cinco días después de empezar a inyectarme heparina. Así que el último me lo había hecho cuando estaba de siete semanas. El inmunólogo, no obstante, me había ofrecido hacerme un control intermedio para que me quedara más tranquila, pero la condición que me puso (que hubiera engordado algunos kilos) tardó mucho en cumplirse, así que, finalmente, no mereció la pena.
En esta ocasión, fue Alma a recoger los resultados. Cuando llegué a casa de trabajar, me dio el informe, y yo lo abrí nerviosa, asustada. Mi experiencia hasta entonces había sido la de unos anti-Xa demasiado bajos, a saber: mandarle al inmnólogo los resultados a la carrera, comerme las uñas hasta los codos esperando a que me contestara al correo, buscarme la vida con mil trucos para aumentar la dosis de heparina mientra conseguía recetas, y, sobre todo, temer cada día por la salud de mi bebé, obligado a crecer en un ambiente hostil. Esta vez, al menos, sabía que podía ahorrarme algunos pasos porque no me pongo toda la dosis de heparina que viene en las inyecciones, así que sería fácil aumentarla: quizá parece una tontería, pero a mí me dejaba mucho más tranquila.
La cifra que aparecía en el informe, sin embargo, estaba más allá de mis mejores presagios: 0,46 UI/ml. Casi rozando el límite superior, que para mí es de 0,5 UI/ml. Así que miré a Alma muy calmada y le dije:
–Está bien.
Guardé el informe, me quité el abrigo, dejé las cosas. Después, me fui al dormitorio para cambiarme de ropa y, una vez sentada en la cama... rompí a llorar como una posesa. Los miedos de tantos meses, la angustia de aquella mañana, esa permanente e incómoda sensación de no poder bajar la guardia... todo pareció evaporarse de pronto, dejando en su lugar una hermosa certeza: el peligro había pasado, mi bebé iba a nacer.
–Va a nacer, va a nacer... –me repetía en alto, entre lágrimas, intentando convencerme a mí misma de que sí, de que esta vez ocurriría, de que era verdad.
Tal y como me explicó el inmunólogo durante la consulta, los resultados demostraban que mi problema residía en las reacciones inmunes de mi cuerpo durante el primer trimestre. Una vez superado ese periodo (¡algo imposible sin la medicación adecuada!), mi cuerpo había logrado acostumbrarse a la presencia de ese "agente extraño" que es nuestra hija y, por fin, se había relajado. No obstante, debía seguir inyectándome la misma dosis de heparina, aunque, con toda probabilidad, podríamos bajarla un poco durante el tercer trimestre, a medida que se acercase el parto.
Los otros parámetros también estaban muy bien. La homocisteína, por ejemplo, había bajado hasta 3,73: el propio inmunólogo me dijo que hacía mucho que no veía una homocisteína bajar tanto solo con ácido fólico masivo y una dosis prenatal de vitamina B12. En mi humilde opinión, esa bajada tan drástica se habría producido al dejar la metformina, un medicamento que aumenta los niveles de este aminoácido. Yo tampoco había visto nunca mi homocisteína tan baja, pero también es verdad que esta era la primera vez que la medía sin metformina de por medio.
En el caso de la vitamina D, estaba en 54, así que, esta vez, el inmunólogo decidió bajarme la dosis en un par de gotas. Los anticuerpos también nos dieron una alegría: tal y como el inmunólogo había predicho, no se habían disparado: la anti-beta-2 glicoproteína IgM había bajado de 9,70 a 5,30 y la anticardiolipina IgM había subido de 6,24 a 9,43; los valores IgG estaban bajos (1,59 y 1,43 respectivamente). Estos resultados corroboran la idea de que mi SAF es obstétrico y que afecta a mis embarazos, sobre todo, durante el primer trimestre.
La única pega que puedo poner a esta revisión es que, nuevamente, tuvimos que gastarnos una pasta en los análisis tras toparnos con la puerta cerrada en Hematología de la Seguridad Social. Es algo que me indigna, porque nosotras, aunque con mucho esfuerzo, podemos costearlos, pero, ¿qué pasa con todas esas chicas que, pudiendo tener mi mismo diagnóstico, medicación y seguimiento, no consiguen salir del bucle de los abortos de repetición? ¿Qué pasa con nuestro derecho a la salud? ¿Por qué no está cubierto por esa Seguridad Social que todos contribuimos a sostener?
Personalmente, no estoy a favor de la sanidad privada. Hacer negocio con la salud me parece inmoral; discriminar a los pacientes por su poder adquisitivo, también. No encuentro justificación ninguna porque creo que no la tiene. A pesar de ello, he tenido que acudir a estos servicios para poder llevar un embarazo adelante: en un primer momento, porque la sanidad pública me negaba los tratamientos a causa de mi orientación sexual; y ahora, porque la misma sanidad pública se niega a reconocer la enfermedad que padezco.
Me saca de quicio. Y me gustaría hacer algo para cambiarlo. ¿Alguna sugerencia...?
Tal y como me explicó el inmunólogo durante la consulta, los resultados demostraban que mi problema residía en las reacciones inmunes de mi cuerpo durante el primer trimestre. Una vez superado ese periodo (¡algo imposible sin la medicación adecuada!), mi cuerpo había logrado acostumbrarse a la presencia de ese "agente extraño" que es nuestra hija y, por fin, se había relajado. No obstante, debía seguir inyectándome la misma dosis de heparina, aunque, con toda probabilidad, podríamos bajarla un poco durante el tercer trimestre, a medida que se acercase el parto.
Los otros parámetros también estaban muy bien. La homocisteína, por ejemplo, había bajado hasta 3,73: el propio inmunólogo me dijo que hacía mucho que no veía una homocisteína bajar tanto solo con ácido fólico masivo y una dosis prenatal de vitamina B12. En mi humilde opinión, esa bajada tan drástica se habría producido al dejar la metformina, un medicamento que aumenta los niveles de este aminoácido. Yo tampoco había visto nunca mi homocisteína tan baja, pero también es verdad que esta era la primera vez que la medía sin metformina de por medio.
En el caso de la vitamina D, estaba en 54, así que, esta vez, el inmunólogo decidió bajarme la dosis en un par de gotas. Los anticuerpos también nos dieron una alegría: tal y como el inmunólogo había predicho, no se habían disparado: la anti-beta-2 glicoproteína IgM había bajado de 9,70 a 5,30 y la anticardiolipina IgM había subido de 6,24 a 9,43; los valores IgG estaban bajos (1,59 y 1,43 respectivamente). Estos resultados corroboran la idea de que mi SAF es obstétrico y que afecta a mis embarazos, sobre todo, durante el primer trimestre.
La única pega que puedo poner a esta revisión es que, nuevamente, tuvimos que gastarnos una pasta en los análisis tras toparnos con la puerta cerrada en Hematología de la Seguridad Social. Es algo que me indigna, porque nosotras, aunque con mucho esfuerzo, podemos costearlos, pero, ¿qué pasa con todas esas chicas que, pudiendo tener mi mismo diagnóstico, medicación y seguimiento, no consiguen salir del bucle de los abortos de repetición? ¿Qué pasa con nuestro derecho a la salud? ¿Por qué no está cubierto por esa Seguridad Social que todos contribuimos a sostener?
Personalmente, no estoy a favor de la sanidad privada. Hacer negocio con la salud me parece inmoral; discriminar a los pacientes por su poder adquisitivo, también. No encuentro justificación ninguna porque creo que no la tiene. A pesar de ello, he tenido que acudir a estos servicios para poder llevar un embarazo adelante: en un primer momento, porque la sanidad pública me negaba los tratamientos a causa de mi orientación sexual; y ahora, porque la misma sanidad pública se niega a reconocer la enfermedad que padezco.
Me saca de quicio. Y me gustaría hacer algo para cambiarlo. ¿Alguna sugerencia...?
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