Cuando era pequeña tenía un libro que se llamaba así: Me importa un comino el rey Pepino. No recuerdo muy bien de qué iba, solo sé que había un rey Pepino muy desagradable que se había instalado en el sótano. Por alguna razón, hoy me ha venido a la mente, y solo tengo ganas de gritar:
– ¡Me importa un comino el rey Pepinoooooooo!
En el libro de Las voces olvidadas, explican que la fase del duelo que más nos cuesta transitar a las mujeres es la ira. Vivimos el shock y la negación, nos entregamos a la tristeza, negociamos y aceptamos. Pero muchas veces no somos capaces de enfadarnos.
Cuando lo leí, me di cuenta de que justamente eso me pasaba a mí. Me ha pasado en todos los duelos. Puedo quedarme paralizada y negar lo que ha ocurrido durante años, puedo llorar y llorar hasta secarme por dentro, puedo llegar a acuerdos con la vida y, finalmente, aceptar las cartas que me han tocado. Pero me cuesta enfadarme. A veces, simplemente, no me enfado.
Y ese no-enfadarse queda flotando en mi cabeza, como una nube negra que perturba mi mente, constante aunque sutil.
Ayer, sin embargo, me enfadé.
Las circunstancias no son importantes. Lo importante es que, de pronto, vi pasar un montón de aspectos de mi vida por delante de mis ojos, sentí una pena terrible de mí misma, y estallé.
Hace muchos años, leí un artículo escrito por un monje budista en el que explicaba el poder que otorga la ira para "ver más claro". En él decía que, si no cedemos ante la violencia que nos provoca, si conseguimos centrarnos en ese momento de máxima tensión emocional, podemos comprender muchas cosas que, en un estado de calma, no apreciamos.
Yo siempre había pensado que la gente que se enfada es maleducada y no se sabe controlar. Sin embargo, después de leer aquel artículo, me di cuenta de que enfadarse también era necesario: solo cuando conseguía enfadarme dejaba de perdonarlo todo y juntaba las fuerzas necesarias para poner límites y recomponer mi vida. Solo cuando conseguía enfadarme veía claramente cómo era la realidad y por dónde discurría el camino que debía seguir.
Ayer lo vi otra vez.
Así que, después de sobrevivir a un ataque de llanto y de pasarme la noche envuelta por la ansiedad, me he decidido a confesar que me importa un comino.
Me importa un comino la gente que piensa que si tengo 33 años y todavía no he tenido hijos, es porque no los quiero tener. Me importa un comino si creen que no quiero tener hijos porque me gusta vivir la vida, porque estoy centrada en mi trabajo o porque tengo dos gatos. Me importa un comino grande y gordo que haya quien crea que, si tengo 33 años y todavía no he tenido hijos, es porque soy lesbiana. Me importa tres cominos que crean que, porque no puedo tener hijos biológicos con mi mujer, no puedo tener hijos, ni biológicos ni de ningún tipo.
Me importa un comino la gente que, teniendo sus propios hijos, se atreve a sugerir que sin hijos también se vive bien. Me importa un comino que haya quien piense que, después de cuatro negativos y un aborto, ha quedado demostrado que tengo un problema terrible por el que debería abandonar. Me importa un comino la gente que me mira con pena, la que me confiesa que no acierta a ponerse en mi lugar porque se quedó embarazada a la primera, la que me tacha de estar obsesionada con la maternidad, la que me manda al psicólogo sin escuchar cómo me siento. Me importa un comino la gente que piensa que hay que poner un límite numérico a los tratamientos, cuando ellos no tuvieron a nadie que fuera contando las veces que follaban antes de decirles: "Basta, no podéis tener hijos".
Y sobre todo (entérate bien, porque esta va por ti), me importa un comino esa voz en mi cabeza que me repite: "Nunca lo conseguirás, este será tu castigo y vivirás frustrada por el resto de tus días". Me importa un comino su sonrisa condescendiente cada vez que se me van los ojos detrás de una embarazada, sus palmaditas en la espalda y sus insoportables: "Nunca tendrás una tripa así". Me importa un comino que piense que no lo merezco tan solo porque lo deseo con fuerza, porque mi destino es aciago como en una tragedia griega, porque he nacido con alguna especie de pecado original que debo expiar. Me importa un comino porque una voz en mi cabeza no es la realidad, no va a impedir que se me implante un embrión que crezca fuerte ni que llegue a dar a luz a un hermoso bebé.
Me importa un comino, ¡sí! ¡Me importa un comino!
¡El rey Pepino y todos los demás!
2 comentarios:
¡¡Ole tú!!
Aunque no nos conocemos, la red teje afectos con gente a la que sigues en blogs y este es mi caso con tu historia. Aunque suene un poco osado, me da la impresión de conocerte un poquito y, así, sentir parte de tu rabia y compartir ese camino que te llevará sin duda a tu bebé.
Así que desde la distancia, te mando mucho cariño y muchos ánimos. No creo que sea fácil sacar todo eso que llevas dentro pero sí me parece que pueda servir para exorcizar los miedos.
Y coincido en lo que dices, ¡ha de importarnos un pepino lo que piense la gente! A veces estos comentarios vienen de gente cercana y nos duelen más, pero ¡¡que resbalen!!
Lo dicho, ¡adelante y fuerza!
Un abrazo,
ize
¡¿Muchísimas gracias por tu comentario!! :D
Estoy de acuerdo contigo en que la red teje afectos, y puedo asegurarte que el cariño con el que están escritas tus palabras me ha llegado al corazón.
Ojalá pronto pasemos del miedo a la alegría y haya muchas cosas que celebrar :P
Por cierto, ¿para cuándo tu blog? ¡Anímate! Cuentas con una lectora de antemano :)
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