Cuando me encuentro mal, me resulta inverosímil que siga amaneciendo. Cada mañana, espero un cataclismo que refleje lo que siento en mi interior, pero la vida se obstina en transcurrir al ritmo de siempre, ignorándome.
Tiene sentido. Si por cada persona que se pusiera a morir la vida colapsara, habríamos durado dos días. Además, por mucho que quiera arrancarme a patadas con el motor que mueve el mundo, es mejor que siga funcionando: tarde o temprano, yo también acabo por subirme al tren.
Ha empezado el curso. Como un buen amigo que te tiende una mano, me ha ayudado a reintegrarme en la rutina. Este año tengo grupos muy estimulantes y cada minuto que dedico a preparar las clases termina mereciendo la pena. Parece que por fin he acumulado la suficiente experiencia como para disfrutar de cierta sensación de control, y aunque tengo mucho que hacer, entiendo que es mejor concentrarse en cosas que van a algún sitio que en los lamentos que me conducen siempre al mismo pozo amargo.
Es la ventaja de tener un trabajo absorbente. No sabes cómo librarte de él cuando quisieras dedicarle tiempo a tu vida personal, pero si necesitas que te rescate de ti misma, te espera con los brazos abiertos.
No tengo todo lo que quiero, pero tengo mucho de lo que quiero. La vida sigue y yo con ella.
Y está bien.
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