martes, 26 de diciembre de 2017

Consulta en Hematología

Y por fin, cuando estaba de dieciocho semanas, llegó la tan esperada consulta en Hematología de la Seguridad Social.

La primera vez que la pedí fue en octubre del año pasado. Acababa de sufrir mi tercer aborto y la doctora de la clínica nos pidió nuevas pruebas, algunas de ellas de marcadores inmunológicos y trombofílicos. Yo ya las tenía todas hechas de mi primer estudio de trombofilia, pero hacía falta repetir algunas de las que pueden cambiar con el tiempo. La vez anterior, acudí a mi doctora de cabecera y, en tres meses, tenía el estudio de trombofilia hecho. Esta vez, la nueva doctora me negó la derivación, haciéndome el tocomocho con una consulta de Esterilidad, sin contar con mi opinión ni cerciorarse de si, a estas alturas de mi vida reproductiva (después de cuatro inseminaciones, dos FIV y una ADE) tenía sentido.

La segunda vez que pedí la derivación a Hematología fue en enero de este año. Ya había tenido mi primera consulta en Inmunología, ya tenía un conato de diagnóstico, y solo necesitaba algunas pruebas más para completar el cuadro. Mi idea ya no era solo hacerme pruebas, sino "entrar en el sistema": que reconocieran mi patología en la Seguridad Social y que, eventualmente, fueran ellos quienes me atendieran. Nuevamente, sin embargo, mi doctora de cabecera se negó a derivarme, recordándome que tenía una cita pendiente en Esterilidad y que serían ellos quienes valorarían si debía acudir a Hematología o no.

La tercera vez, ni siquiera fui yo quien pidió la derivación, sino que la doctora me la dio directamente. Ya tenía mi diagnóstico casi completo y mi pauta de medicación, así como la fecha para comenzar el siguiente tratamiento. Lo único que necesitaba era que se hiciera cargo de la medicación: concretamente, de las recetas de heparina, un medicamento cuyo precio sin receta es astronómico. Pero la señora volvió a negarse. Viendo, no obstante, que me medicaría sí o sí, decidió mandarme a Hematología para lavarse las manos. Evidentemente, esta fue la última vez que fui a consulta con ella, pues me cambié de doctora de cabecera y conseguí mis recetas (y una atención médica excelente) sin ningún problema.

Si todo este periplo hubiera servido, al menos, para disfrutar de una atención adecuada en Hematología, habría merecido la pena. Pero resultó que la consulta cumplió todas las características de experiencia médica nefasta: fue desagradable, inútil y humillante.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Señales de vida

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Ocurrió un domingo por la tarde, mientras trabajaba en el ordenador. 
Habíamos cumplido las dieciocho semanas dos días atrás.

De pronto, ¡pop! Noté un golpecito en mi abdomen. Me quedé paralizada. ¿Aquello había sido...? Coloqué mi mano allí donde lo había sentido y... ¡pop! ¡Otra vez! No quedaba duda: ¡mi niña estaba dando patadas!

Solo con recordarlo vuelven a mí todas las sensaciones que rodearon aquel momento. Empecé a llorar y a reír al mismo tiempo, y salí corriendo a contárselo a Alma, que estaba en otra habitación.

–¡La noto! ¡La noto! ¡La he notado! ¡Ahora sí que sí! ¡Me ha dado dos patadas...!

Y es que, aunque llevaba atenta a los posibles movimientos en mi tripa desde que estaba de doce semanas (ansia viva que es una), fue a las dieciséis cuando empecé a notar "algo". "Algo" que no se parecía en nada a las típicas descripciones de los primeros movimientos del bebé: alitas de mariposa, burbujitas, una culebrilla... no. Yo empecé a sentir el útero como un globo lleno de agua (un globo de paredes muy gruesas, eso sí) que se balanceaba con movimientos ondulares, como me imagino que hacen las camas de agua.

Estaba muy contenta con esas sensaciones, porque tenía la idea de que tardaría mucho en sentir movimientos más evidentes. Y es que, en la ecografía de las doce semanas, escuché a la doctora decir que tenía la placenta anterior. Entre eso y el ser primeriza, no me esperaba nada hasta las veinte semanas o más; cosa que, sinceramente, me tenía bastante amargada. Que finalmente no fuera así me pareció todo un regalo de la Naturaleza (¡y de mi pequeña, claro!), un momento mágico más entre los que acompañan a este embarazo y que me están permitiendo recargar mi confianza en que las cosas también pueden salir bien.

Alma se emocionó mucho al verme a mí emocionada, aunque todavía tardamos tres días en que ella también pudiera notar las patadas. Desde entonces, he notado a la bebé cada día, algo que no deja de resultarme curioso porque, ¿cómo no la notaba antes y, de un día para otro, no he parado de notarla? ¿Qué pasó ese día que no pudiera pasar el día anterior? Para mí, es un misterio. 

Poco a poco, las "pataditas" han ido dando paso a movimientos más contundentes; y, de tener lugar en la parte baja del abdomen, han pasado a rodear el ombligo (y empujarlo, que es una de las sensaciones más grimosas que he tenido en la vida). Además, desde muy pronto fueron visibles desde fuera, y ahora que ya no son patadas, sino movimientos completos... ¡en fin! Ver moverse mi barriga en múltiples direcciones es todo un espectáculo. 

Además de ser una de las experiencias más hermosas que he vivido hasta el momento, sentir a la pequeña me ha dejado mucho más tranquila acerca de su bienestar. Es verdad que, al principio, la notaba solo un poco cada día; así que, los días en que la noté muy poco, me preocupé bastante. Afortunadamente, fue algo que se arregló con una buena dosis de paciencia, porque en algún momento del día, o al día siguiente, las patadas volvían a hacer su aparición.

Enseguida, además, entendí un poco sus pautas de movimiento y conseguí predecir los momentos en que estaría más activa: a media mañana, justo antes de almorzar; después de comer; y por la noche, al acostarme. Y aunque esos siguen siendo los momentos de mayor actividad, a medida que ha ido avanzando el embarazo ha terminado por moverse todo el día (noche incluida).

Al poco de empezar a notar estas "señales de vida", comenzaron también las famosas contracciones de Braxton Hicks. Las noté claramente alrededor de las veinte semanas, y desde entonces no han parado. Lo que no puedo asegurar es que "algo" de lo que yo notaba anteriormente no fuera tanto movimientos del bebé como contracciones, porque a veces me resultan un poco confusas. Por ejemplo, hay ocasiones en que se pone duro solo un punto muy concreto del útero (grande, pero concreto) y no me queda muy claro si es una especie de "contracción parcial" o más bien la pequeña empujando con una parte contundente de su cuerpo, como la espalda.

Aunque nunca han llegado a ser dolorosas, estas contracciones me han agobiado en algunos momentos porque sí que han llegado a ser muy abundantes. Personalmente creo que, en mi caso, su frecuencia viene determinada por mi ritmo de vida. Así, en los días más ajetreados, sobre todo de "ajetreo laboral", he llegado a tener más de una contracción a la hora, una situación que me ha obligado a pasar tardes enteras tumbada sobre el lado izquierdo para relajarme.

(A quienes les gusta opinar sobre cuándo debería pedir o no la baja, sobre todo a los que parecen creer que debería ir a trabajar hasta el día anterior al parto, les invitaría a pasarse un par de días temiéndose un parto prematuro, después de haberse visto obligados a subir y bajar escaleras una y otra vez, a permanecer de pie hasta sentirse mareados y a gestionar una clase de chavales de doce o quince años con ganas de verbena. ¡A ver qué opinaban entonces!).

En cualquier caso, fueron días de "susto" que ya pasaron, pues las contracciones han acabado por normalizarse... y yo me he acabado acostumbrado a ellas :)

domingo, 3 de diciembre de 2017

La segunda visita a la matrona

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Estando de diecisiete semanas, acudimos a nuestra segunda consulta con la matrona: la última cita de las programadas en la "rueda" del primer trimestre, a pesar de que ya lleváramos un tiempo transitando el segundo.

Si la primera vez alucinamos pepinillos con sus consejos sobre "comer muchos bollos" para coger todos esos kilos que debía ganar, esta vez hemos aterrizado de lleno en el territorio de lo inenarrable; a pesar de lo cual, voy a hacer un esfuerzo para explicar lo que pasó.

En primer lugar, me pesó y me volvió a repetir que tenía mucho que engordar. De verdad que, a estas alturas, empiezo a estar hasta el mismísimo sobre estas "charlas" acerca de mi peso. No solo por el malestar que personalmente me causan, sino porque creo que se trata de una irresponsabilidad por parte de los profesionales sanitarios. ¿Acaso no son conscientes de lo vulnerables que somos las mujeres a desarrollar enfermedades como la anorexia y la bulimia? ¿Qué les hace pensar que, en este sentido, el embarazo es un periodo diferente de nuestra vida? ¿No se dan cuenta de que se trata, incluso, de un momento vital en que nuestra vulnerabilidad aumenta? Entonces, ¿a qué viene ese machaque continuo sobre nuestro peso?

En fin.

Esta vez aguanté el chaparrón como pude, confiando en que, cuando le enseñara a la señora los resultados de mis dos curvas de glucosa, se comería todas sus palabras. Pero no lo hizo. Es más: le dio exactamente igual estar recomendando a una mujer con diabetes gestacional que se cebara. Simplemente, cambió de tema, como si una cosa no tuviera que ver con la otra.

Mientras ella farfullaba sobre la diabetes tan horrible que padezco, yo, haciendo acopio de unas fuerzas que hoy sería incapaz de encontrarme, le comenté que existía la posibilidad de que las pruebas me hubieran sentado especialmente mal debido a mi SOP, pero que esos niveles no se correspondieran con el funcionamiento normal de mi páncreas.

–Jo, jo, jo... ¡No! ¡No! Con estas curvas no cabe duda de que tengas diabetes. Jo, jo, jo... El funcionamiento normal de tu páncreas... Tienes diabetes, dia-be-tes...

Alevosamente (insisto: hoy no me habría molestado ni en dirigirle la palabra), le dejé el cuadrante de mis glucemias encima de la mesa.

–Huy, huy... ¡pero si esto está bajísimo! Huy, ¡no, no, no! Tú debes de ser de esas personas a las que la curva de glucosa les da un falso positivo.

Por si acaso, quiero aclarar que yo no creo que mis curvas de glucosa sean una tontería, yo creo que son la prueba de algo muy serio: simplemente me cuestiono si ese "algo muy serio" es diabetes o, mejor dicho, si es "solo" diabetes. En cualquier caso, los bandazos en la opinión de esta señora me dejaron patidifusa.

Afortunadamente, después llegó el momento más dulce de la consulta, por el que todas las estupideces que tuvimos que aguantar pasaron a un segundo plano: el momento de escuchar el latido de nuestra pequeña.

Cuando lo cuento, la gente me pregunta si es que no lo había escuchado antes, ya que su recuerdo me emociona profundamente. Y sí, por supuesto, lo había escuchado ya cuatro veces, e incluso lo había visto parpadear en la pantalla del ecógrafo una quinta más. Pero, para mí, sigue siendo un milagro, una experiencia emocionante donde las haya. Más aún cuando, en ausencia de imágenes, todos mis sentidos se embargaron con él.

La matrona tenía una enfermera en prácticas (con quien me encantaría tomarme un café y comentar las mejores jugadas de su "maestra") que estuvo hurgando en mi barriga con el micrófono. Encontró el latido del cordón umbilical muy rápido, pero el del corazón le costó un poco más. No me importó: de hecho, añadió más emoción todavía a la experiencia. Cuando por fin logró captarlo, nos envolvió un sonido contundente: el galope perfecto de una yegua salvaje. A mí se me saltaron las lágrimas y me invadió una profunda emoción.

–Es una niña, ¿verdad? –dijo la matrona, por una vez, asistida por la profesionalidad. 

Y es que, al parecer, los corazones de las niñas se escuchan más alto y más fuerte que los de los niños, por lo que, solo con oírlos, se puede llegar a conocer el sexo del feto.

Todavía henchida de orgullo por la fuerza de nuestra pequeña, me volví a sentar en la silla para asistir al momento más surrealista de toda la consulta:

–¿Vais a querer ir a las clases preparto?
–Sí, por supuesto –respondimos al unísono.
–Bueno, os lo pregunto porque hay mucha gente... De hecho, ya están casi llenas...

La señora empezó a meterse en un jardín extraño del que solo pudimos deducir que trataba de disuadirnos de ir a aquellas clases.

–Si venís, os tengo que advertir de que seguramente os sintáis mal. Porque yo llevo ya muchos años dando las mismas clases, me las sé de memoria, y en ellas me dirijo a parejas.

Yo, con el trote veloz de mi hija todavía palpitándome en el oído, no llegué a entender qué quería decir. Pero Alma fue más avispada:

–¿Te refieres a parejas heterosexuales?

La señora continuó adentrándose en el jardín.

–Es que llevo tantos años dando estas clases... Y hago mucho hincapié en el padre, nombro continuamente al padre... Y vosotras os sentiréis mal. Ya me pasó con unas chicas hace unos años: que vinieron a la primera clase y ya no volvieron.

Alma enmudeció, roja de ira. Yo me debatía entre echarme a reír a carcajadas o montar en cólera. Al final, opté por tomármelo de la mejor manera posible (seguramente, debido al chute de endorfinas que acababa de recibir) y le dije que, mientras una de cada cuatro veces que fuera a nombrar al padre lo sustituyera por "pareja", nos daríamos por satisfechas. Que con que recordara que estábamos ahí, era suficiente.

Cuando salimos, claro, dijimos muchas cosas más. Alma sacó toda la indignación que llevaba dentro, mientras yo seguía sin saber cómo valorar lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo te tomas que alguien te advierta amablemente de que piensa comportarse de manera homófoba en tu presencia? ¿Es un detalle la advertencia? ¿Es menos homófobo un comportamiento cuya inconveniencia se conoce pero no se cuestiona?

Y, sobre todo, ¿por qué la ausencia de aquella pareja lesbiana después de la primera clase no ha provocado ningún cambio positivo en esta señora? Si ella cree que no volvieron por su actitud discriminadora, ¿cómo es que no ha intentado mejorar desde entonces? ¿Por qué no aprovecha la oportunidad de redención que le ofrecemos? Aunque, para mí, lo más obvio y peor es que ni siquiera haya contemplado que el motivo por el cual no volvieron fuera otro, como que su clase les pareciera una puñetera basura...

Ya queda poco para empezar el dichoso curso de preparación al parto, y las perspectivas no pueden ser peores. Me gustaría poder aprender y ganar confianza con la clases, sin tener que estar alerta para defendernos del ninguneo al que esta mujer ya nos ha advertido que nos someterá. Pero no doy un duro por la calidad de los contenidos, habida cuenta de que esta señora es consciente de llevar veinte años dando las mismas charlas sin ninguna intención de actualizarse.

¿Atravesaremos nosotras la barrera de la primera clase...?

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