lunes, 22 de diciembre de 2014

La pesadilla de cada navidad



La Navidad es para mí, sin duda alguna, la peor época del año. Me da pavor. Desde que empiezo a notar las aglomeraciones de gente comprando, las primeras luces, los anuncios de juguetes y colonias... mi cuerpo comienza a ponerse alerta y solo quiero salir corriendo, enterrarme en una cueva y despertar bien pasado el año nuevo.

En mi familia, la Navidad ha sido siempre una época de conflictos. Era el momento preferido de mi abuela para recordarnos a todos lo infeliz que se sentía y darnos la noticia de que no pensaba invitar a nadie a su casa. Recuerdo esperar su fatídica llamada durante la mañana de Nochebuena (avisar con tiempo es cargarse el dramatismo), con un nudo en el estómago y el miedo de no poder representar aquella noche las reuniones familiares repletas de sonrisas y abrazos que veía por la tele.

Nunca sabía cómo íbamos a pasar las Navidades. Los problemas que se habían conseguido mantener soterrados el resto del año, estallaban en estas fechas como fuegos artificiales. Durante algunos años, mis padres decidieron cambiar de planes y visitar a la familia más alejada, esa con la que no convives el resto del tiempo y con la que los roces son más suaves. Pasábamos así dos o tres Navidades tranquilas, pero al cabo de los años, estos planes también se agotaban. 

Tras la infancia y la adolescencia, superados los problemas con el resto de la familia a base de aislamiento, llegó lo que jamás esperé que ocurriera: estalló la guerra en mi propia casa. Mi hermano decidió pasarse las cenas encerrado en su habitación y yo tuve que aguantar la cara de mis padres sabiendo que me consideraban una idiota enajenada que creía haberse convertido en lesbiana. Por si esto fuera poco, mi madre decidió retomar el papel de mujer vapuleada por la vida que tan bien había representado mi abuela anteriormente, y pasearse por la casa haciéndonos saber a todos lo triste que se sentía, como si solo ella en el universo albergara un corazón el pecho.

Cuando mi psicóloga me reveló que yo era una persona muy familiar, entendí el profundo malestar que me provocaban las Navidades, pues en esta época del año es cuando se muestra con mayor intensidad que mi familia no se parece a lo que en los diferentes momentos de mi vida habría deseado. También comprendí entonces por qué, a pesar de renegar de estas festividades, desde que empecé a vivir en mi propia casa me he esforzado por mantener algo de ilusión en estas fechas, cocinando, decorando, invitando, regalando y tratando de volver a prender la hoguera de calor familiar que tantas veces me ha faltado.

Ni siquiera en esta Navidad de AUSENCIA con mayúsculas pienso dejar de intentarlo.

2 comentarios:

Opiniones incorrectas dijo...

Ahora ya tienes tu propia familia, que aunque pequeñita aún es TUYA y vale más calidad que cantidad.

A mí me encantan estas fechas y tampoco permito que nadie me las amargue.

Espero que te lo pases genial...

¡¡¡FELICES FIESTAS, GUAPA!!!

Anónimo dijo...

Madre mía que amargura! Cada vez que escribes se respira pesimismo, tristeza, como si estuvieras inmersa en una catastrófica desgracia permanente e insuperable. Hija mía así no vamos bien, hay que saber en esta vida ver el vaso medio lleno, tampoco vives una situación tan sumamente trágica ni desdichada como para reflejar ese estado de amargura permanente.
No te servirá de nada sino todo lo contrario ir haciendo pena a los demás.

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