No hay duda de que 2018 ha sido uno de los años más señalados de mi vida.
El año que por fin empezaba embarazada, el año en que nacía mi hija.
A lo largo de sus meses me he ido construyendo como madre: una de las aventuras más apasionantes y duras en las que me he embarcado jamás. Esa por la que tanto había luchado, la que tanto me ha costado vivir.
Nunca olvidaré la impresión de escucharla gemir bajito sobre mi tripa de recién parida, nuestras interminables horas de lactancia, su primera mirada, su primera sonrisa. La alegría inmensa de verla dándose la vuelta, sentándose, poniéndose de pie. Su atención cuando le canto, le cuento un cuento o le explico lo que vamos a hacer. Sus carcajadas, que iluminan mi vida. Sus manos sobre mi piel.
2018 me ha traído la paz, la sensación de estar colmada, de haber sido bendecida. Por si todo esto fuera poco (¡que no lo es!), este año se ha cerrado con la noticia inesperada de haber sido convocadas de la lista de adopción nacional. Todavía me cuesta pensarlo sin emocionarme hasta las lágrimas. Todavía lucho por asumir esta preciosa oportunidad de manera serena, sin aprestarme de nuevo para la batalla, que parece lo único que sé hacer.
El último día de trabajo antes de las vacaciones todo el mundo hablaba de la lotería. Hacían bromas con todo el dinero que les iba a tocar y con cómo se lo iban a gastar. Yo, que no había comprado ningún décimo, sonreía para mis adentros. Ojalá tocara, aunque yo no me llevara ni un pellizco. Ojalá la suerte se repartiera muchísimo, porque este año 2018... toda la suerte del mundo me ha tocado a mí.