Nota mental: entregarme sin tardanza a los juegos de azar,
porque está visto que ME TOCA TODO.
Que tenía bastantes boletos para la diabetes gestacional ya lo sabía, porque sufrir SOP ya implica una alteración en el metabolismo de la glucosa. Así que, cuando la matrona me avisó de que me iba a programar el famoso test O'Sullivan para el primer trimestre, después de haberle explicado que tomaba metformina y el motivo por el que lo hacía, me sentí aliviada y reconocida a un tiempo. Aunque fuera por parte de la misma matrona que, cinco minutos antes, me había aconsejado que me atiborrara de bollos porque necesitaba engordar muchos kilos.
El día de la prueba, que coincidió con el análisis del primer trimestre, la enfermera que supervisó cómo me tomaba el dichoso mejunje me bajó de la nube de un guantazo: "Sabes que tienes que hacerte la curva, ¿verdad? Hay varios motivos para mandarla en el primer trimestre... Tú... ¿cuántos años tenías?". La pregunta me humilló profundamente. No porque el protocolo a partir de los treinta y cinco sea hacer la curva antes, que me parece estupendo; sino porque yo creía que la matrona era sensible al SOP y a sus estragos, y resultó que no lo era.
Nota mental: los sanitarios sensibles al SOP y a sus estragos
NO EXISTEN.
Al principio, llevé la prueba muy bien. Me dieron a elegir sabor y yo escogí el de limón. Estaba fresquito y rico y me lo bebí en un par de tragos. Luego volví a sentarme en la sala de espera, más contenta que unas castañuelas (y más inocente que el asa de un cubo).
A los diez minutos, claro, la cosa empezó a ponerse fea. Me entró una taquicardia que pensé que no lo contaba y unas ganas de vomitar el limoncito rico que casi no lo cuento. Lo peor fue que me pilló completamente de improviso, pues no me imaginaba que pudiera ocurrir de ese modo. Yo pensaba (¡ingenua de mí!) que el mejunje te daba asco al primer sorbo o no te daba; sobre otros efectos secundarios tipo taquicardia no había oído hablar en mi vida. Pero resulta que estas cosas pasan, tal y como pude comprobar en mis propias carnes.
A la media hora, afortunadamente, me recuperé, sin vómitos ni colapsos cardiacos de por medio. Esperamos al segundo pinchazo, desayuné tostadas con tomate y café con leche, y nos marchamos a casa. Ya en casa, pasadas tres horas de la ingesta del veneno (que otro nombre no merece el puto limón), otra vez jarana: una hipoglucemia a la altura de la hiperglucemia que me había provocado una taquicardia. Mareos, sudores fríos, temblores, atiborre de galletas repletas de azúcar (más veneno para el veneno) y una siesta-desmayo de la que pensé que no me despertaba.
Nos dieron los resultados el mismo día de la ecografía de las doce semanas. Y resultó que la curva había salido alterada: los 73 mg. de glucosa en ayunas se transformaron en 249 una hora después del envenenamiento consentido. Porque yo no soy de las que supera ligeramente el límite, no: ¡yo me quedé bien a gusto! Poca taquicardia me dio para la potencia letal que adquiere la glucosa en mi organismo...
—Hay que hacerte la curva larga —me dijo la ginecóloga, que había adornado el resultado con tres signos de admiración—. Aunque con estos valores... te volverá a salir alterada.
En aquel momento, lo de alterada o no alterada me daba bastante igual. Lo que realmente me acojonaba era tener que volver a enfrentarme al mejunje asesino. Si 50 g. de glucosa me habían puesto al borde del colapso, ¿qué no harían 100 g. ...?
Todavía en la semana doce, volvimos a la carga. Pedí otra vez el sabor limón, pero intenté tomármelo más despacio. Me sentía como Sócrates frente a la cicuta, pero sin un ápice de dignidad. La enfermera que me tocó, sin embargo, no se anduvo con chiquitas, y me metió toda la prisa que pudo, reloj en mano. Yo le expliqué que estaba asustada porque en la curva corta me había dado una taquicardia. Ella lo consultó con otra enfermera y me hicieron una prueba de glucosa "exprés" pinchándome en el dedo. El valor saldría bajo (mis glucemias en ayunas siempre son bajas), porque cuchichearon algo así como "Está bien" y me azuzaron para que terminara.
En cuanto me senté en la sala de espera, me puse a hacer respiraciones para intentar controlar la taquicardia. Y la verdad es que, entre que ya no me pillaba de sorpresa y que parecía que iba a dar a luz allí mismo, no lo pasé tan mal como la vez anterior. Eso no quiere decir, claro, que no notara mis venas palpitando como si se fueran a salir del brazo durante la media hora que me pasé apretándome el pinchazo (porque cortar el sangrado cuando llevas adiro es una odisea aparte).
Lo mejor llegó cuando, en pleno fragor de la batalla, se me sienta al lado un hombre que no olía precisamente a rosas. Semana doce, 100 g. de glucosa deseosos de escapar de mi estómago, una mano inutilizada y la otra ocupada en cortar el chorro de sangre que brotaba de mi brazo. Apoteósico.
Nota mental: si algo MÁS puede salir mal, SALDRÁ MAL, ¡seguro!
Finalmente, los hados debieron apiadarse de mi alma y logré aguantar el hedor sin vomitarme encima, hasta que el hombre se marchó adonde quiera que fuera. Segundo pinchazo, tercer pinchazo y cuarto pinchazo. Las enfermeras alucinaban porque no se me habían quedado moratones, pero yo ya estaba muy cansada de la vida para explicarles lo del adiro y la media hora apretando.
Lo que sí compartí con ellas fueron mis miedos a la hipoglucemia que se me venía encima. "Eso te pasaría porque la otra vez te irías sin desayunar". Claro. Embarazada, doblemente sangrada y en ayunas, y me voy a ir sin desayunar. Al final tuve que arreglar el asunto como buenamente supe, para variar, y me desayuné un café con todo el azucarillo (algo que hacía AÑOS que no probaba) y un cruasán hasta arriba de mermelada: una muerte dulce en toda regla. El caso es que funcionó, no solo para evitar la temida hipoglucemia, sino como grandiosa despedida del mundo azucarado. Porque sí, la curva larga también me salió alterada: 74-316-271-71.
Diabética perdida, vaya.
Me pasé varios días catatónica, sintiéndome completamente sobrepasada. Diabetes gestacional, también. No me encontraba las fuerzas ni para buscar información en Internet. Solo podía autocompadecerme y espantar las ideas terribles que invadían mi mente sobre la conveniencia de haberme quedado embarazada. Horroroso.
Mi primera incursión en el mundo de la diabetes gestacional fue una clase de dos horas con la enfermera de Endocrinología. Éramos tres chicas embarazadas: una diabética, una de seis meses y la pringada que suscribe. La primera parte estuvo dedicada, pura y duramente, a meternos miedo. Que conste que la enfermera me cayó muy bien porque contaba anécdotas muy graciosas, pero cuando dijo que nosotras ya teníamos la etiqueta de diabéticas, y que si no les destrozábamos el páncreas a nuestros bebés o los engordábamos como pequeños obesos, seguro que nacían con hipoglucemia y que lo primero que les tendrían que hacer sería pincharles en el dedo... casi me echo a llorar. Tenía ganas de gritar: "¡Que no! ¡Que yo no quiero hacerle daño a mi bebé! ¡Que antes me moriría!".
Lo pasé muy mal. Porque no se trata solo de esa clase. Se trata de TODO. Todo lo que he pasado y, encima, que me digan que mi bebé está nadando en azúcar y envenenándose lentamente. ¡Es demasiado!
Durante la segunda parte, nos hablaron de la dieta y nos enseñaron a utilizar el glucómetro. Reconozco que muchas de las cosas que nos explicaron sobre los alimentos ya las conocía, pues hace tiempo que sigo (de manera un poco libertina, eso sí) la dieta de bajo índice glucémico para el SOP. Lo que sí me llamó la atención fue que nos propusieran limitar las raciones de hidratos de carbono complejos (pan, pasta, arroz, patatas, legumbres), pero que, a la vez, tuviéramos que consumirlos en las cinco tomas del día; porque, al final, resulta que tengo que comer muchos más hidratos de los que incluía en mi autoprescrita dieta de bajo IG (y yo encantadísima).
En cuanto a las glucemias, debíamos medirlas en días alternos, seis veces cada día, antes y después de las tres comidas principales. Confieso que me pasé la noche anterior a los primeros controles envuelta en pesadillas de hiperglucemias, convencida como estaba de que mi diabetes-de-caballo arrojaría valores astronómicos, como ya me había pasado en las dos curvas de glucosa.
Nota mental: nunca pierdas la esperanza
de que comer espaguetis a diario pueda ser considerado sano...
¡porque LO ES!
En cuanto a las glucemias, debíamos medirlas en días alternos, seis veces cada día, antes y después de las tres comidas principales. Confieso que me pasé la noche anterior a los primeros controles envuelta en pesadillas de hiperglucemias, convencida como estaba de que mi diabetes-de-caballo arrojaría valores astronómicos, como ya me había pasado en las dos curvas de glucosa.
Pero no fue eso lo que ocurrió, sino todo lo contrario. Medida tras medida, resultó que todos mis valores estaban entre normales e hipoglucémicos. A los pocos días llamé a la enfermera, espantada, porque la restricción de hidratos de carbono por las mañanas había llegado a provocarme hipoglucemias de hasta 45 mg. Ella enseguida me dijo que me relajara y que comiera lo que necesitara: al final iba a resultar que mi bebé no estaba nadando en azúcar, sino clamado por ella.
Para entonces, llevaba ya algunas semanas preguntando, tanto a la ginecóloga como a la enferemera de Endrocrinología, si no debería dejar la metformina. Al fin y al cabo, ya había sobrepasado el primer trimestre sin amenazas de aborto; y para evitar la diabetes gestacional, que es para lo que se utiliza a partir de entonces, ya era demasiado tarde. Sin embargo, ambas insistieron en que no lo hiciera. La enfermera, concretamente, me explicó que el único motivo por el que me retirarían la medicación sería porque necesitara sustituirla por insulina: una muestra más de que el criterio para el uso de la metformina en los embarazos con SOP es no tener criterio.
Eso fue antes, no obstante, de conocer mis glucemias. Entonces me dijo que debía esperar a la consulta con la endocrina; algo que entiendo, porque, al fin y al cabo, son los médicos quienes prescriben medicamentos, no las enfermeras. Aquí tengo que confesar, sin embargo, que tiré por el camino de en medio y reduje la dosis de metformina de la mañana a la mitad. Lo hice así porque Alma me convenció, ya que mi primer impulso había sido dejarla de golpe, pues no entendía la necesidad de tener que forzarme para comer por encima de mi hambre (algo que, encima, solo era posible gracias a que las náuseas se habían marchado hacía apenas unos días) con el único objetivo de evitar una hipoglucemia agravada por un fármaco que, a esas alturas, parecía más que recomendable dejar de utilizar.
Cuando por fin llegó la dichosa consulta, la endocrina no solo me dio permiso para dejar la metformina de manera inmediata, sino que me advirtió de que debería haberla dejado desde el principio del embarazo (otro criterio distinto para mi colección personal). También reconoció, no obstante, que haberla estado tomando no era peligroso (!). La verdad es que fue un alivio, porque todo el cariño que le había cogido a la metformina a lo largo del último año se estaba transformando en un odio enconado. Así que, después de más de cuatro años medicándome a diario, aquella mañana fue la última en que me tomé la consabida pastilla.
Eso fue antes, no obstante, de conocer mis glucemias. Entonces me dijo que debía esperar a la consulta con la endocrina; algo que entiendo, porque, al fin y al cabo, son los médicos quienes prescriben medicamentos, no las enfermeras. Aquí tengo que confesar, sin embargo, que tiré por el camino de en medio y reduje la dosis de metformina de la mañana a la mitad. Lo hice así porque Alma me convenció, ya que mi primer impulso había sido dejarla de golpe, pues no entendía la necesidad de tener que forzarme para comer por encima de mi hambre (algo que, encima, solo era posible gracias a que las náuseas se habían marchado hacía apenas unos días) con el único objetivo de evitar una hipoglucemia agravada por un fármaco que, a esas alturas, parecía más que recomendable dejar de utilizar.
Cuando por fin llegó la dichosa consulta, la endocrina no solo me dio permiso para dejar la metformina de manera inmediata, sino que me advirtió de que debería haberla dejado desde el principio del embarazo (otro criterio distinto para mi colección personal). También reconoció, no obstante, que haberla estado tomando no era peligroso (!). La verdad es que fue un alivio, porque todo el cariño que le había cogido a la metformina a lo largo del último año se estaba transformando en un odio enconado. Así que, después de más de cuatro años medicándome a diario, aquella mañana fue la última en que me tomé la consabida pastilla.
La endocrina, como el resto de los médicos que saben de mis curvas de glucosa, se llevó las manos a la cabeza con los resultados. Pero después de indagar, por enésima vez, en mis antecedentes familiares, tuvo que darse por vencida. Porque no, en mi familia no hay ni un solo caso de diabetes, ni a mí jamás me han diagnosticado hiperglucemias más que en presencia de un concentrado de glucosa que me provocó un evidente shock pancreático.
Por si esto fuera poco, todas mis glucemias se encuentran en rangos normales o bajos y todavía no he engordado ni siquiera lo que se considera esperable para mis semanas de gestación. Así que no le quedó más remedio que admitir que, con independencia de las curvas de glucosa, estaba estupenda. Me recomendó, eso sí, que continuara con la dieta y los controles, aunque dándome permiso para trasladar cantidades ingentes de hidratos de carbono de la cena al desayuno y el almuerzo, con el fin de evitar las temibles hipoglucemias mañaneras.
¿Cuál es mi problema, entonces? ¿El diagnóstico de diabetes gestacional es adecuado para mí? Lo más parecido que he obtenido a una respuesta es la interpretación que hizo de mi caso una segunda enfermera de Endocrinología la última vez que tuve controles (quien, por cierto, me amplió la dieta y me dio permiso para controlar las glucemias solo dos veces por semana). Y es tan sencillo como que, a mi páncreas, el azúcar no le sienta nada bien. De hecho, su primera reacción ante el envite de la glucosa es quedarse paralizado, y solo logra ponerse en marcha varias horas después. "Páncreas lento", lo llamó. Por eso, el último valor de mi curva larga ya está rozando la hipoglucemia, pasando de 271 mg. a solo 71 en apenas una hora: una hazaña fuera del alcance de un páncreas realmente diabético.
Y me comentó que, con toda probabilidad, esto no es algo que me pase solo en el embarazo, sino también en mi vida cotidiana, aunque sea en menor medida. En el caso de las curvas, además, el fenómeno está agravado por la manera en que la glucosa entre en el torrente sanguíneo, ya que los líquidos arrasan nuestro cuerpo cual tsunami. Así que fue precisamente el mejunje asesino el que dejó a mi páncreas fuera de combate, algo que también me puede pasar con un zumo o un refresco azucarado, puro veneno para mi organismo.
¿Y cuál es la interpretación que hago yo de todo esto? Pues que las curvas de glucosa no prueban más que lo que ya sabíamos: que tengo SOP. Si mi páncreas no se quedara temblando cada vez que es invadido por una marabunta de azúcar, no me pasaría todo lo demás. Afortunadamente, todavía no sufro diabetes, y pienso aprovechar mis nuevos conocimientos sobre alimentación y glucemias para retrasar lo más posible esta deriva del SOP y, si tengo suerte, para no llegar a sufrirla en toda mi vida.
Por ahora, mi prioridad número uno es no dejar que la sufra mi bebé :D
Por si esto fuera poco, todas mis glucemias se encuentran en rangos normales o bajos y todavía no he engordado ni siquiera lo que se considera esperable para mis semanas de gestación. Así que no le quedó más remedio que admitir que, con independencia de las curvas de glucosa, estaba estupenda. Me recomendó, eso sí, que continuara con la dieta y los controles, aunque dándome permiso para trasladar cantidades ingentes de hidratos de carbono de la cena al desayuno y el almuerzo, con el fin de evitar las temibles hipoglucemias mañaneras.
¿Cuál es mi problema, entonces? ¿El diagnóstico de diabetes gestacional es adecuado para mí? Lo más parecido que he obtenido a una respuesta es la interpretación que hizo de mi caso una segunda enfermera de Endocrinología la última vez que tuve controles (quien, por cierto, me amplió la dieta y me dio permiso para controlar las glucemias solo dos veces por semana). Y es tan sencillo como que, a mi páncreas, el azúcar no le sienta nada bien. De hecho, su primera reacción ante el envite de la glucosa es quedarse paralizado, y solo logra ponerse en marcha varias horas después. "Páncreas lento", lo llamó. Por eso, el último valor de mi curva larga ya está rozando la hipoglucemia, pasando de 271 mg. a solo 71 en apenas una hora: una hazaña fuera del alcance de un páncreas realmente diabético.
Y me comentó que, con toda probabilidad, esto no es algo que me pase solo en el embarazo, sino también en mi vida cotidiana, aunque sea en menor medida. En el caso de las curvas, además, el fenómeno está agravado por la manera en que la glucosa entre en el torrente sanguíneo, ya que los líquidos arrasan nuestro cuerpo cual tsunami. Así que fue precisamente el mejunje asesino el que dejó a mi páncreas fuera de combate, algo que también me puede pasar con un zumo o un refresco azucarado, puro veneno para mi organismo.
¿Y cuál es la interpretación que hago yo de todo esto? Pues que las curvas de glucosa no prueban más que lo que ya sabíamos: que tengo SOP. Si mi páncreas no se quedara temblando cada vez que es invadido por una marabunta de azúcar, no me pasaría todo lo demás. Afortunadamente, todavía no sufro diabetes, y pienso aprovechar mis nuevos conocimientos sobre alimentación y glucemias para retrasar lo más posible esta deriva del SOP y, si tengo suerte, para no llegar a sufrirla en toda mi vida.
Por ahora, mi prioridad número uno es no dejar que la sufra mi bebé :D
2 comentarios:
Bueno, guapa, con el SOP era una posibilidad bastante previsible, así que mientras lo tengáis controlado, no pasa nada, un poco incómoda la dieta, pero todo sea por ese fideíllo! A mí (que también tengo SOP) también me salió la curva alterada con Renacuajo (y qué rollo de dieta, a mí me tocó una gine talibana y no me dejaba comer de nada!!!), pero con Ranita, estuvo bordeando los límites, pero salió dentro de la normalidad, así que no tiene por qué darte problemas más adelante, ni con embarazo ni sin él. Un besote y a disfrutar ahora que se han pasado las náuseas.
Gracias, Luli, por comentarme tu caso. La enfermera nos dijo que el 90% de sus pacientes tenía diabetes gestacional en todos sus embarazos, así que me alegra conocer a alguien representativo de ese "presunto" 10% que se libra ;)
Y tienes razón, es un estrago más del SOP, pero bueno, si se controla, no es de los peores...
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