jueves, 27 de julio de 2017

La primera visita a la matrona

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Llegó. Llegó el momento. Por fin he visitado a una matrona por el motivo más deseado, y no para dejar que, nuevamente, me horade con un espéculo :)

Nada más recibir la beta, nos plantamos raudas y veloces en el médico de cabecera. No es que tuviéramos una prisa especial por compartir con ella la noticia del embarazo, pero sí teníamos una necesidad imperiosa de conseguir recetas para la heparina.

La historia es larga y truculenta, así que procuraré resumirla. Antes teníamos una doctora de cabecera que era una gilipollas integral un completo desastre. Fue aquella que me derivó a Esterilidad en octubre, a pesar de haberle explicado claramente que lo que yo necesitaba era una consulta de Hematología. La misma que volvió a negarme la dichosa derivación en diciembre, a pesar de contar con un informe de Inmunología que indicaba que padecía, al menos, una trombofilia que debía ser confirmada. La mismísima que, antes de comenzar el último tratamiento, se negó a recetarme la heparina amparándose en la prohibición de recetar medicamentos pautados por médicos privados, mientras nos confesaba que, en realidad, no quería hacerse responsable del tratamiento porque no tenía ninguna experiencia (y no quería, literalmente, "que su firma estuviera en una receta").

Aun así, y como la inminencia del tratamiento la ponía entre la espada y la pared, decidió lavarse las manos derivándome a Hematología de una puñetera vez por fin. Esta derivación, claro, llegaba seis meses tarde, me impedía contar con la supervisión de un hematólogo desde el principio del embarazo y, encima, nos obligaba a gastarnos los cuartos en una heparina sin financiar. Para quien no lo sepa, la heparina es un medicamento perfectamente asequible con financiación pública (unos 4 o 5 euros la caja de diez inyecciones), pero extremadamente caro sin ella (más de 50 euros la misma caja).

Durante todo este periplo (del que, como digo, me he ahorrado los detalles más escalofriantes), la práctica totalidad de personas con las que compartimos nuestra desgracia nos recomendó que cambiáramos de médico de cabecera. La culminación llegó cuando también nuestra doctora de la clínica nos dio el mismo consejo. Según su experiencia, la amplia mayoría de médicos de cabecera recetaban la heparina sin ningún problema, y solo de vez en cuando aparecía algún imbécil iluminado que se negaba. Así que, después de haber pagado el primer mes de tratamiento de nuestro bolsillo, decidimos probar suerte con otra doctora, convencidas, por fin, de que sería muy difícil ir a peor.

En el centro de salud no nos pusieron ninguna pega (de hecho, nos recordaron nuestro derecho a cambiarnos de médico cuantas veces hiciera falta), y en la primera cita con la nueva doctora le anunciamos tanto el embarazo como la necesidad que tengo de un tratamiento. Tal y como nos habían advertido, le bastó el informe del Inmunología (informe que la anterior doctora apenas se dignó a mirar) para recetarme, no solo la heparina, sino también las cajas que necesitaba de progesterona. Y, aunque solamente contábamos con la beta como confirmación del embarazo, nos dio varios folletos de información nutricional y nos derivó a la matrona. Lo mismito que su compañera, vaya...

¡Qué puedo decir...! En aquellos días en los que me bajaba las bragas en medio del pasillo de mi casa porque estaba segura de estar sangrando, una derivación a la matrona me parecía poco menos que un pasaje a Marte. Pero no importaba. Lo importante era que la tenía, que tenía el papel en mis manos, aunque me pareciera que entre aquellas cinco semanas que recién estrenaba y las ocho semanas que anunciaban mi cita mediaba un abismo insalvable. La primera vez que me quedé embarazada, esperamos vanamente a que nos diesen el alta en la clínica para acudir al médico de cabecera, así que nunca antes había llegado a vivir esta experiencia, ni siquiera en su lado burocrático.

A pesar de mi incredulidad, las semanas pasaron y llegó la fecha de acudir a la matrona. Reconozco que iba con muchísimo miedo, pues dada mi acumulación de malas experiencias con diferentes profesionales de la salud, no puedo evitar que la balanza se me incline hacia el lado de que un médico nuevo sea un nuevo gilipollas. En este caso, temía encontrarme a la típica enfermera mandona que me chillase y me echase broncas sin que yo supiera por dónde me venían las hostias.

viernes, 21 de julio de 2017

Hitos y treguas

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Todos los embarazos tienen sus hitos; pero, cuando se trata de un embarazo después de una o varias pérdidas, los hitos cambian. Cambia su número, cambia su significado, cambia su importancia. En este embarazo he alcanzado ya muchos de ellos; y, con cada uno, la Vida me ha regalado una tregua maravillosa.

Primero fueron los de la betaespera. Notar los primeros síntomas de embarazo y perder, poco a poco, el miedo a un nuevo negativo, al vacío más absoluto, a la nada. Levantarse cada día con la ilusión de verlos aparecer, uno por uno, y confiar en no volver a sufrir un bioquímico temprano. Reunir el valor suficiente para enfrentar el primer test de embarazo y respirar en la tregua del positivo. Repetirlo varias veces, ver aumentar su intensidad, y alcanzar un nuevo descanso en la esperanza de llegar a la beta, en la ilusión de que, esta vez sí, el valor sea bueno.

Recibir la beta y ganarse la paz de las cifras: la satisfacción de saber que, aunque todo empezara a ir mal de manera inmediata, alcanzaría para llegar a la primera ecografía. Reposar en la tranquilidad de no tener que salir corriendo a repetir ningún análisis ante la evidencia de una nueva pérdida. Darse el lujo de acudir al médico de cabecera para anunciar el embarazo, y volver a casa con varios folletos sobre nutrición y una cita para la matrona. Traspasar esas fronteras por primera vez, vivir lo que no se pudo vivir en ocasiones anteriores, aunque sea bajo los efectos de la incredulidad y la desesperanza.

Acudir a la primera ecografía y alcanzar un nuevo hito: el de la confirmación, la certeza. Renovar día a día esa tregua intermitente que ofrece cada ocasión de ir al baño y comprobar que no, que no ha habido sangrados. Pisar el terreno resbaladizo de los síntomas nuevos, desconocidos. Asistir al milagro de que este cuarto embarazo se transforme, poco a poco, en el primero. Amanecer cada mañana con el pensamiento de un día más, de una victoria nueva, a pesar de ese miedo que se agarra con fuerza al corazón, que nunca descansa. Hacerse unos análisis que, por primera vez, saben a triunfo, alejan la derrota.

Sacudirse el pánico a golpe de latido, tener una segunda ecografía que mirar y escuchar cuantas veces sean necesarias para darle un respiro al alma. Un alma que, aunque sabe que esto apenas comienza, por momentos se confiesa agotada. Ver cómo, con cada batalla ganada, el horizonte se ensancha, y en el cielo empieza a brillar una ilusión tímida que se atreve a soñar con altas, con matronas, con tripas que crecen, con ecografías de las doce semanas.

En esto consiste, para mí, estar embarazada: alcanzar hitos, traspasar fronteras, disfrutar pequeñas treguas... y volver a la carga.

martes, 18 de julio de 2017

La segunda ecografía

Solo hemos tardado diez días en volver a ver a nuestro pequeño; sin embargo, a mí me ha dado tiempo a caer en la crisis más profunda de todas las que llevo en este embarazo.

Entre las semanas cinco y seis, empecé a notar un cambio en los síntomas que había tenido hasta entonces. Las náuseas, que me habían acompañado de manera muy intensa desde antes de ver el primer test positivo, empezaron a cambiar, transformándose en un mal cuerpo difuso. Hacia la mitad de la semana seis, podía decir que me encontraba bastante bien: desayunaba despacio y comía porciones pequeñas a lo largo del día; pero, en general, parecía que mi estómago había vuelto a su ser. Justo en el momento en el que mis síntomas de embarazo debían intensificarse, yo me encontraba mejor.

Cualquier mujer que haya sufrido un aborto sabe que este panorama es aterrador. Yo también sé lo que es sentirse embarazada y, de pronto, empezar a notar que esos síntomas desaparecen. Hasta tres veces he vivido la paradoja de notar una mejoría física y comprender que ese bienestar solo podía ser malo. Hasta tres veces he recibido la mala noticia que sigue a esas sensaciones: la pérdida, cruel e inapelable, del embarazo.

Como en otras ocasiones, no obstante, esta vez también he tratado de mantener la calma. Entablé un sinfín de conversaciones conmigo misma donde intentaba convencerme de que todo iba bien, de que lo que tanto temía no se volvería a repetir. Hice una lista con los argumentos más sólidos que encontré: análisis, tratamiento, beta, primera ecografía... Busqué distracciones hasta debajo de las piedras y así atravesé, con toda la cordura que me fue posible reunir, el umbral de las siete semanas. Pero fue entonces, a dos días de la segunda ecografía, cuando me rompí.

Las náuseas parecían estar volviendo, pero ese volver no hacía más que evidenciar durante cuánto tiempo habían estado ausentes. Durante dos días, las sentí con fuerza, pero al tercero desaparecieron otra vez. Me sentía tan bien como si nunca hubiera estado embarazada. Durante todo el día procuré aguantarme el miedo y la incertidumbre, pero a última hora de la tarde ya no pude más. Tuve un ataque de llanto y todas las emociones negativas que había estado relativizando emergieron a la vez.

Estaba segura de que lo había perdido, de que su corazón había dejado de latir. Y la idea era horrible. Me sentía tan vacía, echaba tanto de menos el embarazo. Alma intentó razonar conmigo, calmarme, transmitirme la misma seguridad que ella tenía de que todo iba bien. Pero al final la arrastré a mi pozo de desesperación y las dos acabamos destrozadas, presas de una angustia extrema, sin recursos para sobrevivir hasta el día de la consulta.

Para cuando llegó, yo ya llevaba varios días barajando qué tipo de aborto escogería esta vez, preguntándome si no sería demasiado volver a hacerlo con pastillas en pleno verano, si no me convendría más optar por el legrado. Cuando entramos por la puerta, iba tan desencajada que lo primero que hizo la doctora fue preguntarme si me encontraba bien, si tenía ganas de vomitar. Le explicamos que estábamos muy preocupadas por la ecografía y ella le restó importancia: "Ah, bueno, si solo es eso... ¡Seguro que está bien!". Cuando dijo aquello, me dieron ganas de saltar sobre la mesa y apretarle la garganta: "¿Bien? ¿¿Bien?? ¿Es que todavía no te has enterado? ¿Es que no entiendes que a mí nada me puede salir bien?".

Por suerte, ella tenía razón... y yo no :)

jueves, 13 de julio de 2017

Yo SÍ tomo pastillas

Todas las inyecciones, vitaminas y pastillas
que me han acompañado y acompañan en este tratamiento.

Hay mucha gente orgullosa de no tomar pastillas. "Cuando me duele la cabeza, me aguanto" es una de sus frases preferidas. Yo también crecí con esa idea y, hasta hace unos años, la compartía. Con el paso del tiempo, sin embargo, me he dado cuenta de que es una gilipollez completa.

Solamente pueden vivir sin medicamentos quienes no los necesitan, quienes no están enfermos. Y eso no es algo que, en sí mismo, tenga demasiado mérito. Cualquiera puede aguantar un dolor leve o moderado de cabeza, y si alguien decide tomarse una pastilla para aliviarlo, seguramente hará bien, que para eso se han inventado. Cuando hablamos de asuntos más serios, sin embargo, se diluyen las heroicidades de ese tipo, aunque se alzan otras: las de asumir la enfermedad, las de aceptar nuestras necesidades. 

Esto fue algo que entendí cuando sufrí la depresión. En un primer momento, la idea de tomar pastillas me parecía horrible; pero cuando somníferos, ansiolíticos y antidepresivos me ayudaron a recuperar mi identidad, me devolvieron la vida que había perdido, tuve que plegarme a la evidencia. Había enfermado y las pastillas me habían curado; sin pastillas, no lo habría conseguido. Desde mi punto de vista, por tanto, el verdadero mérito no reside precisamente en hacerse el héroe a costa de seguir enfermo.

A pesar de este aprendizaje, cuando inicié mi aventura con la reproducción asistida, volví a sentir mucho rechazo hacia unos protocolos que me parecían sobremedicados. Durante la mayor parte del tiempo, mantuve esa sensación porque me parecía que los tratamientos que me proponían no estaban justificados. Ni siquiera tras mis dos primeros abortos y con la homocisteína por las nubes terminaba de confiar en la necesidad de tomar tantísimas pastillas. Incluso en la primera recepción de embriones celebré el haberme librado de muchas de ellas. Creo que solo comprendí hasta qué punto padecía alguna clase de enfermedad cuando sufrí mi tercer aborto, cuando perdí dos embriones preciosos fruto de la donación de óvulos de una chica jovencísima. 

A la evidencia, por supuesto, es necesario añadirle un razonamiento adecuado. Creo que eso fue lo que me faltó en la primera clínica, lo que ni siquiera he intentado encontrar en la segunda. A mí no me vale que me den argumentos puramente estadísticos. No me vale que me digan que el 30% de las mujeres no-sé-qué, porque yo no sé si soy el 30% de las mujeres. Necesito pruebas que me lo confirmen, pruebas claras, con sentido, y eso es algo que la mayor parte de los médicos con los que me he encontrado durante estos años no han sabido darme.

Por suerte, al final, logré un diagnóstico que arrojó luz sobre mi maltrecha experiencia. Y, con el diagnóstico, llegó un tratamiento farmacológico que, a día de hoy, permite que un embrión se desarrolle en mi seno. ¿Qué habría pasado si se me hubiera ocurrido insistir en que yo no tomo pastillas? Nuestro embrión estaría muerto. Y todos los embriones que hubieran venido después habrían corrido su misma suerte.

Por eso creo que es muy importante aprender a aceptar la enfermedad. Y la medicación subsecuente. A pesar de su incomodidad, de sus efectos secundarios. Y también hay que saber dar gracias por que exista. Hace treinta años, yo me habría quedado estéril. No se conocían ni aplicaban las técnicas y los tratamientos que yo estoy utilizando. Pero hoy disfruto del privilegio de albergar en mi cuerpo el latido de un corazón que no es el mío. Y eso es lo verdaderamente importante. 

He de decir que sigo pensando que gran parte de los protocolos que se aplican en reproducción asistida están injustificados y sobremedicados. Opino también que la industria farmacéutica tiene montado un negocio ilítico a costa del sufrimiento de muchas personas, y no solo infértiles. 

El proceso al que me refiero, sin embargo, es otro. Un proceso que se nutre de la mejor ciencia médica y del desarrollo personal más profundo, alejado de la mala praxis y del enriquecimiento inmoral. El proceso de acoger uno de los aspectos más desagradables de la vida, de hacerlo tuyo y de trascenderlo.

Gracias a él, hoy puedo decir, orgullosa, que yo SÍ tomo pastillas.

Mi dosis diaria actual.
La misma que mantiene latiendo el corazón de nuestro pequeño.

miércoles, 5 de julio de 2017

La primera ecografía

En nuestra clínica tienen un protocolo diferente a otras en lo que respecta a la atención del embarazo. Como ya expliqué, la beta te la hacen catorce días después de la transferencia embrionaria, independientemente de los días que tuvieran los embriones: algo con lo que no estoy de acuerdo porque me parece que prolongan innecesariamente la betaespera. A cambio, acortan la ecoespera haciéndote dos ecografías: la primera, una semana después de la beta; y la segunda, dos semanas después. Con esto sí que estoy de acuerdo, claro: te permite descartar de manera temprana un embarazo ectópico, la ecoespera se hace más corta y conlleva el privilegio de ver dos veces tu embarazo nada más empezar.

Así que nuestra primera ecografía llegó muy pronto. La idea, como digo, era comprobar que el embarazo se estuviera desarrollando en el útero y que lo estuviera haciendo bien. En nuestro caso, además, había que comprobar cuántos saquitos embrionarios había, puesto que, con la beta tan alta que habíamos obtenido, no se podía descartar un embarazo múltiple.

A pesar de lo bien que está empezando este embarazo, admito que me enfrenté a la ecografía con un sentimiento de intensa tristeza. No podía evitar los recuerdos de mi primer embarazo, que también parecía ir muy bien hasta que fuimos a la primera ecografía y, donde teníamos que haber visto un embrión con latido, solo apareció un saco vacío. Nunca llegamos a superar esa etapa: repetimos la ecografía una semana después y el embrión ya fue visible, pero su latido era muy lento. Después de varios episodios de sangrados, visitas a urgencias y una baja laboral, nos confirmaron que el latido había cesado una semana más tarde.

Por supuesto que siento miedo a que algo así se repita; pero la tristeza de estos días atrás era incluso más intensa que el miedo. Tristeza por lo que sí pasó, tristeza por lo que sí perdí. Mi primer embarazo, el único que he vivido llena de inocencia, esperanza, alegría. Mi primer embrión, un embrión que llevaba mis genes, a quien me vinculé de manera inmediata e intensa, con quien mantuve una relación breve pero muy hermosa. El embrión que me enseñó el milagro de la vida, el mismo embrión que me enseñó a enfrentarme a la muerte.

Sé que este sentimiento de tristeza no forma parte de un duelo incompleto, pero comprendo la inevitabilidad de los recuerdos. Además, en estas primeras semanas de embarazo estoy entendiendo que tengo mucho que llorar, mucha tristeza acumulada, mucho miedo y mucha frustración que debo ir aliviando para poder llenarme de las emociones positivas que también van reclamando su espacio.

Mentiría si dijera que esa tristeza no ha empañado la alegría de la primera ecografía, aunque comprendo que haya sido así. Pero tampoco puedo decir que me haya impedido sentir esperanza, ilusión, alivio, confianza. Porque esta ecografía ha sido una experiencia estupenda en sí misma :)


sábado, 1 de julio de 2017

Mi opinión sobre los test de embarazo

He dado por terminada la etapa de los test de embarazo :)

Reconozco que, después de conocer la beta, perdí el miedo a sufrir un aborto de un día para otro, así que me relajé bastante con respecto a las rayas de los test y su intensidad. De todas formas, decidí terminar los que me quedaban: así completaba mi escalera de color y me libraba de unos test caducados con los que no me quería volver a pelear. Seguí haciéndome los test cada dos días, y el resultado fue este:


Como se puede observar, la diferencia entre los tres primeros es bastante clara, pero, a partir de ahí, les cuesta más cambiar de intensidad. No sé si la culpa la tiene la fecha de caducidad; en cualquier caso, me parece importante compartir mi experiencia por lo que pudiera aportar a otras chicas que, como yo, se asusten al ver dos test seguidos que sean iguales. A mí me ha quedado claro que esto puede pasar sin que por ello signifique que el embarazo va mal.

Viendo este tipo de fotos, habrá quien piense que quienes las hacemos somos unas exageradas y unas histéricas de los test. Que más nos valdría no hacernos ninguno porque no somos capaces de gestionar la información que nos aportan. Es una idea que anda por ahí y que yo misma compartía al principio de esta aventura. Sin embargo, hace ya tiempo que estoy muy, muy en desacuerdo con ella.

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