lunes, 30 de julio de 2018

Mi parto (II)

Llegamos a Hospital Elegido sin contratiempos. Durante el trayecto, comprobé que las contracciones no eran regulares, ni siquiera muy seguidas, y que no eran nada dolorosas. A pesar de ello, yo iba haciendo mis respiraciones, más por calmarme que por otra cosa. 

Con cada bache o movimiento brusco, me resentía bastante, y el miedo a que mi hija pudiera sufrir algún daño sin la amortiguación del líquido amniótico aumentaba. No obstante, notaba sus movimientos con normalidad, algo que me aportaba cierta calma en medio de aquella vorágine de sensaciones.

En nuestras visitas anteriores, habíamos buscado aparcamientos alternativos por si no conseguíamos dejar el coche muy cerca de la entrada; sin embargo, esa noche logramos aparcar en la misma puerta de urgencias. Estábamos muy contentas. Discutimos brevemente si dejar la maleta en el coche para volver más tarde a por ella o llevarnos todos los bártulos, y al final decidimos llevárnoslos. 

La recepción en urgencias fue muy sencilla. No tuve que explicar, como en El Simulacro, una sensación difusa de "poder estar de parto":

–He roto aguas.
–¿Estás a término?
–Sí.

Y ya está.

El rato que estuvimos en la sala de espera fue de película. Yo no quería sentarme porque me daba vergüenza dejar la silla mojada, y tampoco estaba muy incómoda de pie. Nos colocamos en un sitio discreto, pero dio igual. En apenas unos minutos, el líquido amniótico había formado un charco alrededor de mis zapatos. La gente me miraba de reojo y yo no sabía dónde meterme. Nunca olvidaré a una niña que me miraba boquiabierta con todo el descaro propio de la edad: aunque le hice alguna monería, ella apenas podía apartar la mirada del charco, señalándome y diciéndole a su padre que mirara.

En esos momentos, me acordaba de la conversación que había tenido un par de semanas antes con mi prima Oli, contándole lo que nos había explicado la matrona sobre el parto:

–Es que los partos no son como en las películas, ¿sabes? No rompes aguas y hay que ir corriendo al hospital...

Claro.

Por suerte, el escarnio no duró demasiado, y a los pocos minutos nos atendieron:

–Siéntate aquí.
–¿Es necesario?
–¿Por?
–Porque mira cómo voy...

Me quedé de pie mientras tomaban nota, y también esperé de pie a que viniera el celador que nos acompañaría a Obstetricia. En ese rato, llegó otra pareja que también estaba de parto, de quienes Alma se acordaba porque también habían estado el día de la visita guiada. 

El momento celador también fue de broma. Nos dijo que le acompañáramos y prácticamente echó a correr. Yo le seguía de cerca, como si me fuera la vida en ello, dejando mi reguerito de líquido por los pasillos. Algunos metros por detrás, Alma trataba de alcanzarnos arrastrando la maleta y la bolsa que llevábamos. Mucho más atrás, la otra pareja perdía comba con cada contracción, porque la chica tenía que pararse (¡lógicamente!) y el celador no dejaba de correr. Cuando llegamos a los ascensores, solamente quedaba yo, así que él tuvo que desandar el laberinto por donde nos había llevado (en serio: ¿quién diseña los hospitales?) y recoger a Alma y a la otra pareja.

Una vez en Obstetricia, nos tocó esperar bastante, porque la otra pareja pasó primero. Esto es algo que a Alma la saca de quicio, porque no respetar un escrupuloso orden de llegada le parece arbitrario. Yo me lo tomé con humor, aunque reconozco que llegó un momento en que la espera se me hizo muy larga.

Finalmente, pasamos a monitores. Allí terminé de comprobar lo que me temía prácticamente desde que rompí aguas: tenía muchas contracciones y eran fuertes, pero no eran de parto. Y no solo lo comprobé con la máquina: también se nos hizo evidente cuando escuchamos los gritos de otras mujeres que tenían contracciones de parto, y entendimos que eso no era lo que me estaba pasando a mí.

Otra cosa que entendí en los monitores es que estaba bastante asustada. Siempre pensé que el parto me podía dar miedo, aunque no lo sintiera durante el embarazo; pero, para variar, no calibré bien qué tipo de miedo me daría. Porque seguía sin sentir miedo a lo que podía pasarme a mí, pero tenía muchísimo miedo a lo que podía pasarle a mi hija. Y lo entendí porque, en un momento dado, en el monitor apareció la palabra "Bradicardia" y a mí casi me da un síncope.

Para entonces, ya había pasado por monitores muchas veces, y sabía que, en ocasiones, el detector del latido fetal o bien lo pierde, o bien se acopla con el tuyo y, de pronto, parece que las pulsaciones se han detenido o ralentizado muchísimo. Esa noche, sin embargo, fui incapaz de mantener la mente fría cuando ocurrió, y llamamos corriendo a la matrona para ver qué pasaba. Ella me tranquilizó, me volvió a colocar el detector y todo volvió a la normalidad.

–No te preocupes –me dijo. –Aunque no estemos aquí, estamos viendo tu monitor en una sala, y si pasa algo, nos damos cuenta enseguida.

Para mi desgracia, esta pequeña anécdota fue un auténtico mise en abîme de lo que viviría muchas horas después.

Después de los monitores, pasamos a la consulta de la matrona para que me hiciera un tacto, y con él terminó de confirmar que no estaba "de parto": había dilatado entre uno y dos centímetros, pero no se considera que existe un parto "activo" hasta los tres. Después de la exploración, la matrona nos ofreció unas bragas desechables y una compresa limpia. Consecuentemente, decidí cambiarme también de pantalones, aunque no tenía mucho dónde elegir: llevaba otros vaqueros para cuando saliera del hospital, que no podía ponerme porque los iba a mojar seguro, y los pantalones del pijama. Así que no me quedó más remedio que ponerme estos últimos.

La ginecóloga corroboró el diagnóstico de su compañera, además de recordarme que tenía el estreptococo positivo. Y entonces llegó el momento estelar de la noche:

–Tengo que daros una mala noticia: en estos momentos, tenemos todos los paritorios llenos, así que os tengo que derivar a otro hospital.

Y remató:

–Nos hemos pasado el mes entero con los paritorios vacíos, pero hoy parece que os habéis puesto todas de acuerdo: eres la cuarta mujer que derivo a otro hospital, y no creo que seas la última.

Mi cara era un poema. Estaba en shock. En mi mente, solo podía repetir: "No, no, no, por favor, no". No podía creerlo. No podía ser verdad. No me podía pasar a mí, también.

Después de informarme, de hablar con gente, de dictarles mi historial cuando fuimos a urgencias, de acudir a la visita guiada, de explicar a todo el mundo por qué quería dar a luz allí, de trasladar mi expediente a la carrera, de prepararme concienzudamente para el parto que podían ofrecerme, hasta de hacer la maleta con lo que ellos nos habían recomendado que llevásemos... nada. No podía ser.

Y yo sabía lo que eso significaba: que mi parto no se iba a parecer ¡en nada! a lo que había planeado.

La ginecóloga se deshizo en atenciones. Nos ofreció derivarnos al hospital que quisiéramos. Nos ofreció una ambulancia. Llamó a nuestro hospital (¿adónde íbamos a ir si no?) para explicarles lo que había ocurrido. Me dio empapadores, me animó a llevarme todas las compresas y bragas desechables que necesitara.

Yo apenas podía responder. Apenas podía pensar. En ese momento me abandoné, me rendí completamente. Sentía que, después de todo, ¡de TODO!, no podía seguir luchando contra la adversidad. Cinco meses después, aún siento una punzada en el estómago cuando alguien nombra Hospital Elegido, aún se me encoge el corazón cuando paso por allí.

Decidimos trasladarnos en nuestro propio coche, porque a mí se me hacía un mundo separarme de Alma o de nuestra cosas. Todavía puedo sentir el frío que me invadió cuando salí a la calle en pijama; aún recuerdo vivamente el tacto de la toalla, completamente helada, que quité de mi asiento para colocar el empapador.

Era casi las cuatro de la mañana cuando pusimos rumbo a nuestro hospital.

(continuará...)

lunes, 23 de julio de 2018

Mi parto (I)

Todo empezó en la semana 39, aunque yo no supe verlo. Caí presa de una revolución hormonal y, durante dos o tres días, me sentí como la mugre. Nuncavoyaparir, estoesunputoinfierno, porquéamí-porquéamí. Pero, como no era ni la primera ni la segunda vez que me pasaba (¡aunque sí la última!), en el momento no me pareció nada significativo.

Lo que sí me pareció significativo es que me salió un grano. Y así se lo hice saber a Alma:

–Tía, yo creo que voy a parir, porque mira qué grano...

Ella no daba crédito. He de decir que, desde finales del primer trimestre, cuando empecé la dieta para la diabetes, tenía un cutis de impresión (que seguramente nunca vuelva). Así que, ver mi piel de porcelana (bueno, tampoco era para tanto...) mancillada por un granaco me hizo pensar. Y lo que pensé es que había leído muchas historias de betaesperas positivas con grano, así que, ¿por qué no podía anunciar también el parto?

El día en que cumplíamos los nueve meses, se produjo la exacerbación máxima de un síntoma que llevaba sintiendo desde la semana 34: los calambres en las ingles. Al principio, habían sido descargas muy dolorosas, pero breves. Solía sentirlas al anochecer, normalmente antes o durante la cena, y no todos los días. Con el paso de las semanas, este síntoma empezó a intensificarse: prácticamente era diario, me daban varios calambres seguidos y, a veces, el dolor se prolongaba por las piernas.

Yo procuraba paliarlo haciendo ejercicios de los que nos habían enseñado en pilates para embarazadas: óvalos de pelvis, gatos, caballos... También intentaba algunos de los que había aprendido con la matrona, como apoyarse sobre el respaldo de una silla formando un ángulo recto. El que mejor me iba, sin duda, era el de apoyar la espalda en la pared y doblar las piernas como si estuviera sentada en una silla. No obstante, en los últimos días casi nada me aliviaba, y solía pasar un mal rato en el que incluso llegaba a gritar de dolor.

Aquella noche creí que no lo contaba. Hice todos los ejercicios mil veces, pero el dolor era insoportable. Me recuerdo apoyada en la pared del salón, con la cena a medio terminar, mirando cómo pasaban los créditos del último capítulo de la serie que estábamos viendo y expresando en alto mi hartazgo:

–¡Si de esta no se coloca, yo ya no sé lo que hace falta!

Se acercaba la medianoche y yo seguía hecha polvo. Alma se metió en la cama mientras yo repetía los ejercicios sobre la cuna y en la pared de nuestro cuarto. De pronto, el dolor cesó. Eran las doce y estaba agotada, así que yo también me metí en la cama y me dormí inmediatamente.

No había pasado ni media hora cuando me desperté de golpe, con una sensación muy fuerte de que algo se escurría por mi entrepierna. No sé cómo logré levantarme de un salto, con el tripón incorporado, y dar las cuatro zancadas que me separaban del baño, prácticamente dormida y sin saber muy bien qué pasaba. Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando, de repente, ¡¡FASSSS!! El líquido amniótico empezó a salir a borbotones.

Sentí el impulso de desnudarme de cintura para abajo, y después... nada. Me quedé mirando cómo una cantidad ingente de agua se escurría entre mis piernas e iba formando un charco en el suelo. Y digo mirando porque lo que se dice ver no veía ni torta: evidentemente, no se me había ocurrido coger las gafas mientras volaba por la habitación, y, recién levantada, mi miopía adquiere unos niveles que rozan la ceguera.

Aunque parezca mentira, me costó un rato reaccionar y entender que estaba rompiendo aguas. Entonces, recordé las indicaciones de la matrona sobre la necesidad de comprobar de qué color era el líquido amniótico. Pero, como el suelo del cuarto de baño es oscuro, no podía distinguirlo, así que me metí en la bañera, que es blanca. La verdad es que la situación era bastante cómica: desnuda de cintura para abajo, intentando agacharme para ver algo con el tripón de por medio, mientras iba dejando todo el cuarto de baño perdido. 

El caso es que no logré discernir si aquello era o no era transparente. Había jirones sanguinolentos por todas partes (después entendí que era el tapón mucoso, que se desprendió de golpe aquella noche) y no me acordaba de si el color rosado era bueno o malo. Lo que sí recordé, de pronto, es que las contracciones se intensifican tras la ruptura de la bolsa, así que me quedé paralizada, esperando, casi casi escuchando para oír si venían las contracciones infernales. 

Pero no vinieron. Así que, bastante más espabilada, me dispuse a despertar a Alma, quien, a todo esto, dormía a pierna suelta. Nada más abrir la puerta del cuarto de baño, la gata vino trotando alegremente hacia mí, pero, en cuanto vio las cataratas del Niágara que se habían desatado, salió corriendo despavorida.

–Alma.

La llamé bajito, porque no quería despertar a los vecinos.

–Alma.

La escuchaba dormir plácidamente desde el cuarto de baño.

–Alma.

Al principio me entró la risa nerviosa, pero después entendí que nos podíamos tirar así toda la noche.

–¡Alma!
–...
–¡¡Alma!!
–...
–¡¡¡ALMAAAAAA!!!

A tomar por culo los vecinos.

–¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
–¡¡¡QUE HE ROTO AGUAS!!!

A diferencia de mí, ella es capaz de ser operativa nada más levantarse, así que se puso en marcha inmediatamente. Vino al baño, comprobó el desaguisado, me trajo las gafas y unas bragas secas, y empezó a preparar la maleta. Por suerte, después de El Simulacro habíamos decidido dejar preparada la bolsa de la niña y también habíamos perfeccionado la lista con nuestras cosas, así que tardó muy poco tiempo en tenerlo todo listo.

La matrona nos había explicado que, si rompíamos aguas y estas eran claras, teníamos un margen de unas dos horas para llegar al hospital. A la hora de la verdad, sin embargo, yo no las tenía todas conmigo. Mi plan inicial era pasar la mayor parte de la dilatación en casa, pero empezar rompiendo aguas me descolocó totalmente, porque no me lo esperaba.

Parece de broma pero, de hecho, apenas dos días antes, hablando del parto con mi madre, ella me advirtió de que, probablemente, tuvieran que romperme la bolsa. "Ninguna de las mujeres de nuestra familia ha roto aguas, siempre nos han tenido que romper la bolsa. A tu abuela, a tu tía, a mí... Así que, seguramente, a ti te pasará lo mismo".

Supongo que a estas alturas no queda duda posible de que yo tengo el gen torcido de la familia. Romper aguas, aparte de impresionarme vivamente, me metió la bicha en el cuerpo. Notaba el cuerpo de mi hija con mucha más claridad, notaba también las contracciones (que no eran regulares ni dolorosas) de manera mucho más intensa, y todo ello me preocupaba.

No tenía miedo al parto, pero sí temía por el bienestar de mi hija. Que una cosa es que te digan en un curso que no pasa nada, y otra muy distinta verte en la situación. Así que ni ducha relajante ni Cristo que la fundara: necesitaba llegar al hospital cuanto antes para que me aseguraran que mi niña estaba bien. Y los escasos 20-25 minutos que tardamos en salir de casa se me hicieron eternos.

Eternos y muy incómodos. Porque el líquido amniótico no dejaba de salir. A mí me parecía imposible que solo hubiera un litro, porque un litro se había desparramado ya por el suelo del baño y por la bañera, y aquello seguía brotando como si de un manantial se tratara (¡y lo que me quedaba!). Intenté ponerme la ropa interior utilizando las compresas postparto, pero gasté tres en el intento. Cada vez que me venía una contracción o simplemente intentaba levantarme del váter, aquello se desbordaba.

Al final, me puse la cuarta compresa, me enfundé los vaqueros, me empapé de arriba abajo, y me entregué al destino. Estaba claro que, o salía así de casa, o no salía. Me acordaba mucho de una chica a la que conocí en una reunión de La Liga de la Leche, quien, hablando del parto, me aconsejó que, si rompía aguas en casa, me preparara psicológicamente. "Porque sale mucho líquido. MUCHO. No hay quien lo pare". Efectivamente, no había quien lo parara. Ni siquiera la irrisoria toalla de manos que cogí al vuelo mientras salíamos, para que no se mojara el coche.

En cuanto enfilamos la autovía para Hospital Elegido, me sentí mejor. Era un camino conocido, porque habíamos ido ya tres veces: una de prueba, otra el día de El Simulacro, y una tercera para la visita guiada. Además, la atención que iba a recibir allí me generaba una confianza plena. En breve, mi niña estaría en buenas manos.

Era lunes por la noche y hasta el viernes por la tarde no volveríamos a casa.

(continuará...)

miércoles, 11 de julio de 2018

La no-consulta en Esterilidad de la Seguridad Social

Este es uno de los episodios más desagradables de mi andadura, y, de hecho, había tomado la decisión de no contarlo. Cuando escribí esta entrada, en la que exponía mis dudas acerca de la conveniencia de relatar todas y cada una de mis experiencias con la infertilidad, me refería, concretamente, a lo que voy a explicar ahora. Para mi total y absoluta desgracia (¡y me quedo corta!), me veo obligada a contarlo para que se entienda mi parto en todo su esplendor.

Como ya expliqué en su momento, cuando, después del tercer aborto, acudí a mi doctora de cabecera para que me derivase a Ginecología y Hematología, donde probar suerte con las nuevas pruebas que me tenía que hacer; ella decidió darme una cita con Esterilidad, para que decidieran allí si debían derivarme o no. Esta decisión me dejó sin la atención médica que necesitaba en ese momento, me impidió intentar hacerme unas pruebas a las que (¡creo!) tenía derecho y, por si esto fuera poco, también hizo que viviera una experiencia médica sumamente desagradable. Una experiencia que, además, no sirvió absolutamente para nada. Para nada bueno.

La espera previa a la cita era de cinco meses, algo que daba al traste con los tiempos necesarios para el tratamiento del que nació mi hija. Sin embargo, para ser una cita con Esterilidad, me parecía muy poco tiempo; de hecho, sospeché que algo extraño pasaba cuando, además, resultó que debía acudir a un centro de especialidades y no al hospital. Como descubrí después, lo que ocurría es que, antes de tener la consulta con Esterilidad, hay que pasar por el filtro de Ginecología, donde deciden si la derivación a Esterilidad es pertinente o no.

Dejando a un lado el absurdo de que me deriven a Ginecología para que me deriven a Esterilidad para que decidan si deben derivarme a Ginecología (¡!), cuando llegó el día de la cita, acababan de pedirme nuevos análisis en Inmunología, así que pensé que, aparte de "entrar en el sistema" (que era para lo que pensaba aprovechar esta consulta), tal vez podría conseguir que me hicieran estos análisis. En cualquier caso, y después de esperar tres años para que la Seguridad Social dejara de discriminarme por ser lesbiana, lo que más deseaba era exponer mi caso. Hablar. Sentirme acogida por un servicio, la Sanidad Pública, del que soy una firme defensora.

Todos mis anhelos estallaron durante el primer minuto de la consulta. La ginecóloga no me preguntó nada, no me dejó hablar, no le importó un pimiento para qué iba yo allí. Tan solo me pidió el parte interconsulta, donde mi doctora de cabecera había escrito un escueto "Solicito valoración para Esterilidad por abortos", y me indicó que pasara detrás de la cortina y me desvistiera de cintura para abajo.

–Pero... ¿qué me van a hacer?

No entendía nada. Mi historia médica era compleja y yo llevaba una carpeta repleta de pruebas para enseñarle. No pensaba que fuera a hacerme nada, yo iba a esa consulta a hablar.

Me sentí tan vulnerable, tan pedazo de carne con ojos. Basta decir que, por aquel entonces, acababa de pasar por el trauma de la segunda biopsia de endometrio, esa carnicería a la que me sometieron tras la histeroscopia diagnóstica. Eso, por no hablar de las otras chorrocientas pruebas (citologías, exudados, una histerosalpingografía, otra biopsia de endometrio) que llevaba perfectamente documentadas en mi carpeta. Pero la ginecóloga no sabía nada de todo aquello porque no se había molestado en preguntarme, en hablar conmigo.

Lo primero que hizo fue gritarme, claro. Gritarme por no estar relajada mientras hundía sus dedos en mi cuerpo, mientras manejaba un ecógrafo sin ningún respeto por mi condición de ser humano:

–¡Estás tensa! ¡Mira tus piernas! ¡Yo así no puedo trabajar! ¡No puedo!

Todavía hoy, más de un año después, se me escapan las lágrimas al recordarlo. 

Pero entonces no lloré. No quise darle el gusto. Tan solo miré para otro lado mientras ella me sometía a aquella retahíla de vejaciones, y tomé una decisión: nunca más. Nunca más me prestaría a otra prueba ginecológica inútil. Estaba más que comprobado que mi problema no residía en el útero. Si alguna vez algún médico intentaba volver a ecografiarme, medirme el útero, meter sus dedos en mi vagina, simplemente diría que no. ¡Que no! Me negaría. 

Yo, que tanto me había preguntado dónde debía establecer los límites de esta aventura médica, me topé de golpe con uno. Porque, efectivamente, los límites existen, y son evidentes cuando te los encuentras. Afortunadamente, aquel pensamiento, aquella pequeña revolución, ese paréntesis en el absurdo, me hizo sentir empoderada, liberada, dueña de un trocito de mi existencia en medio del pavoroso huracán de la infertilidad.

Solo cuando salí de detrás de la cortina, empezaron las preguntas.

–¿Te quedaste embarazada de forma natural?

Claro. Cuando no te has dignado a mantener una mínima conversación con la persona que tienes enfrente, todo se vuelve ridículo. Después de que me ensartara como a un pincho moruno, tuve que explicarle que no, que yo era lesbiana, que aquella mujer que me acompañaba no era ni mi amiga ni mi hermana, sino mi pareja, y que si acudíamos ahora por primera vez a la Seguridad Social, era porque, hasta entonces, habíamos sido discriminadas por nuestra orientación sexual. Motivo por el cual nos habíamos visto obligadas a realizar nueve tratamientos en dos clínicas privadas, junto a un número importante de pruebas médicas que nos habrían permitido ahorrarnos el episodio de violencia ginecológica que acababa de acontecer.

Esto último no lo expresé con esas palabras, pero creo que se entendió.

Entonces pasó a preguntarme por mis abortos. En cuanto le dije con cuántas semanas había perdido el segundo embarazo, le faltó tiempo para asestarme una nueva puñalada:

–¡Ese no cuenta!

Sé que en la Seguridad Social tienen el "protocolo" de ignorar cualquier embarazo que no haya podido ser documentado mediante una ecografía; pero eso no lo hace menos doloroso. En este caso, además, la ginecóloga parecía contenta de ningunear mi experiencia, como si hubiera salido el número que le faltaba para cantar bingo. A regañadientes, no obstante, apuntó en el informe este aborto y el siguiente.

Luego me dijo que me iba a mandar unos análisis. Así, "unos análisis". Y ahí, ya, me planté. Si no eran los análisis que necesitaba, no iba a hacérmelos. No iba a esperar semanas, a perder otra mañana, a volver a esperar semanas... para que me dijeran, ¡no sé!, que tengo Síndrome de Ovarios Poliquísticos. Eso ya lo sabía. Sabía muchas cosas. Estaba en el nivel de complejidad que estaba y no iba a retroceder.

–Pero, ¿de qué son los análisis? Porque yo ya tengo muchas pruebas hechas.
–Pues de hormonas.
–Ya, pero, ¿de qué hormonas?
–Pues hormonas.

Era evidente que me estaba tratando como a una imbécil, y yo no podía más. Tres años y un máster involuntario en bioquímica me impedían seguir manteniendo ese diálogo de besugos. Así que puse la carpeta encima de la mesa, saqué todo el taco de pruebas y, muy despacio, volví a repetir la pregunta:

–¿Qué hor-mo-nas?

Ella resopló y me dijo algunos ejemplos, esperando, sin duda alguna, que yo me quedara boquiabierta como una gilipollas. Pero no fue así. Rebusqué entre mis papeles y los fui sacando todos, uno tras otro. El perfil hormonal básico, el del SOP, el estudio de trombofilia, el cariotipo, anticuerpos variados, celiaquía, tiroides, vitamina D... Etcétera. Ella se los iba pasando a la enfermera para que tomara nota. Cuando terminamos, me dijo que ya no me iba a mandar los análisis. Que lo tenía todo. ¡Menuda sorpresa!

Así que, por fin, me dio el volante para solicitar la consulta con Esterilidad. En cuanto salí por la puerta, me puse a llorar. A llorar y a gritar, que se me escuchaba por todo el centro de salud. Pero me dio igual. Aquello había sido el colmo de los colmos, un maltrato físico y emocional, un insulto a mi inteligencia, a mi dignidad. Y lo peor de todo: había sido inútil. Completamente inútil.

Estábamos en enero y la cita con Esterilidad nos la dieron para noviembre: esos tiempos sí que me cuadraban. Por suerte, para cuando llegó yo ya estaba embarazada de seis meses. Aun así, me dieron ganas de ir. Quería, sencillamente, ocupar mi espacio, ese espacio que se me había hurtado durante tanto tiempo. Al final, sin embargo, Alma me convenció de que era mucho más solidario anular la cita para que otra familia pudiera aprovecharla. Y así lo hice. O, al menos, así intenté hacerlo, porque ponerse en contacto telefónico con el hospital se reveló como una tarea inútil.

Relatar este episodio me recuerda cuánto hay todavía que sanar en mi interior, cuánto dolor he acumulado a lo largo de estos años. Ni siquiera la existencia de mi hija, una culminación grandiosa para todo este proceso, ha logrado realizar el milagro. Supongo que necesito tiempo, mucho tiempo. Y escribir mucho, ¡muchísimo!, sobre todo ello.

viernes, 6 de julio de 2018

La tripa crece (final)

Un hurra por mi camiseta, que aguantó hasta el final :)

Hace unos días recordábamos con unas amigas la llegada del primer bebé a nuestro grupo, seis años atrás. Estuvimos viendo unas fotos de la última vez que nos juntamos antes de que naciera, y a mí me vino a la memoria una conversación que tuve con su mamá. Al preguntarle qué tal se encontraba, cómo se sentía, ella me dijo que no veía el momento de librarse de la tripa. 

Reconozco que su respuesta me dejó muy impactada. Podía entender que tuviera ganas de conocer a su bebé, pero, ¿librarse de la tripa? ¿Por qué, si era algo maravilloso? Por aquel entonces, yo ya llevaba un tiempo sintiendo la urgencia de ponerme en camino, de vivir un embarazo, y no me imaginaba teniendo la necesidad de abandonar ese estado cuanto antes.

Es una de tantas cosas que no entiendes hasta que te pasa. Porque, a pesar de haber recorrido un camino largo y tortuoso, llegado el final de mi  propio embarazo, yo tampoco veía el momento de librarme de la tripa :)

Supongo que fue una mezcla de muchas cosas. Cuando empecé el reposo, todavía tenía una tripa manejable y me sentía con fuerzas para llevarla. Sin embargo, cuando el reposo terminó, aquello había crecido muchísimo y mi tono muscular estaba bajo mínimos. Y aunque hubo momentos durante las últimas semanas en que me sentí llena de energía, mucho más capaz que en las semanas anteriores, lo cierto es que, finalmente, mi tripa se volvió un fardo inmanejable.

Como suele pasar, lo peor era tumbarse en la cama. La verdad es que fue entonces cuando empecé a profundizar en el respeto que merece nuestro útero, porque había veces en que, intentando darme la vuelta, no entendía cómo mi tripa no se rajaba y el bebé se escurría por un lado. Para maniobrar de esa manera, tenía que sujetarme la tripa con las dos manos, empujándola al compás del resto de mi cuerpo; cada vez que lo hacía, podía notar perfectamente el contorno de mi hija, su peso en mis manos, y no daba crédito a que todo aquello (el bebé, la placenta, los miles de litros de líquido amniótico) estuviera firmemente contenido por un órgano que, en su estado normal, apenas tiene el tamaño de una pera (!).

Lo cierto es que sentía unas ganas irrefrenables de parir. Así, llanamente: ganas de parir. Era algo que me llamaba mucho la atención, porque yo pensaba que, según se acercara el momento, me iría asustando. Sobre todo porque, durante el embarazo, apenas había sentido miedo hacia el parto. Quizá un poco, al cumplir los seis meses, cuando entendí que aquello ya era imparable y que el final se acercaba. Pero enseguida me puse a leer como una loca sobre el parto, y se me pasó el susto. Así que yo pensaba que todo el miedo saldría al final; pero no, fue al contrario: no veía el momento de empezar a sentir contracciones y saber que el momento había llegado.

Mis ganas de parir también estaban causadas por un miedo que sí que tenía: el de no ponerme de parto y que me lo tuvieran que inducir. Necesitaba sentir que mi cuerpo estaba listo para tranquilizarme sobre la posibilidad de que no lo consiguiera.

Esto me trajo mucho malestar durante las últimas semanas. Las recomendaciones, las advertencias que te hacen hacia el final del embarazo, tuvieron en mí el efecto de hacerme sentir responsable sobre lo que mi cuerpo hacía o dejaba de hacer. Focalicé toda mi ansiedad en lo que más me costaba, que era salir a dar un paseo cada tarde. Estábamos en pleno febrero, hacía un frío de mil demonios, anochecía temprano y yo tenía una tripa que parecía que me había tragado un elefante. Ahora entiendo que me costara andar, y mucho más hacerlo sola. Pero entonces solo me machacaba pensando que, si no caminaba, no me pondría de parto, y que, si me lo inducían, sería por mi culpa.

De verdad que hoy pienso que no es así para nada. El embarazo, desde el principio hasta el final, es un mecanismo bastante autónomo, que, para bien y para mal, no podemos dirigir mediante nuestra voluntad. Una cosa es potenciar nuestra salud, que es una idea estupenda, y otra, pretender controlar el desarrollo de nuestra gestación, algo imposible. Y a mí me parece que esos discursos tan abundantes sobre todo lo que debes hacer para preparar tu parto no hacen honor a la verdad de nuestros cuerpos, sino que nos cargan con una responsabilidad que ya quisiéramos que fuera nuestra.

A comienzos de la semana 38 tuvimos la que sería nuestra última revisión médica. Todo iba muy bien: en el monitor ya se registraban más contracciones y nuestra niña había alcanzado un peso estupendo: 3,100 kg. En esta ocasión había una estudiante de prácticas, así que la ginecóloga, que no era la que nos había atendido anteriormente, quiso enseñarle alguna cosa especial durante la ecografía. Y lo que vimos fue a nuestra pequeña bebiendo líquido amniótico. ¡Fue tan bonito...! Solo pudimos ver sus labios y su lengua, porque el resto de la cara seguía fuera del alcance de los ultrasonidos, pero fue una imagen hermosísima con la que despedirnos de la vida intrauterina de nuestra hija.

La belleza de esta imagen, sin embargo, no nos distrajo de nuestro objetivo principal, que era consultar sobre la necesidad de inducir el parto en la semana 40 debido a mi SAF. Afortunadamente, esta ginecóloga no estaba de acuerdo con un protocolo semejante, y nos explicó que, en mi caso, el único motivo para inducir el parto antes de tiempo sería que el bebé fuera macrosómico a causa a la diabetes; cosa que, evidentemente, no estaba ocurriendo, por lo que no había ninguna razón para no esperar hasta pasadas las 41 semanas.

Aquello me dejó más tranquila, pero reconozco que ya tenía la bicha metida en el cuerpo y que nada ni nadie me devolvería la confianza perdida. Supongo que esto no dice mucho a favor de mi equilibrio emocional, pero, ¿acaso no es evidente que mi equilibrio emocional, después de todo, pendía de un hilo delicado, fino, casi inexistente...?

El caso es que, esta vez, la visita podría haber sido redonda, pero entonces, seguramente, no habría sido una de mis visitas. En esta ocasión, le tocó a la matrona romper el embrujo: "Por cierto, tienes el estreptococo positivo". ¡Ag! ¡Qué puedo decir...! La noticia me entró por un oído y me salió por el de enfrente, porque mi capacidad para asumir diagnósticos adversos se había desbordado hacía ya mucho tiempo.

Sabía que eso implicaba estar atada a un gotero durante el parto, algo que, definitivamente, no formaba parte de mis planes. A esas alturas, sin embargo, ya no me encontraba las fuerzas para enfrentarme a la adversidad. Tenía la sensación de que cada cosa que me buscaban, la encontraban; así que solo podía esperar a que el embarazo acabara cuanto antes para que no me diagnosticaran nada más.

Y aunque yo no daba un duro por ello, lo cierto es que el embarazo estaba llegando a su final. De hecho, la nueva paranoia que me entró en la semana 38 fue que la niña, después de haber estado colocada, al menos, desde la semana dieciséis, se hubiera dado la vuelta. Porque, de alguna manera, la notaba distinta; y creía que, con mi mala suerte característica, se habría puesto de nalgas o en cualquier otra postura semejante que impidiera, siquiera, intentar un parto natural.

Pero no. Lo que mi pequeña hacía era prepararse para salir :)

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