Tengo un grupo de amigas (y compañeras de trabajo) que, una vez al año, organizan un viaje exprés a una capital europea. La primera vez que se fueron, me parecieron unas locas; pero, cuando vi las fotos de lo bien que se lo habían pasado, supe que me apuntaría a la siguiente. Y así fue.
Por aquel entonces, llevaba muchos años sin montar en avión. Sufría una fobia que se desarrolló paralelamente a mi depresión y tuve que emplear varias sesiones de terapia tan solo para atreverme a a plantarle cara a ese miedo irracional que se había instalado en mi mente. Ese miedo irracional que, en los momentos más exacerbados, ni siquiera me dejaba pisar un tren. Por suerte, aquel primer viaje coincidió con la recta final de la medicación y pude trabajarlo con mi psicóloga como un reto postdepresivo más.
Participé en estos viajes durante varios años, divirtiéndome de lo lindo y quedándome siempre con ganas de repetir. Comprendiendo lo importante que era para mí, no solo enfrentarme a mis miedos, sino volver a disfrutar con esa clase de experiencias vivificantes que la depresión me había arrebatado.
Hace dos años, sin embargo, lo volví a dejar. Estos viajes los planeamos siempre con al menos seis meses de antelación y, desde que empezamos la búsqueda del embarazo, me parecía imposible seguir haciéndolo así. Porque, desde el principio, fue inconcebible para mí la idea de no haberme quedado embarazada en seis meses: y, cuanto más tiempo pasaba, más inconcebible se volvía la idea de no haberme quedado embarazada en seis meses más.
En octubre del año pasado, sin embargo, se me volvió a presentar la oportunidad de apuntarme al viaje. Los dos negativos de la segunda FIV habían pasado sobre mí como una apisonadora y sabía que pasaría algún tiempo antes de volverlo a intentar; así que, en el último momento, dije que sí.
Lo único que consiguió animarme entonces fue la idea de que, si en otros seis meses seguía sin estar embarazada, al menos, esta vez, habría seguido viviendo. No habría paralizado mi vida simplemente para contemplarla vacía, sino que tendría otros planes esperándome al final del camino. Y si, por una ironía del destino, me quedaba embarazada y no podía viajar, habría sido el plan que más gustosamente habría cancelado en la vida.
Paradójicamente, este viaje al que no le había otorgado ningún valor en sí mismo, ha acabado llenándose de significado. Además de un viaje físico, he experimentado un viaje interior. Un viaje de reencuentro conmigo misma, con los miedos que aún tengo pendientes, con mi propia identidad como persona independientemente de todo lo demás, con lo que quiero en la vida, con lo que me llena. He comprendido, incluso, esa raíz desconocida que alimenta mi miedo a volar.
Y he desconectado, no solo de la rutina diaria, sino de la rutina mental que llevo desde hace dos años. Durante unos días, mi mente ha estado completamente ocupada con imágenes, costumbres y sabores extraños, sin preocuparse por listas de espera, por llamadas, por plazos; sin pensar en inyecciones, ecografías o tests de embarazo. Y ha sido bonito, y me ha recolocado.
Eso sí, la próxima vez que viaje a un país del norte, aunque sea en primavera, iré forrada de ropa térmica :)
2 comentarios:
que lindo lleerte asi, que hayas disfrutado tanto y sobre todo que te encuentres con tu escencia,un beso
¡Gracias, bonita! ¡Otro para ti! :)
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