lunes, 26 de enero de 2015

La odisea de la FIV (I). Primera consulta



Poco a poco voy encontrando la ganas de recordar el tratamiento por el que conseguimos nuestro preciado tesoro, a pesar de que la muerte se nos cruzara después en el camino para arrebatárnoslo.

Nunca olvidaré la primera consulta para la FIV. Fuimos a la clínica apenas tres días después de recibir el último negativo, con la idea de conocer en qué consistía el tratamiento y echar cuentas para ver si nos lo podíamos permitir. No estábamos decididas a hacerlo, o al menos eso nos decíamos a nosotras mismas.

Como me venía ocurriendo en las últimas visitas, en cuanto franqueé la puerta, mi cuerpo entró en "modo huida". Miraba sin ver, escuchaba sin oír y asentía, aunque en realidad lo único que deseaba era salir corriendo. El olor de la clínica nublaba el resto de mis sentidos, acelerando mi respiración.

Cuando salimos de la consulta, fundí a Alma a preguntas. Ella se quedó pasmada. "¡Pero si eso nos lo acaba de decir la doctora, y tú le estabas diciendo que sí!". Y era verdad, aunque en realidad, yo solo la había visto mover los labios y señalar con un boli en un calendario, porque a duras penas conseguía escuchar otras cosa que no fuera el intenso bombeo de mi corazón.

Al llegar a casa, sacamos la calculadora. El precio de la FIV era desorbitado, pero, ¿qué podíamos hacer? ¿Acaso teníamos alternativa? Así que, en realidad, no tomamos ninguna decisión. Nuestro proyecto de formar una familia se mantenía intacto, y mientras nos lo pudiéramos permitir, ese seguía siendo nuestro camino.

La doctora nos propuso hacer un protocolo largo. Durante tres semanas, estaría tomando la píldora, preparando así la estimulación de mis ovarios. Solapado con esas tres semanas y hasta el día de la punción, tendría que inhalar, dos veces al día, unas hormonas cuya función sería inhibir el funcionamiento de mi hipotálamo, evitando que interviniera en el proceso. Apenas unos días después de dejar la píldora, empezaría a pincharme para estimular mis ovarios. Una vez que los folículos hubieran crecido lo suficiente, me pondría una última inyección para que madurasen y pasaría por quirófano. Ello implicaba haber hecho un electrocardiograma y un análisis como pruebas preoperatorias; además, tanto Alma como yo deberíamos repetirnos la serología, porque ya habían pasado seis meses desde que nos hicimos la anterior.

Toda esta información, el aluvión de hormonas, incluso el calendario, se me hacían un mundo. Quería ser madre, pero no quería pasar por todo eso. Mi cuerpo me lo gritaba alto y claro: pasar por todo eso, no. Pero, ¿qué pretendía? Las cuatro inseminaciones habían dado negativo. ¿Qué posibilidades nos quedaban? No quería pasar por todo eso, pero tampoco estaba dispuesta a abandonar.

Así que nos lanzamos a la piscina, y aunque cuando lo vives no es tan duro como cuando te lo cuentan, el estrés que me sobrevino desde el principio, la angustia que sentía ante el temor de no ser capaz de enfrentarme a lo que me esperaba, hicieron que lo pasase bastante mal durante el mes y medio previo a la punción.

Y después también...

jueves, 22 de enero de 2015

Como un bálsamo



Últimamente la intuición gobierna algunos aspectos de mi vida y hay cosas que que tengo que hacer. Una de ellas era leer este libro, Las voces olvidadas. He necesitado un tiempo para atreverme a comprarlo, sabiendo como sabía cuánto me iba a remover por dentro. Pero debía enfrentarme a ello como sé que tendré que enfrentarme a muchos de mis miedos si quiero seguir adelante con mi vida, con mi sueño de formar una familia.

Lo estoy leyendo despacio. Me paro casi en cada párrafo, en cada capítulo. A veces tengo que cerrarlo y llorar, porque mi cuerpo aún necesita desahogarse. A veces levanto la mirada y sonrío serenamente, celebrando las decisiones acertadas que he tomado. A veces me lleno de orgullo y me siento bendecida, a pesar de todo, por el privilegio de pertenecer a la hermosa comunidad de las Mujeres Valientes. 

En conjunto, su lectura está siendo como un bálsamo para mis heridas, las del cuerpo y las del alma. Así que no puedo dejar de recomendarlo a todas las mujeres que hayan sufrido una pérdida gestacional temprana, a quienes las rodean y las quieren bien, a todo el que se atreva a mirar a la verdad a la cara, dejando a un lado las fantasías ancestrales con que nuestra sociedad se oculta a sí misma las experiencias desagradables. 

De hecho, creo que todas las personas deberían leer algunos capítulos por lo menos una vez en su vida, especialmente si desean enfrentar el reto que supone vivir una maternidad consciente.

lunes, 19 de enero de 2015

En el dentista



Hoy me tocaba la visita semestral al dentista. ¡La odio! Prefiero mil veces abrirme de piernas ante el ecógrafo (total, una vez más) o pincharme un buen chute de hormonas (a este paso me van a convalidar la experiencia por un título de practicante) que sentarme bajo el foco durante cuarenta minutos mientras practican espeleología en mi boca.

Pero allá que iba, infundiéndome ánimos a mí misma para no recordar las fantasías que había elaborado sobre esta visita (y sobre tres o cuatro fechas más, reinterpretadas todas a la luz del tamaño de mi futura tripa), casi casi creyéndome fuerte y valiente y capaz de soportar el sangrado irrefrenable de mis encías, cuando he sido interceptada por el hábil placaje de la secretaria:

– Mira, Remedios, es que estamos actualizando las fichas médicas de los pacientes, así que, ¿hay algo nuevo que quieres que incluyamos? ¿Alguna operación? ¿Algún tratamiento?

De pronto, sentí como si el mundo se ralentizara y yo, cual Neo esquivando balas, tuviera que contorsionarme en posturas imposibles para no resultar aniquilada por el aluvión de recuerdos que llegó hasta mi mente. 

Me vi pinchándome, haciéndome un electrocardiograma, soportando estoicamente los análisis hasta que se me desgarró la vena, con la vía de la anestesia colgando de una mano, abriendo los ojos después de la punción, drogada hasta las orejas para evitar una hiperestimulación ovárica. En urgencias de un hospital, en urgencias de otro, soportando el dolor inenarrable que me produjeron al ponerme las pastillas para provocarme el aborto, cambiando los seis comprimidos de progesterona diarios por seis analgésicos que me permitieran sobrevivir a los diez días que mi útero se estuvo retorciendo como un trapo.

En vista de lo cual, no me quedó más remedio que mirar a la secretaria con cara de cordero degollado y contestar: "No, nada nuevo"; para correr, acto seguido, a derrumbarme en un sillón de la sala de espera. Ahí ya no supe si llorar, matar o arrancarme los dientes uno a uno.

Menos mal que luego fueron todo buenas noticias. Y es que a mi cuerpo le ha dado por estar más sano que nunca después de haber probado las mieles del embarazo, lo cual me produce una amalgama de alegría, ilusión, ganas, tristeza y rabia incontenible bastante difícil de digerir. 

miércoles, 14 de enero de 2015

Volver



Recuperar tu vida después de sufrir un aborto es un proceso agridulce.

Dulce es el sabor de tu recién recuperada cotidianidad, de la rutina que solo parece tener connotaciones positivas, de tu nueva y flamante capacidad de ser tú misma, tanto física como emocionalmente.

Agrio es el regusto que ha dejado en tu boca el deseo insatisfecho, el sabor del recuerdo que te acecha detrás de la tarea más sencilla, el triste poso que ha quedado como reliquia de aquella hermosa taza volcada antes de tiempo.

miércoles, 7 de enero de 2015

Reunión familiar



En mi familia hace más de veinte años que no nace ningún niño. Y los "mayores" tienen muchas ganas. Cada vez que nos juntamos (algo que ocurre con la misma frecuencia con que se alinean dos planetas), bombardean a mis primos con preguntas insidiosas. A quienes están en la treintena, para que no se les vaya a pasar el arroz. A los que todavía estrenan los veinte, para que procuren darles una alegría antes que sus primos mayores.

Hay preguntas para todos, menos para mí. Y eso que soy la prima mayor, a la que el arroz se le pasará antes, la única que tiene trabajo estable, casa en propiedad, pareja desde hace diez años. No es que yo piense que todo eso es necesario para tener hijos, ni mucho menos; pero sé que ellos sí.

Claro que yo soy lesbiana.

Estas situaciones me dejan atónita. Siento como si se repartieran gominolas y a la niña que las pide más alto y más claro no se las dieran. La prima que me sigue en edad, quien ha dejado bien claro que no le gustan los niños ajenos ni desea tenerlos propios, que atesora trabajos precarios y colecciona novios cadáver, además de vivir con su madre, tiene que aguantar las mayores dosis de bombardeos. Mientras tanto, yo recorro con la mirada toda la mesa, como un perrito mudo y triste, calibrando el alcance de mi clamorosa invisibilidad.

¿Por qué no me preguntan siquiera?

La última vez, sin embargo, ha sido distinta. Una de mis tías se ha liado la manta a la cabeza y, provocando un silencio ensordecedor en una reunión particularmente bulliciosa, se ha dirigido a mí para preguntarme:

– Y a ti, Remedios, ¿te gustan los niños?

No era tan difícil, ¿verdad? Aun así, yo me he sentido presa de una profunda emoción, como una niña harapienta ataviada con una tiara resplandeciente. 

Y he respondido que sí. Que mucho.

sábado, 3 de enero de 2015

Calendarios



El viejo calendario. El de 2014. Lleno de cruces, las que fui poniendo cada vez que me venía la regla. Esperando que cada una de ellas fuera la última. Y un vacío, maravilloso, de dos meses. Y una nueva cruz, la más dolorosa, la más terrible.

Mi nuevo calendario. El de 2015. Todavía sin estrenar, con la franja de los meses pintada de colores. Lleno de vacío, como estuvo el viejo calendario hace un año. Lleno de esperanza. 

¿Acaso se puede empezar un nuevo año sin ella?

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