jueves, 23 de agosto de 2018

Mi parto (y IV)

Tras hacerme el último tacto y darnos la noticia de que la dilatación por fin se aceleraba, la matrona empezó a comerme la cabeza:

–Pues estaba hablando con mi compañera de que tienes el perineo muy rígido, ¿sabes? En estos casos, solemos hacer un cortecito y así...

Como en ocasiones anteriores, no dije nada; pero es que, esta vez, ni siquiera hizo falta: ella sola dejó la frase sin acabar. Supongo que se dio cuenta de que, a pesar de mis silencios, era una persona lo suficientemente informada como para que me vendiera una episiotomía como un "cortecito" sin importancia.

Al poco de que se marchara, mi recién estrenado bienestar estalló en mil pedazos. De pronto, empecé a notar una ligera contracción en el glúteo derecho. Por un momento, creí que me lo estaba inventando, que era una especie de reflejo. Sin embargo, no tardó en repetirse y no tardó en ir a más. Al cabo de un rato, no me quedó ninguna duda: ¡las contracciones habían vuelto!

Llamamos a la matrona y le explicamos la situación. Ella me dijo que la epidural se distribuye por gravedad y que, probablemente, todo se arreglaría si me recostaba sobre el lado derecho. Así lo hicimos y, aunque noté cierto alivio al principio, a los pocos minutos el efecto se pasó y las contracciones seguían allí. Solo las notaba en el glúteo, pero volvían a ser dolorosísimas y, esta vez, me tocaba pasarlas tumbada e inmóvil, lo que era una auténtica tortura.

–Es como si el catéter se te hubiera torcido, pero... ¡es imposible!

Pues hija, si tengo todos los síntomas de una epidural lateralizada, ¡será porque la tengo! La matrona, sin embargo, defendió el trabajo de la anestesista contra toda evidencia y allí nunca apareció nadie que intentara arreglar el desaguisado. Todo lo que conseguí con mis quejas es que me fuera subiendo la dosis de epidural; así que, al final, pasé de poder mover los dos pies y sentir las piernas acorchadas (que es lo que me dijeron que tenía que notar) a perder completamente la pierna izquierda (de ahí en adelante, me la tuvieron que mover) y que se me subiera la anestesia hasta las tetas. Para colmo de males, la epidural me provocaba temblores, por lo que el panorama era desolador: tumbada en la cama, con medio cuerpo muerto, gimiendo de dolor por el otro medio y temblando sin parar.

Por eso, una hora después, sentí un alivio inmenso cuando la matrona me hizo otro tacto:

–Pero cómo no te va a doler, maja... ¡si estás en completa!

Aquello fue como oír cantar a un coro celestial. ¡La dilatación había terminado! Siete horas para cuatro centímetros, una hora para seis centímetros. Parecía que, por fin, el Parto de Murphy, en el que las tostadas siempre caían por el lado de la mantequilla, se encaminaba a su recta final.

En ese momento me acordaba de nuestra matrona del centro de salud y de sus explicaciones sobre el expulsivo: "En primerizas suele durar entre media hora y dos horas. Más sería una barbaridad...". Desde que el catéter se torció, además, yo me había estado consolando en la idea de que, si notaba las contracciones, también tendría ganas de empujar, que era otro de los motivos por los que habría preferido no ponerme la epidural. Así que, para cuando la matrona dijo lo de "Con la siguiente contracción, empuja", yo ya me había venido muy arriba. Estaba segura de que me quedaba nada y menos para terminar.

–Venga, ahora... ¡empuja!

Ni siquiera me moví. No me encontraba las ganas de empujar por ningún lado ni sabía cómo hacerlo. Tumbada en aquella cama, con la anestesia paralizándome la mayor parte del cuerpo y un tripón de 39 semanas, ¿qué pretendía que hiciera? ¿Una abdominal?

–Mira... es que no sé ni por dónde empezar.

La matrona se me quedó mirando unos instantes y, entonces, parece que se le encendió la bombilla y sacó unas agarraderas de la cama. En la siguiente contracción, las cogí con fuerza y, tirando de brazos, logré empujar... o algo parecido.

Me sentía tan inútil... Era perfectamente consciente de no estar haciendo un buen trabajo. No conseguía enfocar toda la fuerza de mi cuerpo, no era capaz de controlar mis músculos. La situación me avergonzaba y, a la vez, me llenaba de rabia. Rabia por no haber podido aprender a empujar en el curso de preparación y rabia porque aquello no se parecía en nada a lo que había imaginado.

Yo me imaginaba a cuatro patas sobre una colchoneta, sentada en la silla de partos, de pie apoyada en la cama o en Alma. Me imaginaba moviéndome, adoptando todas las posiciones que había ensayado, dejándome llevar por la fuerza de mi cuerpo, por esas ganas irrefrenables de ayudar a mi hija a nacer. Sin embargo, estaba allí tumbada, anestesiada, prácticamente inmovilizada. La matrona me daba instrucciones para empujar en apnea, "hacia el culo"; y yo seguía sus instrucciones porque no sabía qué más hacer, a pesar de la certeza que me invadía de que aquello no era lo más recomendable.

Estuve empujando cerca de una hora. La matrona me dijo que la niña venía muy bien colocada, que ya había girado la cabeza; incluso le enseñó a Alma cómo se entreveía ya su pelo (yo me quedé con las ganas de verlo porque nadie tuvo el detalle de acercarme un espejo). Al parecer, sin embargo, aún me quedaban "más de diez empujones", así que decidió dejarme descansar "media hora".

–Después vuelvo y seguimos empujando.

La verdad es que la posibilidad de "descansar" en medio del expulsivo me llamó mucho la atención, porque era algo que desconocía. En aquel momento, no obstante, me fie de su criterio, consciente como era de que mis empujones no estaban siendo todo lo efectivos que podían. Tal vez, pensaba, un pequeño descanso me ayudara a juntar las fuerzas necesarias para hacerlo mejor; a pesar de que la palabra "descanso" se me aplicaba bastante mal, ya que, debido a la lateralización de la epidural, seguía sufriendo el dolor de las contracciones y gimiendo cada pocos minutos.

La media hora pasó y por allí no apareció nadie. Alma y yo quisimos dejar un tiempo de cortesía, pero a la hora y y cuarto, valorando muy seriamente que se hubiesen olvidado de nuestra existencia, llamamos. Entonces entró una matrona distinta, y entendimos que el turno de la anterior había terminado.

Sé que fue un detalle, pero fue un detalle muy feo. Después de pasar todo el día con nosotras, de intentar que creyésemos que se esforzaba por hacer un buen trabajo (a pesar de sus comentarios fuera de lugar), de mostrarnos simpatía, confianza... simplemente, se marchó. Y, encima, habiéndonos dicho que volvería en media hora, que es algo que nunca entenderé.

¿Tan difícil era avisarnos del cambio de turno, antes de marcharse o después? ¿Tan impensable habría sido venir a despedirse de nosotras, desearnos buena suerte o algo parecido, y quedar como una señora? A mí me parece que, en ese tipo de gestos, igual que en sus comentarios, mostraba una profesionalidad más que dudosa, a pesar de su aparente fachada de matrona-molona. Entre otras cosas porque, a aquellas horas, y según ella misma nos había comentado, el mío era el único parto que estaba atendiendo.

La nueva matrona, mucho más seca, me hizo empujar unas cuantas veces, después dijo: "Vale" y se marchó. Alma y yo volvimos a quedarnos solas, sin entender qué pasaba, hasta que, más de una hora después, volvimos a llamar. En esta ocasión, vino una residente a la que ya le preguntamos, abiertamente, qué narices pasaba. Afortunadamente, ella sí que nos dio una explicación: me habían dejado en "descenso pasivo", una situación que, según ella, solo se revisaba cada dos horas.

No entendía nada. ¿En qué momento había pasado de "En media hora empujamos" a "Hasta dentro de dos horas no nos llames"? ¿Quién había decidido qué, cuándo lo había decidido y por qué no nos habían informado? Y, sobre todo, ¿era aquella la única alternativa? ¿Era la mejor, habida cuenta de que yo seguía muriéndome de dolor por las contracciones?

Cuando les recordé esto último, su única respuesta fue volver a subirme la dosis de epidural, hasta un punto en que la matrona me dijo que había llegado al tope y que ya no me podían poner más. No podía creerlo: había intentado por todos los medios minimizar la exposición de mi hija a la epidural... y allí estaba, ¡de epidural hasta las cejas!

Llevaba cerca de doce horas en el paritorio cuando se me empezó a torcer el pensamiento. Alma, para animarme, me decía que mirara el gorrito y el body que tenían preparados para nuestra niña. Desde la cama, sin embargo, no alcanzaba a verlos, y mi mente de abortadora recurrente empezó a jugarme malas pasadas. ¿Y si mi hija nunca se ponía esa ropa? ¿Y si...? Intentaba apartar esos pensamientos como quien aparta una mosca; pero, como las moscas, los pensamientos volvían. ¿Y si...?

De repente, la matrona y la residente entraron en el paritorio. La primera dijo: "Te voy a poner esto" y me colocaron un tubito de oxígeno. Y se marcharon, sin decir nada. A mí aquello me impresionó vivamente, porque nunca en mi vida me habían puesto oxígeno, y, sobre todo, porque no sabía por qué me lo habían puesto. ¿Qué pasaba? ¿Quién necesitaba oxígeno? ¿Era yo? ¿O era mi hija?

A partir de ese momento, mi intranquilidad aumentó a un ritmo exponencial. Ya no se trataba de mí, del parto que me habría gustado tener, del que no quedaba ni el recuerdo. Se trataba de mi hija, encajada en mi pelvis, sometida a contracciones brutales durante casi doce horas. Con cada contracción, los latidos de su corazón se ralentizaban: al principio, levemente, y siempre se recuperaban rápido. Pero, poco a poco, el ritmo empezó a bajar y tardaba más tiempo en recuperarse.

Mi mente empezó a embotarse. El sonido del tubo de oxígeno y el del monitor colapsaban mis sentidos. Solo podía concentrarme en respirar, respirar hondo, tratar de que mi hija obtuviera todo el oxígeno posible, para que no le pasara nada. Mil pensamientos funestos nublaban mi vista. El gorrito y el body, ¿dónde estaban? No podía verlos, no podía pensar. Rota de dolor, borracha de miedo, solo alcazaba a repetirme, como en un mantra: "Por favor, por favor, que no le pase nada".

En un primer momento, parecía que mis esfuerzos con el oxígeno funcionaban. Pero dejaron de hacerlo muy pronto. Donde el monitor había marcado un ritmo cardiaco cercano a 100, empezaron a aparecer cifras de 90, 80, 70... Y cada vez durante más tiempo, sin apenas recuperación entre contracciones. La intranquilidad se transformó en angustia y, cuando empecé a ver cifras de 60, colapsé.

Llamamos la matrona. Ya me daba igual molestar o no molestar o lo que pensaran de mí. Mi hija estaba sufriendo y no lo podía permitir. Si me hubiera podido levantar de la cama, la habría agarrado de las solapas; pero, como no podía, le hablé alto y claro sobre lo que estaba ocurriendo. Ella me dijo lo de siempre: que no me preocupara, que en todo momento estaban observando mi monitor desde otra sala y que, si detectaban cualquier problema, en "diez minutos se plantaba en el paritorio todo el equipo". Yo le insistí en que aquella situación no me daba ninguna confianza, en que estaba muy angustiaba y en que, por favor, prestaran atención al bienestar de mi hija.

Nunca sabré si mis palabras desencadenaron lo que vino después y tampoco sabré si fue para bien o para mal. Pero, "diez minutos" después de hablar con la matrona, "todo el equipo" irrumpió en el paritorio. Como no podía ser de otra manera, la marabunta iba capitaneada por ella, La Ginecóloga Deshumanizada, cuyo turno, al contrario que el de la matrona-molona, no había terminado.

Sin dirigirme la palabra, se sentó entre mis piernas y empezó a gritar órdenes:

–¡Que vengan los de Neonatos! ¡Preparadme las palas!

Ante su presencia, y a pesar del miedo que atenazaba mi garganta, me relajé. Ya estaba: en cuanto a mí, todo había salido mal. Mi cuerpo iba a sufrir un destrozo, probablemente un destrozo gordo viniendo de aquella señora; pero ya no me importaba. Yo solo quería que sacaran a mi niña, que la liberaran por fin de yugo de mi cuerpo, ese lugar hostil que parecía haber amenazado su vida desde el primer minuto hasta el último.

La Ginecóloga abrió varias bolsas de material quirúrgico y me puso unos plásticos sobre las piernas. Yo solo pensaba que aquello no tenía pinta de cesárea, porque no me habían colocado la pantalla. Alma, que hasta entonces tenía la mano sobre mi rodilla, la colocó sobre uno de los plásticos.

–¡No lo toques! –gritó La Ginecóloga, dirigiéndole la palabra por primera vez. –¡Es material estéril! ¡Y lo has contaminado!

¿Cómo quería que lo supiera? ¿Cómo quería que supiéramos nada, si nadie nos hablaba?

De pronto, vi cómo empuñaba un instrumento con forma de T. Y lo primero que pensé fue: "Me van a extirpar el útero". Y mi siguiente pensamiento fue: "Bueno, pero, primero, sacarán a mi niña". Entonces, La Ginecóloga dio la vuelta al instrumento y vi que, por el otro lado, tenía una forma parecida al tapón de una botella de leche. No, no me iban a extirpar el útero. ¡Era una ventosa!

¿Tan difícil era informarnos de ello? ¿Tan impensable haberme dicho, mientras preparaba el material: "Mira, cielo, parece que tu niña se queja, así que vamos a ayudaros con una ventosa. No te preocupes, enseguida vas a verle la carita, confía en mí"?

Supongo que sí, que es mucho pedir.

Me dijeron que empujara un par de veces. Yo hice lo que pude y, de pronto, alguien empezó a gritarme muy cerca del oído:

–¿Por qué no empujas? ¡Te he dicho que empujes!

No podía creerlo. ¡Era el ginecólogo! Otra vez ese señor al que parecía que nunca oía la primera vez que me hablaba. Como prueba de la inmensa violencia de la situación, ella, La Ginecóloga Deshumanizada, tuvo que salir en mi defensa:

–No le digas nada, que lo está haciendo muy bien.

Mi Síndrome de Estocolmo se elevó a los cielos y estalló en fuegos artificiales.

Lo siguiente que dijo fue: "Ayúdame". Y ese señor dirigió sus garras hacia mi abdomen. Yo no daba crédito. ¿También eso? ¿Me iban a hacer una Kristeller, también? No podía creerlo. ¡Era el Parto de los Horrores! ¡Y no le faltaba detalle!

–No.

Lo dije bajito, pero lo dije. Había leído tanto sobre esa maniobra, estaba tan concienciada... El ginecólogo alejó sus manos unos centímetros y me miró sin decir nada. Y entonces comprendí la situación: mi hija tenía una ventosa en la cabeza y estaba sufriendo. Definitivamente, no era el momento de discutir sobre las recomendaciones de la OMS. Así que, a pesar de haber expresado mi disconformidad con lo que estaba a punto de ocurrir, miré, literalmente, hacia otro lado.

–¡Empuja!

Yo empujé.
Él presionó.
Ella tiró.

De pronto, un torbellino de huesos atravesó mi cuerpo. Y mi hija nació.

La colocaron sobre mi abdomen. Y, por primera vez, pude ver su carita. Lloraba bajito, asustada. Yo también lloraba. "Ya pasó, mi niña, ya pasó", le dije. Estaba bien, estaba sana. Y nada más importaba.

Solo recuerdo ese momento y lo recuerdo así. No sé si tardó más en salir, no sé cuántas veces empujé, ni siquiera recuerdo cuándo le cortaron el cordón. Solo sé que, a los pocos minutos, todo el paritorio se empezó a reír. Yo no entendía nada, y Alma tuvo que explicarme que la pequeña se había hecho pis encima de mi tripa. Entonces me reí también, aunque me dio mucha pena no haber sido capaz de notarlo porque no sentía mi cuerpo. Una enfermera se acercó por mi derecha y exclamó. "¡Qué buen color!". A pesar de todo lo que había pasado, mi campeona tuvo un Apgar de 9/10.

–Quiero ver la placenta.

Abrazada a mi pequeña, empecé a sentirme persona de nuevo, a recuperar el escaso control que tenía de la situación, todavía con fuerzas para cumplir alguno de los deseos que aún albergaba sobre mi parto.

–Primero tiene que salir –dijo La Ginecóloga.
–Lo sé.

Quería verla. Quería, de alguna manera, darle las gracias por haber alimentado a mi hija durante todo ese tiempo, por haberla mantenido con vida a pesar de todas las zancadillas que le había puesto mi cuerpo. No quería que la tiraran a la basura sin rendirle un pequeño homenaje, aunque fueran mental.

No tardó en salir. Me pareció grande, poderosa, densa. De ella colgaba la bolsa donde se había desarrollado mi hija, rota por un extremo. La Ginecóloga pareció disfrutar de aquella exhibición, como si, por un momento, me considerara un ser humano, me tuviera algún respeto.

Después, empezó a coserme. La residente de matrona, un poco detrás de ella, miraba con cara de horror. En pleno colapso hormonal, a mí hasta me pareció divertido: la veía mover las agujas y el hilo y sentía que estaba cosiendo una bufanda sobre mi cuerpo. Hablaba con el ginecólogo, sin mirarme, sin dejar de dar puntadas. "Pon un dedo aquí". "Si no tuviera pelo...". "No, no creo que en su caso sea necesario". Al final me dijo: "Han sido siete puntos externos; los internos no cuentan".

"No cuentan". Su frase preferida.

Me recomendó un gel para lavarlos y se marchó. Y el ginecólogo la siguió. Los de Neonatos ya habían salido, y, al poco rato, la matrona, la residente, una mujer que limpiaba y algunas personas más se fueron también.

El paritorio quedó en penumbra, en silencio. Por fin.

Y entre besos, abrazos, sonrisas y arrullos, fuimos estrenando esa vida por la que tanto habíamos luchado.

viernes, 3 de agosto de 2018

Mi parto (III)

Qué extraño fue llegar a nuestro hospital, a un lugar tan conocido y, a la vez, tan ajeno en aquella circunstancia. Sabíamos que existía una remota posibilidad de que aquello que estábamos viviendo ocurriera, y ya habíamos planeado que, si no podía dar a luz en Hospital Elegido, iríamos a nuestro hospital. Pero, sencillamente, no queríamos estar allí.

En la admisión de urgencias se sorprendieron de que llegásemos derivadas de otro hospital. Afortunadamente, tardaron muy poco tiempo en atendernos, porque la sala de espera, al contrario que en Hospital Elegido, estaba vacía.

Me cuesta recordar esa parte de la noche: era tarde, estaba muy cansada y llevaba ya muchas horas sin dormir. El impacto de lo que vendría después, además, parece haber dejado mi cerebro sin capacidad para memorizar los detalles.

A pesar de llevar el informe de Hospital Elegido, que incluía el registro de los monitores, la ginecóloga que nos atendió decidió repetir el proceso completo. La sola idea de volver a pasar por unos monitores me resultaba agotadora. Aun así, no me quedó más remedio que dejarme enchufar a la máquina, otra vez. En esta ocasión, al menos, pedí que me permitieran sentarme en un sillón, como en Hospital Elegido, en lugar de tumbarme en una camilla de la que no me sentía con fuerzas de levantarme. 

Para entonces, mis pantalones del pijama también estaban empapados. Así que, antes de sentarme, me volví a cambiar de compresa y me los quité. Para mi desgracia, en nuestro hospital no tenían bragas desechables, y yo no me había llevado ninguna de Hospital Elegido, así que tuvimos que escarbar en la maleta para sacar las que pensaba ponerme para volver a casa, que eran prácticamente las únicas que llevaba. Y como no tenía más pantalones, me tuve que sentar en bragas, con una compresa que calaba y una sábana por encima.

Después de los monitores, me hicieron un tacto que apenas ha dejado poso en mi memoria. Alma dice recordar que la ginecóloga nos explicó que, aunque todavía no estaba de parto, la cosa tenía buena pinta, porque ya había borrado el cuello del útero en un 80%. A mí, lo de borrar el cuello me pareció rarísimo, porque entendía que, si había dilatado entre uno y dos centímetros, era porque el cuello del útero ya estaba borrado.

De los que nos dijeron a continuación sí que no he podido olvidarme: me iban a dejar ingresada hasta la mañana siguiente, y, si hacia las diez no había comenzado el parto activo, me lo inducirían. Fue la segunda gran bofetada de esta historia (aunque, increíblemente, no sería la última): después de pasarme semanas temiendo una inducción, allí estaba, segura de que me provocarían el parto.

Cuando llegamos a la habitación, había empezado a amanecer. Bajamos las persianas para intentar mantener la penumbra y Alma se acostó en el sofá. Yo me debatía entre las dos opciones que se me ocurrían en ese momento: sabía que, para favorecer el parto, debía moverme, caminar, hacer ejercicios; pero me sentía incapaz. Estaba agotada, me sentía derrotada, no encontraba fuerzas mentales ni físicas para enfrentarme al viento de mi desgracia. Además, sentía que, si no descansaba, aunque fuera un par de horas, no podría enfrentarme al parto. 

Al final, decidí recostarme en la cama, con el respaldo prácticamente vertical, para intentar que la gravedad favoreciera la dilatación mientras yo descansaba. Conseguí dormitar algunos ratos, siempre con la mano en mi vientre; dándome cuenta, muy a mi pesar, de que las contracciones no aumentaban.

Pasadas las nueve entraron con el desayuno. La mujer que lo trajo no entendía por qué manteníamos las persianas bajadas. Tratamos de explicárselo, pero a ella le dio igual:

–¡Yo así no puedo trabajar!

Y las subió hasta arriba.

Este era el tipo de cosas que yo buscaba evitar cuando decidí dar a luz en Hospital Elegido. Buscaba un ambiente donde se respetaran mis decisiones y, ya de paso, la fisiología del parto. Mantener la penumbra no era un capricho: era un intento desesperado de favorecer la producción de oxitocina. En cualquier caso, me pregunto si es tan difícil respetar el bienestar de una paciente, entiendas o no sus motivos: 

–De acuerdo: si tú estás más cómoda, subo un poco esta persiana para dejar la bandeja y me voy.

A mí me parece sencillo, no sé.

A las diez vinieron a buscarme para llevarnos al paritorio. Nos atendió una matrona que parecía muy simpática, pero cuyo lado oscuro no tardó en aparecer:

–Así que venís de Hospital Elegido... ¡Las que queréis un parto natural, luego acabáis gritando por la epidural!

Estábamos de pie, esperando en el pasillo, y el sol daba de pleno en los ventanales:

–Qué buen día hace hoy, ¿verdad?

Entiendo que son detalles, pero, para mí, arruinaban completamente el ambiente que deseaba para el parto. Mucho más cuando, desde mi punto de vista, son perfectamente evitables, y los motivos por los que resultan nocivos me parecen bastante fáciles de entender.

Sin embargo, no me quedó más remedio que relativizar su importancia, debido a lo que ocurrió a continuación. Entramos en la sala de Obstetricia y allí, como en una película del terror más oscuro, la vi. Era ella. La ginecóloga de la no-consulta en Esterilidad

No sé cómo no me desmayé, cómo no vomité, cómo no salí corriendo en pleno ataque de pánico. Hacía más de un año de aquella visita, pero yo no había olvidado su cara. Alma tampoco. Las dos nos quedamos petrificadas, evitando la mirada de la otra, como si con eso pudiésemos conseguir que aquella aparición se esfumase y nuestra mala suerte se mantuviese en límites tolerables. 

Me subí al sillón, todavía ojiplática, y la matrona me hizo un tacto:

–¡Huy, huy, huy! En Hospital Elegido han sido muy optimistas... ¿Uno o dos centímetros? ¡Pero si no has dilatado NADA!

Yo no sabía ni qué decir, estaba muda de espanto. Entonces, la matrona le pidió al otro ginecólogo que repitiera el tacto, por si acaso. "Es que él tiene los dedos más largos".

Acto seguido, el hombre empezó a gritarme:

–¡¿Por qué no bajas el culo?! ¡¡Te he dicho que lo bajes!!

Yo no tenía conciencia de que ese señor me hubiera dirigido la palabra. Hasta la matrona se quedó blanca. Por supuesto, me hizo un daño horrible para corroborar que, según su criterio, no había dilatado nada. 

Cuando salimos de allí, no hacía más que repetirme: "Si todo va bien, los ginecólogos no intervienen. Si todo va bien, no volveré a verlos". Estaba lívida, temblaba, apenas podía procesar lo que estaba ocurriendo.

La matrona me preguntó entonces si había traído el plan de parto. "No", balbuceé. Y ella me dirigió una mirada reprobatoria, del tipo: "Mucho parto natural y luego mira...".

Era mentira, claro. ¡Por supuesto que lo llevaba!. Lo había preparado concienzudamente durante varias semanas, imprimiendo hasta dos versiones; incluso se lo había mandado a las matronas por correo electrónico para que me dieran su visto bueno, como así hicieron. Pero llevaba el modelo de Hospital Elegido. Y solo de pensar en recibir más comentarios despectivos sentía que me faltaba el aire. Lo último que quería es que esa señora siguiera mofándose del parto que había planeado, así que no se lo di.

En un principio, tenía la idea de rellenar también el de nuestro hospital, para dejar el plan B bien atado y poder estar completamente tranquila. Pero, en el último momento, decidí que no lo haría. En primer lugar, porque, al lado del modelo de Hospital Elegido, el de nuestro hospital era irrisorio. Saltaba a la vista que, a pesar de incluir algunos detalles positivos (lo tremendo es que en otros hospitales todavía no lo hagan, como evitar el enema o el rasurado), su plan de parto era más postureo que otra cosa. Y, por otra parte, ¡estaba harta de los planes B! ¿Por qué me tenía que poner siempre en lo peor? ¿Por qué no confiar tranquilamente en que todo saldría, más o menos, como lo había imaginado?

Pues porque no, hija mía. Porque los planes A nunca te salen bien.

La matrona nos explicó que, una vez rota la bolsa, se pueden esperar 24 horas a que se desencadene el parto sin que haya riesgo de sepsis.

–Pero aquí nunca inducimos los partos por la noche, ¿sabes? Porque estáis muy cansadas.

Me encanta. Yo no había dormitado ni tres horas, pero ellos ya habían decidido que, por la noche, estaría mucho más cansada. Las catorce horas que me robaron me habrían permitido dormir y moverme hasta el aburrimiento, y quién sabe lo que habría ocurrido en ese caso. Pero no, yo iba a estar muy cansada, y que su turno acabara de empezar no tenía nada que ver.

–Así que Hospital Elegido estaba lleno, ¿eh? Eso aquí nunca nos pasa.

Y lo decía como si le pareciera un motivo de orgullo.

Ante sus comentarios, yo solo acertaba a poner cara de póker. Temía que, si le decía lo que pensaba, si mostraba un atisbo de incomodidad siquiera, la cosa se pusiera más fea todavía. Mi síndrome de Estocolmo no había hecho nada más que empezar, y aún alcanzaría cotas sorprendentes.

Pasamos al paritorio (donde, por supuesto, había una ventana por donde entraba un sol que cegaba) y la matrona nos trajo el consentimiento para la inducción. Después de que lo firmara, me colocó los monitores y me puso la vía para la oxitocina.

–Entonces, ¿no quieres la epidural?
–Por el momento, no. Voy a probar.

Yo sabía que las contracciones que provoca la oxitocina sintética no son para aguantarlas, pero quería retrasar la anestesia todo lo posible. La idea era no perder el movimiento para ayudar a mi hija en su camino, además de intentar reducir al máximo su exposición a la anestesia y así favorecer el comienzo de la lactancia. 

De nuevo, preferí sentarme en un sillón a recostarme en la cama, y la matrona encendió la máquina. En cuanto la perfusión empezó a hacer efecto, el monitor comenzó a marcar contracciones muy fuertes; aunque, para mí, no eran dolorosas. 

–Si quieres, luego te traigo una pelota de pilates.
–Mejor tráela ya.

La matrona iba y venía, subiendo poco a poco la cantidad de oxitocina. En un momento dado, me di cuenta de que seguir en el sillón era una tontería, así que salté sobre la pelota de pilates para empezar a moverme. A pesar de que las contracciones eran cada vez más fuertes, fue sentarme en la pelota y relajarme por completo. Por fin me sentía en casa, haciendo los ejercicios que conocía, concentrándome en fluir aunque no fuera al ritmo de mi cuerpo sino al que marcaba la máquina.

De pronto, el monitor dejó de marcar contracciones, aunque a mí me seguían doliendo. 

–¿Esta de cuánto ha sido? –le preguntaba a Alma.
–¿Cuál? Aquí no marca nada...
–¿Cómo que no? ¡Si ha sido una contracción tremenda!
–Pues aquí ponía 15...
–¿¿15?? ¿¿No será 150??

Cuando volvió la matrona, se sorprendió mucho de mi estado de relajación: efectivamente, las contracciones habían dejado de ser efectivas, por mucho que dolieran. Así que subió bastante a la oxitocina.

Ahí ya sí que la cosa se puso seria. Las contracciones eran extremadamente dolorosas y yo empecé a gemir como gemían las mujeres que sí estaban de parto. Alma alucinaba y yo, en el fondo, también: es sorprendente cómo se transforma nuestra voz en el parto, como parece que la Tierra se estremece y ruge por nuestra garganta.

El trance, sin embargo, no era completo. En la puerta de nuestro paritorio, la matrona y otras enfermeras charlaban animadamente, riéndose y pegando voces como si estuvieran en la puerta de una discoteca. Yo me moría de la rabia y apenas podía resistir las ganas de tirar los monitores al suelo y salir a llamarles la atención. ¡Era una falta de respeto absoluta! 

Parto natural, parto natural... ¡no! Lo que yo quería era un parto respetado. Lo único que pedía era RESPETO. Respeto era lo que buscaba en Hospital Elegido, y respeto era lo que no encontraba por ninguna parte en nuestro hospital.

A las seis horas (¡seis!), la matrona me hizo un tacto y me dijo que, por fin, había alcanzado los tres centímetros. Entonces entendí que tenía que pedir la epidural. Si hubiera sabido que me quedaban, ¡no sé!, dos o tres horas, quizás la habría evitado. Pero, a ese ritmo, podía tener más de diez horas por delante, y eso no era capaz de soportarlo.

–Pues sí que has aguantado –admitió la matrona cuando se lo comuniqué.

Aunque solo estábamos dos mujeres de parto, la anestesista tardó media hora en venir; un tiempo que se me hizo larguísimo, porque, una vez que tomé la decisión de pedir la epidural, cada contracción de más se me hacía un mundo. La matrona me recordó que debía estarme muy quieta, incluso aunque me viniera una contracción; yo solo pensaba que, con la mala suerte que me gasto, de fijo que me quedaba parapléjica. Por suerte, en el último momento la matrona tuvo las luces de apagar la máquina de la oxitocina mientras me pinchaban.

La anestesista era una mujer dicharachera que se puso a hablar con la matrona como si yo no estuviera allí (¡qué raro!). Por su conversación, me enteré de que ninguna de las dos tenía hijos, lo cual me llamó bastante la atención. Sobre todo, recordé la frase de la matrona sobre "gritar por la epidural" y me pareció una falta de respeto mucho más grande. ¿Cómo se daba el lujo de hablar de ese modo tan despectivo de las mujeres de parto si ella no sabía lo que se sentía...?

Por si esto fuera poco, empezaron a comentar la "buena pinta" que tenía mi caso. "Yo creo que las dos de hoy paren, ¿verdad?". A lo mejor a ellas les resultaba simpático, pero a mí me daba cien patadas. Ya me parecía terrible que hicieran quinielas con las mujeres que estábamos allí en un trance semejante, y que hablasen de parir o no parir cuando todas parimos; pero, ¿encima tenían la desfachatez de comentarlo en mi cara? ¡Era increíble!

A pesar de lo desagradable de la conversación y del miedo que yo tenía, todo fue más rápido y menos doloroso de lo que esperaba. Primero me pincharon una cantidad pequeña para comprobar que no me daba una reacción alérgica, y después me pusieron el catéter (que, según la anestesista, entró por mi espalda "como si fuera mantequilla"). Afortunadamente, la anestesia empezó a hacerme efecto de manera inmediata.

Fue el momento más agradable del día (y de la noche). Me recosté en la cama, las contracciones desaparecieron y, después de tantísimo dolor, el bienestar fue absoluto. Tanto Alma como yo aprovechamos para domir un poco y, cuando al cabo de una hora la matrona volvió para hacerme otro tacto, nos dio la buena noticia de que ya estaba de cuatro centímetros.

Pero, como no podía ser de otra manera, la felicidad fue fugaz.

(continuará...)

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