Es curioso cómo llega a nuestra mente la apetencia de una forma, de un color. Paseando por mi cuaderno de mandalas, me detuve en un círculo de formas bastante sencillas, y tuve claro que aquel sería el mandala amarillo.
Lo coloreé durante los tratamientos de inseminación artificial. Tenía la voluntad de que el amarillo me aportase la luminosidad que necesitaba en aquellos días tan oscuros, que simbolizase la luz al final del túnel que tanto deseaba.
Cuando lo miro ahora, sin embargo, me transmite una sensación de amargura, de esperanza truncada. Sus formas me sugieren vaginas abiertas y úteros cerrados. Manos dispuestas, alas caídas y un proceso frágil y doloroso.
Nunca me fijo en el título para elegir los mandalas, prefiero que me guíen su forma y el color que yo imagino. No obstante, parece que su magia realmente funciona, pues mi mandala amarillo se titulaba "La resiliencia". Estaba acompañado de un párrafo que hablaba sobre la enseñanza del sufrimiento, de cómo el dolor puede originar la sabiduría que nos ayuda a avanzar.
Todas esas palabras me molestaban mientras lo estaba coloreando. En aquellos momentos no podía pensar que los tratamientos fueran a salir mal. No quería aprender nada sobre ellos: quería que tuvieran un final feliz. Con la arrogancia que caracteriza a los héroes trágicos, situaba mi voluntad por encima de la voluntad con la que el mandala fue creado, deseando transformar sus formas (que ya entonces eran para mí bastante claras) y cambiar su significado.
Hoy, sin embargo, soy capaz de observar el mandala y apreciar la fuerza que transmite. Junto al dolor lacerante encuentro también la determinación de no dejarse vencer, la protección que otorga una seguridad absoluta en que el camino que estás recorriendo te lleva al lugar donde quieres estar. Cuando miro este mandala, siento que se ha cumplido un ciclo: un ciclo duro que me ha demostrado nuevamente cómo soy capaz de cuidar de mí misma aun en los momentos más difíciles, una nueva experiencia que atesorar junto a aquellas que conforman mi vida y me hacen ser quien soy.
Al pintarlo, no sabía cuánto se iban a alargar los tratamientos de inseminación artificial. El número osciló siempre entre cuatro o cinco, pero, evidentemente, también existía la posibilidad de que necesitásemos muchos menos. Asombrosamente, este mandala se basa en el número cuatro, el número de intentos que finalmente realizamos: sin quererlo ni planearlo cuando lo coloreé, el mandala amarillo se ha convertido en el resumen más elocuente de mi experiencia con la inseminación artificial.
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