domingo, 26 de marzo de 2017

Ya tenemos embriones

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Cuando recibimos la llamada de la clínica para decirnos que ya éramos las siguientes en la lista de espera de adopción de embriones, sabíamos que podía pasar cualquier cosa. Es más, sabíamos que podía pasar cualquier cosa, excepto la que nos dijeron que pasaría: que la doctora se pondría en contacto con nosotras después de quince días.

Así que nos lo tomamos con mucha calma. Al contrario que la vez anterior, no viví pegada al móvil durante semanas ni llamamos varias veces para ver qué pasaba. Simplemente, nos dedicamos a esperar. Lo cierto es que no tenemos prisa. En parte porque sabemos que el proceso es lento y que hay cosas que no podemos acelerar. Y en parte, supongo, porque hemos perdido definitivamente la inocencia y, aunque conservamos la suficiente esperanza como para volver a intentarlo, tampoco sentimos un deseo desenfrenado por precipitarnos hacia una nueva decepción.

El caso es que, pasado un mes, el teléfono sonó. Me despertaron de una siesta con el mismo protocolo que la primera vez: querían explicarnos las características de los embriones que nos habían asignado para comprobar si los aceptábamos. Y mi respuesta fue la misma que la vez anterior: ¡por supuesto que sí!

En esta ocasión son dos blastos, de las mismas calidades que nuestros embriones anteriores: B y C. La verdad es que el hecho de que fueran blastos llenó mi mente de distintos pensamientos, que llegaron despacio pero acabaron atropellándose por ahí dentro.

Lo primero que pensé fue: "¡Vaya! ¡Sí que es fácil conseguir blastos de esta manera!". Y es que nosotras ya hemos conseguido antes dos parejas de blastos como esta: uno bueno y otro regular. Pero cada una nos costó una FIV, con todo lo que eso implica: varios miles de euros, dos meses de tratamiento, una buena colección de hormonas para tomar, pinchar e inhalar, quirófano, mucho dolor e incluso una baja laboral.

Así que, por un lado, me sentí aliviada: nada de eso volverá a repetirse. Ya no es necesario. Al haber renunciado a mi genética, los tratamientos son mucho más sencillos (física, emocional y económicamente) para mí. Pero, a la vez, se me quedó una interesante cara de idiota, y volví a darle vueltas a una cuestión que me atormenta desde hace un tiempo: ¿en qué momento decidimos embarcarnos en las FIV? ¿Por qué no lo pensamos con más calma, por qué no valoramos otras opciones, si una parte de nosotras tenía clarísimo que ambas constituían un mal trago al que no nos queríamos enfrentar?

En fin.

Lo siguiente que me invadió fue una horda de malos recuerdos. ¿Blastos otra vez? No pude evitar que me recordaran a las primeras transferencias embrionarias, que me supieran a fracaso, a inmenso dolor. Debo confesar que haber probado con embriones en día +3 en el anterior tratamiento fue una novedad que me llenó de esperanza, aunque solo fuera por la mera novedad. Sin embargo, sé que no debo idealizar ese tratamiento, porque utilizar aquellos embriones también me llenó de miedo. Miedo por esos dos días extra que debían pasar flotando en mi útero, sin nada que hacer más allá de sobrevivir a unas condiciones que difieren bastante de las naturalmente óptimas. 

Y entonces llegaron los pensamientos optimistas.

Los blastos implican menos pinchazos de heparina, una implantación que, de producirse, tendrá lugar de manera inmediata, y, sobre todo y por encima de todo, una betaespera más corta. Además, son dos: dos blastos que, por primera vez, me pondré juntos. ¡Vivan los blastos!

Por lo demás, mentiría si dijera que he sentido amor a primera vista, como la otra vez. Lo que he sentido han sido nervios, miedo y muchas ganas de ocupar mi mente en otras cosas hasta que llegue el momento. Tengo claro que el éxito o el fracaso de este tratamiento depende más de la medicación antiabortos que de cualquier otra cosa, así que no me quiero volver loca con los embriones. Sé que las perspectivas son buenas, y eso me alegra, pero tampoco puedo decir que sea una novedad: llevo tres años de perspectivas estupendas y no he hecho más que comerme los mocos.

Así que, por ahora, mucha calma.
Ya cruzaremos los dedos cuando se acerque el momento.

domingo, 5 de marzo de 2017

Indignación, alegría y un deseo

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A pesar de la indignación que me consume desde que supe de la existencia del famoso autobús que promueve la transfobia, estoy contenta.

Y estoy contenta porque creo que, en los últimos años, la comunidad LGBTIQ estamos traspasando una frontera muy importante: la que nos separaba de la infancia.

Primero fue la legalización de nuestras familias. No el permiso para su existencia, no: porque nuestra comunidad ha formado familias desde siempre. Sino su reconocimiento legal, y con él, el respeto a nuestros derechos: los de los progenitores hacia sus hijos y los de los hijos hacia sus progenitores.

En los últimos años, además, se ha roto un tabú muy importante: el que existía sobre la propia infancia LGBTIQ. Al parecer, los miembros de nuestra comunidad nacimos adultos, o incluso surgimos bajo una col: de otra manera no se explica que se aparte a los niños de nosotros, cuando muchos de ellos son como nosotros. 

Por eso la realidad LGBTIQ debe ser conocida por la infancia, porque la infancia LGBTIQ también existe. Y por eso nuestros derechos, los derechos de los adultos, son también los derechos de los niños. Porque la infancia LGBTIQ también es infancia y, como tal, ha de ser protegida: protegida de gentuza que la haga sufrir cruelmente por el mero hecho de atreverse a ser lo que son, lo que siempre hemos sido y lo que siempre vamos a seguir siendo.

Todos estos pasos que estamos dando, finalmente, muestran que, poco a poco, se va superando otro prejuicio: el que nos considera seres degenerados, pervertidos, desviados y peligrosos. En nombre de ese prejuicio se nos ha intentado apartar durante tanto tiempo de los niños, negándoles de ese modo el desarrollo natural de su propia identidad. 

Parece que la sociedad y, sobre todo, quienes se encargan de legislar y juzgar, empiezan a subsanar ese error histórico. El que, por otro lado, tanto ha contribuido a estigmatizarnos, marginarnos y victimizarnos.

A veces me surge el deseo de que mis hijos sean también personas LGBTIQ. La única razón que me mueve a ello es garantizarles una familia que los comprenda y proteja, frente a la clase de energúmenos que todavía andan sueltos. Y es que ser rechazado por tu propia familia es terrorífico: lo sé porque lo he vivido.

Sin embargo, albergo un deseo mayor todavía, y es que algún día deje de ser necesario que personas como yo tengamos este tipo de pensamientos. Porque algún día todos los niños se críen seguros, en su familia y en su sociedad.

Incluidos los niños LGBTIQ.

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