miércoles, 11 de julio de 2018

La no-consulta en Esterilidad de la Seguridad Social

Este es uno de los episodios más desagradables de mi andadura, y, de hecho, había tomado la decisión de no contarlo. Cuando escribí esta entrada, en la que exponía mis dudas acerca de la conveniencia de relatar todas y cada una de mis experiencias con la infertilidad, me refería, concretamente, a lo que voy a explicar ahora. Para mi total y absoluta desgracia (¡y me quedo corta!), me veo obligada a contarlo para que se entienda mi parto en todo su esplendor.

Como ya expliqué en su momento, cuando, después del tercer aborto, acudí a mi doctora de cabecera para que me derivase a Ginecología y Hematología, donde probar suerte con las nuevas pruebas que me tenía que hacer; ella decidió darme una cita con Esterilidad, para que decidieran allí si debían derivarme o no. Esta decisión me dejó sin la atención médica que necesitaba en ese momento, me impidió intentar hacerme unas pruebas a las que (¡creo!) tenía derecho y, por si esto fuera poco, también hizo que viviera una experiencia médica sumamente desagradable. Una experiencia que, además, no sirvió absolutamente para nada. Para nada bueno.

La espera previa a la cita era de cinco meses, algo que daba al traste con los tiempos necesarios para el tratamiento del que nació mi hija. Sin embargo, para ser una cita con Esterilidad, me parecía muy poco tiempo; de hecho, sospeché que algo extraño pasaba cuando, además, resultó que debía acudir a un centro de especialidades y no al hospital. Como descubrí después, lo que ocurría es que, antes de tener la consulta con Esterilidad, hay que pasar por el filtro de Ginecología, donde deciden si la derivación a Esterilidad es pertinente o no.

Dejando a un lado el absurdo de que me deriven a Ginecología para que me deriven a Esterilidad para que decidan si deben derivarme a Ginecología (¡!), cuando llegó el día de la cita, acababan de pedirme nuevos análisis en Inmunología, así que pensé que, aparte de "entrar en el sistema" (que era para lo que pensaba aprovechar esta consulta), tal vez podría conseguir que me hicieran estos análisis. En cualquier caso, y después de esperar tres años para que la Seguridad Social dejara de discriminarme por ser lesbiana, lo que más deseaba era exponer mi caso. Hablar. Sentirme acogida por un servicio, la Sanidad Pública, del que soy una firme defensora.

Todos mis anhelos estallaron durante el primer minuto de la consulta. La ginecóloga no me preguntó nada, no me dejó hablar, no le importó un pimiento para qué iba yo allí. Tan solo me pidió el parte interconsulta, donde mi doctora de cabecera había escrito un escueto "Solicito valoración para Esterilidad por abortos", y me indicó que pasara detrás de la cortina y me desvistiera de cintura para abajo.

–Pero... ¿qué me van a hacer?

No entendía nada. Mi historia médica era compleja y yo llevaba una carpeta repleta de pruebas para enseñarle. No pensaba que fuera a hacerme nada, yo iba a esa consulta a hablar.

Me sentí tan vulnerable, tan pedazo de carne con ojos. Basta decir que, por aquel entonces, acababa de pasar por el trauma de la segunda biopsia de endometrio, esa carnicería a la que me sometieron tras la histeroscopia diagnóstica. Eso, por no hablar de las otras chorrocientas pruebas (citologías, exudados, una histerosalpingografía, otra biopsia de endometrio) que llevaba perfectamente documentadas en mi carpeta. Pero la ginecóloga no sabía nada de todo aquello porque no se había molestado en preguntarme, en hablar conmigo.

Lo primero que hizo fue gritarme, claro. Gritarme por no estar relajada mientras hundía sus dedos en mi cuerpo, mientras manejaba un ecógrafo sin ningún respeto por mi condición de ser humano:

–¡Estás tensa! ¡Mira tus piernas! ¡Yo así no puedo trabajar! ¡No puedo!

Todavía hoy, más de un año después, se me escapan las lágrimas al recordarlo. 

Pero entonces no lloré. No quise darle el gusto. Tan solo miré para otro lado mientras ella me sometía a aquella retahíla de vejaciones, y tomé una decisión: nunca más. Nunca más me prestaría a otra prueba ginecológica inútil. Estaba más que comprobado que mi problema no residía en el útero. Si alguna vez algún médico intentaba volver a ecografiarme, medirme el útero, meter sus dedos en mi vagina, simplemente diría que no. ¡Que no! Me negaría. 

Yo, que tanto me había preguntado dónde debía establecer los límites de esta aventura médica, me topé de golpe con uno. Porque, efectivamente, los límites existen, y son evidentes cuando te los encuentras. Afortunadamente, aquel pensamiento, aquella pequeña revolución, ese paréntesis en el absurdo, me hizo sentir empoderada, liberada, dueña de un trocito de mi existencia en medio del pavoroso huracán de la infertilidad.

Solo cuando salí de detrás de la cortina, empezaron las preguntas.

–¿Te quedaste embarazada de forma natural?

Claro. Cuando no te has dignado a mantener una mínima conversación con la persona que tienes enfrente, todo se vuelve ridículo. Después de que me ensartara como a un pincho moruno, tuve que explicarle que no, que yo era lesbiana, que aquella mujer que me acompañaba no era ni mi amiga ni mi hermana, sino mi pareja, y que si acudíamos ahora por primera vez a la Seguridad Social, era porque, hasta entonces, habíamos sido discriminadas por nuestra orientación sexual. Motivo por el cual nos habíamos visto obligadas a realizar nueve tratamientos en dos clínicas privadas, junto a un número importante de pruebas médicas que nos habrían permitido ahorrarnos el episodio de violencia ginecológica que acababa de acontecer.

Esto último no lo expresé con esas palabras, pero creo que se entendió.

Entonces pasó a preguntarme por mis abortos. En cuanto le dije con cuántas semanas había perdido el segundo embarazo, le faltó tiempo para asestarme una nueva puñalada:

–¡Ese no cuenta!

Sé que en la Seguridad Social tienen el "protocolo" de ignorar cualquier embarazo que no haya podido ser documentado mediante una ecografía; pero eso no lo hace menos doloroso. En este caso, además, la ginecóloga parecía contenta de ningunear mi experiencia, como si hubiera salido el número que le faltaba para cantar bingo. A regañadientes, no obstante, apuntó en el informe este aborto y el siguiente.

Luego me dijo que me iba a mandar unos análisis. Así, "unos análisis". Y ahí, ya, me planté. Si no eran los análisis que necesitaba, no iba a hacérmelos. No iba a esperar semanas, a perder otra mañana, a volver a esperar semanas... para que me dijeran, ¡no sé!, que tengo Síndrome de Ovarios Poliquísticos. Eso ya lo sabía. Sabía muchas cosas. Estaba en el nivel de complejidad que estaba y no iba a retroceder.

–Pero, ¿de qué son los análisis? Porque yo ya tengo muchas pruebas hechas.
–Pues de hormonas.
–Ya, pero, ¿de qué hormonas?
–Pues hormonas.

Era evidente que me estaba tratando como a una imbécil, y yo no podía más. Tres años y un máster involuntario en bioquímica me impedían seguir manteniendo ese diálogo de besugos. Así que puse la carpeta encima de la mesa, saqué todo el taco de pruebas y, muy despacio, volví a repetir la pregunta:

–¿Qué hor-mo-nas?

Ella resopló y me dijo algunos ejemplos, esperando, sin duda alguna, que yo me quedara boquiabierta como una gilipollas. Pero no fue así. Rebusqué entre mis papeles y los fui sacando todos, uno tras otro. El perfil hormonal básico, el del SOP, el estudio de trombofilia, el cariotipo, anticuerpos variados, celiaquía, tiroides, vitamina D... Etcétera. Ella se los iba pasando a la enfermera para que tomara nota. Cuando terminamos, me dijo que ya no me iba a mandar los análisis. Que lo tenía todo. ¡Menuda sorpresa!

Así que, por fin, me dio el volante para solicitar la consulta con Esterilidad. En cuanto salí por la puerta, me puse a llorar. A llorar y a gritar, que se me escuchaba por todo el centro de salud. Pero me dio igual. Aquello había sido el colmo de los colmos, un maltrato físico y emocional, un insulto a mi inteligencia, a mi dignidad. Y lo peor de todo: había sido inútil. Completamente inútil.

Estábamos en enero y la cita con Esterilidad nos la dieron para noviembre: esos tiempos sí que me cuadraban. Por suerte, para cuando llegó yo ya estaba embarazada de seis meses. Aun así, me dieron ganas de ir. Quería, sencillamente, ocupar mi espacio, ese espacio que se me había hurtado durante tanto tiempo. Al final, sin embargo, Alma me convenció de que era mucho más solidario anular la cita para que otra familia pudiera aprovecharla. Y así lo hice. O, al menos, así intenté hacerlo, porque ponerse en contacto telefónico con el hospital se reveló como una tarea inútil.

Relatar este episodio me recuerda cuánto hay todavía que sanar en mi interior, cuánto dolor he acumulado a lo largo de estos años. Ni siquiera la existencia de mi hija, una culminación grandiosa para todo este proceso, ha logrado realizar el milagro. Supongo que necesito tiempo, mucho tiempo. Y escribir mucho, ¡muchísimo!, sobre todo ello.

2 comentarios:

Luli Lulita dijo...

Pues si necesitas escribir, aquí estamos para leerte. Un abrazo bien grande

Anónimo dijo...

Que rabia da leer lo que te ha pasado y aún más que la culpable se ha ido de rositas. No, estas cosas no se olvidan.
Estoy a punto de conocer a mi hijo, pero no olvido todas las putadas que me hicieron en la Fe de Valencia.Ni sus comentarios prepotentes cuando preguntaba algo,en plan: si quieres tratamiento a la carta ve a la privada, como si ellos de sus bolsillos me pagaran los tratamientos de la SS.Ni su negativa a mirar mis pruebas pagadas por mi(ya que como no los han pedido no les interesa mirarlos, perdona??). Ni que cada vez que iba a la cita me tenía que tomar un lexatin para poder soportarla. Me han hecho putadas más grandes como perder nuestro historial y hacernos esperar 1.5 años más en la lista. Reclame y en lugar de arreglarlo me han humillado.

Pero la naturaleza se apiado de mi y me regaló un embarazo milagro mientras esperaba el p.sobre para el tercer tratamiento en la FE.

Pero me duele que ninguno ha pagado por todo el daño que me ha hecho, me dolió otro dia ver un programa donde salia el jefazo de la Fe el tal dr. Rubio explicando de mal lo pasan las mujeres en los tratamientos FIV y como les apoyan, me daba asco. No, esto no se olvida tan fácilmente..

María

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