Tras hacerme el último tacto y darnos la noticia de que la dilatación por fin se aceleraba, la matrona empezó a comerme la cabeza:
–Pues estaba hablando con mi compañera de que tienes el perineo muy rígido, ¿sabes? En estos casos, solemos hacer un cortecito y así...
Como en ocasiones anteriores, no dije nada; pero es que, esta vez, ni siquiera hizo falta: ella sola dejó la frase sin acabar. Supongo que se dio cuenta de que, a pesar de mis silencios, era una persona lo suficientemente informada como para que me vendiera una episiotomía como un "cortecito" sin importancia.
Al poco de que se marchara, mi recién estrenado bienestar estalló en mil pedazos. De pronto, empecé a notar una ligera contracción en el glúteo derecho. Por un momento, creí que me lo estaba inventando, que era una especie de reflejo. Sin embargo, no tardó en repetirse y no tardó en ir a más. Al cabo de un rato, no me quedó ninguna duda: ¡las contracciones habían vuelto!
Llamamos a la matrona y le explicamos la situación. Ella me dijo que la epidural se distribuye por gravedad y que, probablemente, todo se arreglaría si me recostaba sobre el lado derecho. Así lo hicimos y, aunque noté cierto alivio al principio, a los pocos minutos el efecto se pasó y las contracciones seguían allí. Solo las notaba en el glúteo, pero volvían a ser dolorosísimas y, esta vez, me tocaba pasarlas tumbada e inmóvil, lo que era una auténtica tortura.
–Es como si el catéter se te hubiera torcido, pero... ¡es imposible!
Pues hija, si tengo todos los síntomas de una epidural lateralizada, ¡será porque la tengo! La matrona, sin embargo, defendió el trabajo de la anestesista contra toda evidencia y allí nunca apareció nadie que intentara arreglar el desaguisado. Todo lo que conseguí con mis quejas es que me fuera subiendo la dosis de epidural; así que, al final, pasé de poder mover los dos pies y sentir las piernas acorchadas (que es lo que me dijeron que tenía que notar) a perder completamente la pierna izquierda (de ahí en adelante, me la tuvieron que mover) y que se me subiera la anestesia hasta las tetas. Para colmo de males, la epidural me provocaba temblores, por lo que el panorama era desolador: tumbada en la cama, con medio cuerpo muerto, gimiendo de dolor por el otro medio y temblando sin parar.
Por eso, una hora después, sentí un alivio inmenso cuando la matrona me hizo otro tacto:
–Pero cómo no te va a doler, maja... ¡si estás en completa!
Aquello fue como oír cantar a un coro celestial. ¡La dilatación había terminado! Siete horas para cuatro centímetros, una hora para seis centímetros. Parecía que, por fin, el Parto de Murphy, en el que las tostadas siempre caían por el lado de la mantequilla, se encaminaba a su recta final.
En ese momento me acordaba de nuestra matrona del centro de salud y de sus explicaciones sobre el expulsivo: "En primerizas suele durar entre media hora y dos horas. Más sería una barbaridad...". Desde que el catéter se torció, además, yo me había estado consolando en la idea de que, si notaba las contracciones, también tendría ganas de empujar, que era otro de los motivos por los que habría preferido no ponerme la epidural. Así que, para cuando la matrona dijo lo de "Con la siguiente contracción, empuja", yo ya me había venido muy arriba. Estaba segura de que me quedaba nada y menos para terminar.
–Venga, ahora... ¡empuja!
Ni siquiera me moví. No me encontraba las ganas de empujar por ningún lado ni sabía cómo hacerlo. Tumbada en aquella cama, con la anestesia paralizándome la mayor parte del cuerpo y un tripón de 39 semanas, ¿qué pretendía que hiciera? ¿Una abdominal?
–Mira... es que no sé ni por dónde empezar.
La matrona se me quedó mirando unos instantes y, entonces, parece que se le encendió la bombilla y sacó unas agarraderas de la cama. En la siguiente contracción, las cogí con fuerza y, tirando de brazos, logré empujar... o algo parecido.
Me sentía tan inútil... Era perfectamente consciente de no estar haciendo un buen trabajo. No conseguía enfocar toda la fuerza de mi cuerpo, no era capaz de controlar mis músculos. La situación me avergonzaba y, a la vez, me llenaba de rabia. Rabia por no haber podido aprender a empujar en el curso de preparación y rabia porque aquello no se parecía en nada a lo que había imaginado.
Yo me imaginaba a cuatro patas sobre una colchoneta, sentada en la silla de partos, de pie apoyada en la cama o en Alma. Me imaginaba moviéndome, adoptando todas las posiciones que había ensayado, dejándome llevar por la fuerza de mi cuerpo, por esas ganas irrefrenables de ayudar a mi hija a nacer. Sin embargo, estaba allí tumbada, anestesiada, prácticamente inmovilizada. La matrona me daba instrucciones para empujar en apnea, "hacia el culo"; y yo seguía sus instrucciones porque no sabía qué más hacer, a pesar de la certeza que me invadía de que aquello no era lo más recomendable.
Estuve empujando cerca de una hora. La matrona me dijo que la niña venía muy bien colocada, que ya había girado la cabeza; incluso le enseñó a Alma cómo se entreveía ya su pelo (yo me quedé con las ganas de verlo porque nadie tuvo el detalle de acercarme un espejo). Al parecer, sin embargo, aún me quedaban "más de diez empujones", así que decidió dejarme descansar "media hora".
–Después vuelvo y seguimos empujando.
La verdad es que la posibilidad de "descansar" en medio del expulsivo me llamó mucho la atención, porque era algo que desconocía. En aquel momento, no obstante, me fie de su criterio, consciente como era de que mis empujones no estaban siendo todo lo efectivos que podían. Tal vez, pensaba, un pequeño descanso me ayudara a juntar las fuerzas necesarias para hacerlo mejor; a pesar de que la palabra "descanso" se me aplicaba bastante mal, ya que, debido a la lateralización de la epidural, seguía sufriendo el dolor de las contracciones y gimiendo cada pocos minutos.
La media hora pasó y por allí no apareció nadie. Alma y yo quisimos dejar un tiempo de cortesía, pero a la hora y y cuarto, valorando muy seriamente que se hubiesen olvidado de nuestra existencia, llamamos. Entonces entró una matrona distinta, y entendimos que el turno de la anterior había terminado.
Sé que fue un detalle, pero fue un detalle muy feo. Después de pasar todo el día con nosotras, de intentar que creyésemos que se esforzaba por hacer un buen trabajo (a pesar de sus comentarios fuera de lugar), de mostrarnos simpatía, confianza... simplemente, se marchó. Y, encima, habiéndonos dicho que volvería en media hora, que es algo que nunca entenderé.
¿Tan difícil era avisarnos del cambio de turno, antes de marcharse o después? ¿Tan impensable habría sido venir a despedirse de nosotras, desearnos buena suerte o algo parecido, y quedar como una señora? A mí me parece que, en ese tipo de gestos, igual que en sus comentarios, mostraba una profesionalidad más que dudosa, a pesar de su aparente fachada de matrona-molona. Entre otras cosas porque, a aquellas horas, y según ella misma nos había comentado, el mío era el único parto que estaba atendiendo.
La nueva matrona, mucho más seca, me hizo empujar unas cuantas veces, después dijo: "Vale" y se marchó. Alma y yo volvimos a quedarnos solas, sin entender qué pasaba, hasta que, más de una hora después, volvimos a llamar. En esta ocasión, vino una residente a la que ya le preguntamos, abiertamente, qué narices pasaba. Afortunadamente, ella sí que nos dio una explicación: me habían dejado en "descenso pasivo", una situación que, según ella, solo se revisaba cada dos horas.
No entendía nada. ¿En qué momento había pasado de "En media hora empujamos" a "Hasta dentro de dos horas no nos llames"? ¿Quién había decidido qué, cuándo lo había decidido y por qué no nos habían informado? Y, sobre todo, ¿era aquella la única alternativa? ¿Era la mejor, habida cuenta de que yo seguía muriéndome de dolor por las contracciones?
Cuando les recordé esto último, su única respuesta fue volver a subirme la dosis de epidural, hasta un punto en que la matrona me dijo que había llegado al tope y que ya no me podían poner más. No podía creerlo: había intentado por todos los medios minimizar la exposición de mi hija a la epidural... y allí estaba, ¡de epidural hasta las cejas!
Llevaba cerca de doce horas en el paritorio cuando se me empezó a torcer el pensamiento. Alma, para animarme, me decía que mirara el gorrito y el body que tenían preparados para nuestra niña. Desde la cama, sin embargo, no alcanzaba a verlos, y mi mente de abortadora recurrente empezó a jugarme malas pasadas. ¿Y si mi hija nunca se ponía esa ropa? ¿Y si...? Intentaba apartar esos pensamientos como quien aparta una mosca; pero, como las moscas, los pensamientos volvían. ¿Y si...?
De repente, la matrona y la residente entraron en el paritorio. La primera dijo: "Te voy a poner esto" y me colocaron un tubito de oxígeno. Y se marcharon, sin decir nada. A mí aquello me impresionó vivamente, porque nunca en mi vida me habían puesto oxígeno, y, sobre todo, porque no sabía por qué me lo habían puesto. ¿Qué pasaba? ¿Quién necesitaba oxígeno? ¿Era yo? ¿O era mi hija?
A partir de ese momento, mi intranquilidad aumentó a un ritmo exponencial. Ya no se trataba de mí, del parto que me habría gustado tener, del que no quedaba ni el recuerdo. Se trataba de mi hija, encajada en mi pelvis, sometida a contracciones brutales durante casi doce horas. Con cada contracción, los latidos de su corazón se ralentizaban: al principio, levemente, y siempre se recuperaban rápido. Pero, poco a poco, el ritmo empezó a bajar y tardaba más tiempo en recuperarse.
Mi mente empezó a embotarse. El sonido del tubo de oxígeno y el del monitor colapsaban mis sentidos. Solo podía concentrarme en respirar, respirar hondo, tratar de que mi hija obtuviera todo el oxígeno posible, para que no le pasara nada. Mil pensamientos funestos nublaban mi vista. El gorrito y el body, ¿dónde estaban? No podía verlos, no podía pensar. Rota de dolor, borracha de miedo, solo alcazaba a repetirme, como en un mantra: "Por favor, por favor, que no le pase nada".
En un primer momento, parecía que mis esfuerzos con el oxígeno funcionaban. Pero dejaron de hacerlo muy pronto. Donde el monitor había marcado un ritmo cardiaco cercano a 100, empezaron a aparecer cifras de 90, 80, 70... Y cada vez durante más tiempo, sin apenas recuperación entre contracciones. La intranquilidad se transformó en angustia y, cuando empecé a ver cifras de 60, colapsé.
Llamamos la matrona. Ya me daba igual molestar o no molestar o lo que pensaran de mí. Mi hija estaba sufriendo y no lo podía permitir. Si me hubiera podido levantar de la cama, la habría agarrado de las solapas; pero, como no podía, le hablé alto y claro sobre lo que estaba ocurriendo. Ella me dijo lo de siempre: que no me preocupara, que en todo momento estaban observando mi monitor desde otra sala y que, si detectaban cualquier problema, en "diez minutos se plantaba en el paritorio todo el equipo". Yo le insistí en que aquella situación no me daba ninguna confianza, en que estaba muy angustiaba y en que, por favor, prestaran atención al bienestar de mi hija.
Nunca sabré si mis palabras desencadenaron lo que vino después y tampoco sabré si fue para bien o para mal. Pero, "diez minutos" después de hablar con la matrona, "todo el equipo" irrumpió en el paritorio. Como no podía ser de otra manera, la marabunta iba capitaneada por ella, La Ginecóloga Deshumanizada, cuyo turno, al contrario que el de la matrona-molona, no había terminado.
Sin dirigirme la palabra, se sentó entre mis piernas y empezó a gritar órdenes:
–¡Que vengan los de Neonatos! ¡Preparadme las palas!
Ante su presencia, y a pesar del miedo que atenazaba mi garganta, me relajé. Ya estaba: en cuanto a mí, todo había salido mal. Mi cuerpo iba a sufrir un destrozo, probablemente un destrozo gordo viniendo de aquella señora; pero ya no me importaba. Yo solo quería que sacaran a mi niña, que la liberaran por fin de yugo de mi cuerpo, ese lugar hostil que parecía haber amenazado su vida desde el primer minuto hasta el último.
La Ginecóloga abrió varias bolsas de material quirúrgico y me puso unos plásticos sobre las piernas. Yo solo pensaba que aquello no tenía pinta de cesárea, porque no me habían colocado la pantalla. Alma, que hasta entonces tenía la mano sobre mi rodilla, la colocó sobre uno de los plásticos.
–¡No lo toques! –gritó La Ginecóloga, dirigiéndole la palabra por primera vez. –¡Es material estéril! ¡Y lo has contaminado!
¿Cómo quería que lo supiera? ¿Cómo quería que supiéramos nada, si nadie nos hablaba?
De pronto, vi cómo empuñaba un instrumento con forma de T. Y lo primero que pensé fue: "Me van a extirpar el útero". Y mi siguiente pensamiento fue: "Bueno, pero, primero, sacarán a mi niña". Entonces, La Ginecóloga dio la vuelta al instrumento y vi que, por el otro lado, tenía una forma parecida al tapón de una botella de leche. No, no me iban a extirpar el útero. ¡Era una ventosa!
¿Tan difícil era informarnos de ello? ¿Tan impensable haberme dicho, mientras preparaba el material: "Mira, cielo, parece que tu niña se queja, así que vamos a ayudaros con una ventosa. No te preocupes, enseguida vas a verle la carita, confía en mí"?
Supongo que sí, que es mucho pedir.
Me dijeron que empujara un par de veces. Yo hice lo que pude y, de pronto, alguien empezó a gritarme muy cerca del oído:
–¿Por qué no empujas? ¡Te he dicho que empujes!
No podía creerlo. ¡Era el ginecólogo! Otra vez ese señor al que parecía que nunca oía la primera vez que me hablaba. Como prueba de la inmensa violencia de la situación, ella, La Ginecóloga Deshumanizada, tuvo que salir en mi defensa:
–No le digas nada, que lo está haciendo muy bien.
Mi Síndrome de Estocolmo se elevó a los cielos y estalló en fuegos artificiales.
Lo siguiente que dijo fue: "Ayúdame". Y ese señor dirigió sus garras hacia mi abdomen. Yo no daba crédito. ¿También eso? ¿Me iban a hacer una Kristeller, también? No podía creerlo. ¡Era el Parto de los Horrores! ¡Y no le faltaba detalle!
–No.
Lo dije bajito, pero lo dije. Había leído tanto sobre esa maniobra, estaba tan concienciada... El ginecólogo alejó sus manos unos centímetros y me miró sin decir nada. Y entonces comprendí la situación: mi hija tenía una ventosa en la cabeza y estaba sufriendo. Definitivamente, no era el momento de discutir sobre las recomendaciones de la OMS. Así que, a pesar de haber expresado mi disconformidad con lo que estaba a punto de ocurrir, miré, literalmente, hacia otro lado.
–¡Empuja!
Yo empujé.
Él presionó.
Ella tiró.
De pronto, un torbellino de huesos atravesó mi cuerpo. Y mi hija nació.
La colocaron sobre mi abdomen. Y, por primera vez, pude ver su carita. Lloraba bajito, asustada. Yo también lloraba. "Ya pasó, mi niña, ya pasó", le dije. Estaba bien, estaba sana. Y nada más importaba.
Solo recuerdo ese momento y lo recuerdo así. No sé si tardó más en salir, no sé cuántas veces empujé, ni siquiera recuerdo cuándo le cortaron el cordón. Solo sé que, a los pocos minutos, todo el paritorio se empezó a reír. Yo no entendía nada, y Alma tuvo que explicarme que la pequeña se había hecho pis encima de mi tripa. Entonces me reí también, aunque me dio mucha pena no haber sido capaz de notarlo porque no sentía mi cuerpo. Una enfermera se acercó por mi derecha y exclamó. "¡Qué buen color!". A pesar de todo lo que había pasado, mi campeona tuvo un Apgar de 9/10.
–Quiero ver la placenta.
Abrazada a mi pequeña, empecé a sentirme persona de nuevo, a recuperar el escaso control que tenía de la situación, todavía con fuerzas para cumplir alguno de los deseos que aún albergaba sobre mi parto.
–Primero tiene que salir –dijo La Ginecóloga.
–Lo sé.
Quería verla. Quería, de alguna manera, darle las gracias por haber alimentado a mi hija durante todo ese tiempo, por haberla mantenido con vida a pesar de todas las zancadillas que le había puesto mi cuerpo. No quería que la tiraran a la basura sin rendirle un pequeño homenaje, aunque fueran mental.
No tardó en salir. Me pareció grande, poderosa, densa. De ella colgaba la bolsa donde se había desarrollado mi hija, rota por un extremo. La Ginecóloga pareció disfrutar de aquella exhibición, como si, por un momento, me considerara un ser humano, me tuviera algún respeto.
Después, empezó a coserme. La residente de matrona, un poco detrás de ella, miraba con cara de horror. En pleno colapso hormonal, a mí hasta me pareció divertido: la veía mover las agujas y el hilo y sentía que estaba cosiendo una bufanda sobre mi cuerpo. Hablaba con el ginecólogo, sin mirarme, sin dejar de dar puntadas. "Pon un dedo aquí". "Si no tuviera pelo...". "No, no creo que en su caso sea necesario". Al final me dijo: "Han sido siete puntos externos; los internos no cuentan".
"No cuentan". Su frase preferida.
Me recomendó un gel para lavarlos y se marchó. Y el ginecólogo la siguió. Los de Neonatos ya habían salido, y, al poco rato, la matrona, la residente, una mujer que limpiaba y algunas personas más se fueron también.
El paritorio quedó en penumbra, en silencio. Por fin.
Y entre besos, abrazos, sonrisas y arrullos, fuimos estrenando esa vida por la que tanto habíamos luchado.
Al poco de que se marchara, mi recién estrenado bienestar estalló en mil pedazos. De pronto, empecé a notar una ligera contracción en el glúteo derecho. Por un momento, creí que me lo estaba inventando, que era una especie de reflejo. Sin embargo, no tardó en repetirse y no tardó en ir a más. Al cabo de un rato, no me quedó ninguna duda: ¡las contracciones habían vuelto!
Llamamos a la matrona y le explicamos la situación. Ella me dijo que la epidural se distribuye por gravedad y que, probablemente, todo se arreglaría si me recostaba sobre el lado derecho. Así lo hicimos y, aunque noté cierto alivio al principio, a los pocos minutos el efecto se pasó y las contracciones seguían allí. Solo las notaba en el glúteo, pero volvían a ser dolorosísimas y, esta vez, me tocaba pasarlas tumbada e inmóvil, lo que era una auténtica tortura.
–Es como si el catéter se te hubiera torcido, pero... ¡es imposible!
Pues hija, si tengo todos los síntomas de una epidural lateralizada, ¡será porque la tengo! La matrona, sin embargo, defendió el trabajo de la anestesista contra toda evidencia y allí nunca apareció nadie que intentara arreglar el desaguisado. Todo lo que conseguí con mis quejas es que me fuera subiendo la dosis de epidural; así que, al final, pasé de poder mover los dos pies y sentir las piernas acorchadas (que es lo que me dijeron que tenía que notar) a perder completamente la pierna izquierda (de ahí en adelante, me la tuvieron que mover) y que se me subiera la anestesia hasta las tetas. Para colmo de males, la epidural me provocaba temblores, por lo que el panorama era desolador: tumbada en la cama, con medio cuerpo muerto, gimiendo de dolor por el otro medio y temblando sin parar.
Por eso, una hora después, sentí un alivio inmenso cuando la matrona me hizo otro tacto:
–Pero cómo no te va a doler, maja... ¡si estás en completa!
Aquello fue como oír cantar a un coro celestial. ¡La dilatación había terminado! Siete horas para cuatro centímetros, una hora para seis centímetros. Parecía que, por fin, el Parto de Murphy, en el que las tostadas siempre caían por el lado de la mantequilla, se encaminaba a su recta final.
En ese momento me acordaba de nuestra matrona del centro de salud y de sus explicaciones sobre el expulsivo: "En primerizas suele durar entre media hora y dos horas. Más sería una barbaridad...". Desde que el catéter se torció, además, yo me había estado consolando en la idea de que, si notaba las contracciones, también tendría ganas de empujar, que era otro de los motivos por los que habría preferido no ponerme la epidural. Así que, para cuando la matrona dijo lo de "Con la siguiente contracción, empuja", yo ya me había venido muy arriba. Estaba segura de que me quedaba nada y menos para terminar.
–Venga, ahora... ¡empuja!
Ni siquiera me moví. No me encontraba las ganas de empujar por ningún lado ni sabía cómo hacerlo. Tumbada en aquella cama, con la anestesia paralizándome la mayor parte del cuerpo y un tripón de 39 semanas, ¿qué pretendía que hiciera? ¿Una abdominal?
–Mira... es que no sé ni por dónde empezar.
La matrona se me quedó mirando unos instantes y, entonces, parece que se le encendió la bombilla y sacó unas agarraderas de la cama. En la siguiente contracción, las cogí con fuerza y, tirando de brazos, logré empujar... o algo parecido.
Me sentía tan inútil... Era perfectamente consciente de no estar haciendo un buen trabajo. No conseguía enfocar toda la fuerza de mi cuerpo, no era capaz de controlar mis músculos. La situación me avergonzaba y, a la vez, me llenaba de rabia. Rabia por no haber podido aprender a empujar en el curso de preparación y rabia porque aquello no se parecía en nada a lo que había imaginado.
Yo me imaginaba a cuatro patas sobre una colchoneta, sentada en la silla de partos, de pie apoyada en la cama o en Alma. Me imaginaba moviéndome, adoptando todas las posiciones que había ensayado, dejándome llevar por la fuerza de mi cuerpo, por esas ganas irrefrenables de ayudar a mi hija a nacer. Sin embargo, estaba allí tumbada, anestesiada, prácticamente inmovilizada. La matrona me daba instrucciones para empujar en apnea, "hacia el culo"; y yo seguía sus instrucciones porque no sabía qué más hacer, a pesar de la certeza que me invadía de que aquello no era lo más recomendable.
Estuve empujando cerca de una hora. La matrona me dijo que la niña venía muy bien colocada, que ya había girado la cabeza; incluso le enseñó a Alma cómo se entreveía ya su pelo (yo me quedé con las ganas de verlo porque nadie tuvo el detalle de acercarme un espejo). Al parecer, sin embargo, aún me quedaban "más de diez empujones", así que decidió dejarme descansar "media hora".
–Después vuelvo y seguimos empujando.
La verdad es que la posibilidad de "descansar" en medio del expulsivo me llamó mucho la atención, porque era algo que desconocía. En aquel momento, no obstante, me fie de su criterio, consciente como era de que mis empujones no estaban siendo todo lo efectivos que podían. Tal vez, pensaba, un pequeño descanso me ayudara a juntar las fuerzas necesarias para hacerlo mejor; a pesar de que la palabra "descanso" se me aplicaba bastante mal, ya que, debido a la lateralización de la epidural, seguía sufriendo el dolor de las contracciones y gimiendo cada pocos minutos.
La media hora pasó y por allí no apareció nadie. Alma y yo quisimos dejar un tiempo de cortesía, pero a la hora y y cuarto, valorando muy seriamente que se hubiesen olvidado de nuestra existencia, llamamos. Entonces entró una matrona distinta, y entendimos que el turno de la anterior había terminado.
Sé que fue un detalle, pero fue un detalle muy feo. Después de pasar todo el día con nosotras, de intentar que creyésemos que se esforzaba por hacer un buen trabajo (a pesar de sus comentarios fuera de lugar), de mostrarnos simpatía, confianza... simplemente, se marchó. Y, encima, habiéndonos dicho que volvería en media hora, que es algo que nunca entenderé.
¿Tan difícil era avisarnos del cambio de turno, antes de marcharse o después? ¿Tan impensable habría sido venir a despedirse de nosotras, desearnos buena suerte o algo parecido, y quedar como una señora? A mí me parece que, en ese tipo de gestos, igual que en sus comentarios, mostraba una profesionalidad más que dudosa, a pesar de su aparente fachada de matrona-molona. Entre otras cosas porque, a aquellas horas, y según ella misma nos había comentado, el mío era el único parto que estaba atendiendo.
La nueva matrona, mucho más seca, me hizo empujar unas cuantas veces, después dijo: "Vale" y se marchó. Alma y yo volvimos a quedarnos solas, sin entender qué pasaba, hasta que, más de una hora después, volvimos a llamar. En esta ocasión, vino una residente a la que ya le preguntamos, abiertamente, qué narices pasaba. Afortunadamente, ella sí que nos dio una explicación: me habían dejado en "descenso pasivo", una situación que, según ella, solo se revisaba cada dos horas.
No entendía nada. ¿En qué momento había pasado de "En media hora empujamos" a "Hasta dentro de dos horas no nos llames"? ¿Quién había decidido qué, cuándo lo había decidido y por qué no nos habían informado? Y, sobre todo, ¿era aquella la única alternativa? ¿Era la mejor, habida cuenta de que yo seguía muriéndome de dolor por las contracciones?
Cuando les recordé esto último, su única respuesta fue volver a subirme la dosis de epidural, hasta un punto en que la matrona me dijo que había llegado al tope y que ya no me podían poner más. No podía creerlo: había intentado por todos los medios minimizar la exposición de mi hija a la epidural... y allí estaba, ¡de epidural hasta las cejas!
Llevaba cerca de doce horas en el paritorio cuando se me empezó a torcer el pensamiento. Alma, para animarme, me decía que mirara el gorrito y el body que tenían preparados para nuestra niña. Desde la cama, sin embargo, no alcanzaba a verlos, y mi mente de abortadora recurrente empezó a jugarme malas pasadas. ¿Y si mi hija nunca se ponía esa ropa? ¿Y si...? Intentaba apartar esos pensamientos como quien aparta una mosca; pero, como las moscas, los pensamientos volvían. ¿Y si...?
De repente, la matrona y la residente entraron en el paritorio. La primera dijo: "Te voy a poner esto" y me colocaron un tubito de oxígeno. Y se marcharon, sin decir nada. A mí aquello me impresionó vivamente, porque nunca en mi vida me habían puesto oxígeno, y, sobre todo, porque no sabía por qué me lo habían puesto. ¿Qué pasaba? ¿Quién necesitaba oxígeno? ¿Era yo? ¿O era mi hija?
A partir de ese momento, mi intranquilidad aumentó a un ritmo exponencial. Ya no se trataba de mí, del parto que me habría gustado tener, del que no quedaba ni el recuerdo. Se trataba de mi hija, encajada en mi pelvis, sometida a contracciones brutales durante casi doce horas. Con cada contracción, los latidos de su corazón se ralentizaban: al principio, levemente, y siempre se recuperaban rápido. Pero, poco a poco, el ritmo empezó a bajar y tardaba más tiempo en recuperarse.
Mi mente empezó a embotarse. El sonido del tubo de oxígeno y el del monitor colapsaban mis sentidos. Solo podía concentrarme en respirar, respirar hondo, tratar de que mi hija obtuviera todo el oxígeno posible, para que no le pasara nada. Mil pensamientos funestos nublaban mi vista. El gorrito y el body, ¿dónde estaban? No podía verlos, no podía pensar. Rota de dolor, borracha de miedo, solo alcazaba a repetirme, como en un mantra: "Por favor, por favor, que no le pase nada".
En un primer momento, parecía que mis esfuerzos con el oxígeno funcionaban. Pero dejaron de hacerlo muy pronto. Donde el monitor había marcado un ritmo cardiaco cercano a 100, empezaron a aparecer cifras de 90, 80, 70... Y cada vez durante más tiempo, sin apenas recuperación entre contracciones. La intranquilidad se transformó en angustia y, cuando empecé a ver cifras de 60, colapsé.
Llamamos la matrona. Ya me daba igual molestar o no molestar o lo que pensaran de mí. Mi hija estaba sufriendo y no lo podía permitir. Si me hubiera podido levantar de la cama, la habría agarrado de las solapas; pero, como no podía, le hablé alto y claro sobre lo que estaba ocurriendo. Ella me dijo lo de siempre: que no me preocupara, que en todo momento estaban observando mi monitor desde otra sala y que, si detectaban cualquier problema, en "diez minutos se plantaba en el paritorio todo el equipo". Yo le insistí en que aquella situación no me daba ninguna confianza, en que estaba muy angustiaba y en que, por favor, prestaran atención al bienestar de mi hija.
Nunca sabré si mis palabras desencadenaron lo que vino después y tampoco sabré si fue para bien o para mal. Pero, "diez minutos" después de hablar con la matrona, "todo el equipo" irrumpió en el paritorio. Como no podía ser de otra manera, la marabunta iba capitaneada por ella, La Ginecóloga Deshumanizada, cuyo turno, al contrario que el de la matrona-molona, no había terminado.
Sin dirigirme la palabra, se sentó entre mis piernas y empezó a gritar órdenes:
–¡Que vengan los de Neonatos! ¡Preparadme las palas!
Ante su presencia, y a pesar del miedo que atenazaba mi garganta, me relajé. Ya estaba: en cuanto a mí, todo había salido mal. Mi cuerpo iba a sufrir un destrozo, probablemente un destrozo gordo viniendo de aquella señora; pero ya no me importaba. Yo solo quería que sacaran a mi niña, que la liberaran por fin de yugo de mi cuerpo, ese lugar hostil que parecía haber amenazado su vida desde el primer minuto hasta el último.
La Ginecóloga abrió varias bolsas de material quirúrgico y me puso unos plásticos sobre las piernas. Yo solo pensaba que aquello no tenía pinta de cesárea, porque no me habían colocado la pantalla. Alma, que hasta entonces tenía la mano sobre mi rodilla, la colocó sobre uno de los plásticos.
–¡No lo toques! –gritó La Ginecóloga, dirigiéndole la palabra por primera vez. –¡Es material estéril! ¡Y lo has contaminado!
¿Cómo quería que lo supiera? ¿Cómo quería que supiéramos nada, si nadie nos hablaba?
De pronto, vi cómo empuñaba un instrumento con forma de T. Y lo primero que pensé fue: "Me van a extirpar el útero". Y mi siguiente pensamiento fue: "Bueno, pero, primero, sacarán a mi niña". Entonces, La Ginecóloga dio la vuelta al instrumento y vi que, por el otro lado, tenía una forma parecida al tapón de una botella de leche. No, no me iban a extirpar el útero. ¡Era una ventosa!
¿Tan difícil era informarnos de ello? ¿Tan impensable haberme dicho, mientras preparaba el material: "Mira, cielo, parece que tu niña se queja, así que vamos a ayudaros con una ventosa. No te preocupes, enseguida vas a verle la carita, confía en mí"?
Supongo que sí, que es mucho pedir.
Me dijeron que empujara un par de veces. Yo hice lo que pude y, de pronto, alguien empezó a gritarme muy cerca del oído:
–¿Por qué no empujas? ¡Te he dicho que empujes!
No podía creerlo. ¡Era el ginecólogo! Otra vez ese señor al que parecía que nunca oía la primera vez que me hablaba. Como prueba de la inmensa violencia de la situación, ella, La Ginecóloga Deshumanizada, tuvo que salir en mi defensa:
–No le digas nada, que lo está haciendo muy bien.
Mi Síndrome de Estocolmo se elevó a los cielos y estalló en fuegos artificiales.
Lo siguiente que dijo fue: "Ayúdame". Y ese señor dirigió sus garras hacia mi abdomen. Yo no daba crédito. ¿También eso? ¿Me iban a hacer una Kristeller, también? No podía creerlo. ¡Era el Parto de los Horrores! ¡Y no le faltaba detalle!
–No.
Lo dije bajito, pero lo dije. Había leído tanto sobre esa maniobra, estaba tan concienciada... El ginecólogo alejó sus manos unos centímetros y me miró sin decir nada. Y entonces comprendí la situación: mi hija tenía una ventosa en la cabeza y estaba sufriendo. Definitivamente, no era el momento de discutir sobre las recomendaciones de la OMS. Así que, a pesar de haber expresado mi disconformidad con lo que estaba a punto de ocurrir, miré, literalmente, hacia otro lado.
–¡Empuja!
Yo empujé.
Él presionó.
Ella tiró.
De pronto, un torbellino de huesos atravesó mi cuerpo. Y mi hija nació.
La colocaron sobre mi abdomen. Y, por primera vez, pude ver su carita. Lloraba bajito, asustada. Yo también lloraba. "Ya pasó, mi niña, ya pasó", le dije. Estaba bien, estaba sana. Y nada más importaba.
Solo recuerdo ese momento y lo recuerdo así. No sé si tardó más en salir, no sé cuántas veces empujé, ni siquiera recuerdo cuándo le cortaron el cordón. Solo sé que, a los pocos minutos, todo el paritorio se empezó a reír. Yo no entendía nada, y Alma tuvo que explicarme que la pequeña se había hecho pis encima de mi tripa. Entonces me reí también, aunque me dio mucha pena no haber sido capaz de notarlo porque no sentía mi cuerpo. Una enfermera se acercó por mi derecha y exclamó. "¡Qué buen color!". A pesar de todo lo que había pasado, mi campeona tuvo un Apgar de 9/10.
–Quiero ver la placenta.
Abrazada a mi pequeña, empecé a sentirme persona de nuevo, a recuperar el escaso control que tenía de la situación, todavía con fuerzas para cumplir alguno de los deseos que aún albergaba sobre mi parto.
–Primero tiene que salir –dijo La Ginecóloga.
–Lo sé.
Quería verla. Quería, de alguna manera, darle las gracias por haber alimentado a mi hija durante todo ese tiempo, por haberla mantenido con vida a pesar de todas las zancadillas que le había puesto mi cuerpo. No quería que la tiraran a la basura sin rendirle un pequeño homenaje, aunque fueran mental.
No tardó en salir. Me pareció grande, poderosa, densa. De ella colgaba la bolsa donde se había desarrollado mi hija, rota por un extremo. La Ginecóloga pareció disfrutar de aquella exhibición, como si, por un momento, me considerara un ser humano, me tuviera algún respeto.
Después, empezó a coserme. La residente de matrona, un poco detrás de ella, miraba con cara de horror. En pleno colapso hormonal, a mí hasta me pareció divertido: la veía mover las agujas y el hilo y sentía que estaba cosiendo una bufanda sobre mi cuerpo. Hablaba con el ginecólogo, sin mirarme, sin dejar de dar puntadas. "Pon un dedo aquí". "Si no tuviera pelo...". "No, no creo que en su caso sea necesario". Al final me dijo: "Han sido siete puntos externos; los internos no cuentan".
"No cuentan". Su frase preferida.
Me recomendó un gel para lavarlos y se marchó. Y el ginecólogo la siguió. Los de Neonatos ya habían salido, y, al poco rato, la matrona, la residente, una mujer que limpiaba y algunas personas más se fueron también.
El paritorio quedó en penumbra, en silencio. Por fin.
Y entre besos, abrazos, sonrisas y arrullos, fuimos estrenando esa vida por la que tanto habíamos luchado.
5 comentarios:
Con mi hijo durmiendo en el fular estuve leyendo tu entrada, yo que pensaba que la última parte mejoraría, por favor que llorera! Que rabia, que impotencia y que enfado.
Quiero preguntarte, cómo te encuentras?
Ya se que ha pasado tiempo y espero que esta horrorosa experiencia no te deje una huella muy profunda.
No entiendo como trabajando donde trabajan no desarrollan un mínimo de empatía o no se les exige un mínimo de amabilidad, parte de la profesionalidad. Que triste.. Me gustaría que esta gente leyera tus entradas a ver si se les cae la cara de vergüenza.
Cuéntanos cómo han ido las cosas después, por favor que sean noticias BUENAS! Te lo mereces, os lo mereceis!!!
Besos, Maria
Es realmente triste la violencia obstétrica con la que te trataron, sin educación siquiera. El personal sanitario que no sabe tratar a las personas adecuadamente debería trabajar en otro sitio.
Espero que te hayas recuperado bien y que no tengas secuelas graves del parto.
Un abrazo
Muchas gracias por vuestros comentarios :D
María, qué imagen tan bonita, con tu niño en el fular... Cuánto me alegro por ti, de verdad ;) Una de las secuelas de mi parto es que he tardado mucho en poder portear. ¡Con la ilusión que me hacía! Pero bueno, al final lo he conseguido, aunque con mucho esfuerzo...
Ana, gracias por nombrarlo, violencia obstétrica, con todas sus letras. Creo que el primer paso para que estas cosas dejen de ocurrir es que tomemos conciencia de lo que son, que las nombremos y que no nos conformemos.
Ya os contaré cómo me he ido recuperando en próximas entradas. Ha sido muy duro, ¡pero se puede! ;)
Remedios, me ha emocionado tu parto por lo campeona que fuiste, porque ni un momento se te olvidó que lo importante era tu hija, y aguantaste los malos modos, humillación y violencia obstétrica por su seguridad. Nunca podemos prever cómo es un parto y realmente, lo importante de los partos es el resultado, y en vuestro caso, estáis las 3 bien, juntas y felices, pero es una pena sentirse así en un momento tan importante, cuesta tan poco hacer lo mismo pero con otro talante, con otro tacto, delicadeza...Cuando el personal médico no te hace sentirte respetada, por buenos que sean, pierden para mí todo el valor. Cuéntanos cosas de la baby, anda, que se nos alegre el ánimo!
Muchas gracias por tus comentarios, Luli, me hacen sentir muy acompañada :D
Por supuesto que lo más importante es que las tres estamos bien y que el sufrimiento de mi hija no fue grave. Pero, como tú dices, hay otras maneras, y desde mi humilde punto de vista, no cuesta tanto mejorarlas.
Yo también trabajo con personas (adolescentes, para más señas) y sé lo duro que es. Pero también entiendo, desde el primer día, que no se les puede tratar como si fueran pedazos de carne con ojos. Y eso que mis armas son las tizas y los bolis, y no las tijeras ni los bisturís ;)
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