Una de las cosas que más me enamoró de Alma cuando la conocí fue su amor por la música. Y no me refiero solo al gusto por escucharla, sino también y muy especialmente al placer de ejecutarla: Alma sabe tocar la guitarra, varios instrumentos de percusión (batería, xilófono, djembé...) y, por supuesto, el piano.
Creo que nunca podré olvidar el día en que me invitó a casa de sus padres y tocó unas piezas que había compuesto para mí. Me pareció que no podía existir un ser más hermoso que ella acariciando aquellas teclas, moviéndose suavemente al compás de la música; y que no podía haber un acto de amor más grande que el que ella me regalaba en aquellos instantes.
Cuando nos fuimos a vivir juntas, Alma tuvo que dejar el piano en casa de sus padres. Intentó sustituirlo por un teclado durante un tiempo, pero no era lo mismo: para una persona que aprecia el tacto de los instrumentos, la sutileza de las cuerdas no se puede comparar con un zafio sonido grabado.
Hace poco, sin embargo, me propuso que nos trajésemos el piano. Se había dado cuenta de que realmente lo echaba de menos y de que le haría muy feliz poder tenerlo en casa para tocarlo cuando quisiera. Dicho y hecho: contactamos con una empresa de transporte de pianos y desde hace unos días lo tenemos en casa.
Hasta aquí puede que suene todo muy romántico; sin embargo, tener un piano en casa conlleva también algunos inconvenientes. En primer lugar, es un mueble con un volumen y un peso considerables que no puede moverse de un sitio para otro. Tuvimos que pensar muy bien dónde queríamos ponerlo porque, si queremos cambiarlo a otra habitación, habrá que volver a llamar a unos transportistas especializados. Y aunque ahora mismo en casa hay algunos huecos libres, no fue tan sencillo pensar dónde colocarlo teniendo en cuenta que de aquí a unos meses esperamos que esto deje de ser así.
Por otro lado, algunos pianos son muy bonitos y quedan preciosos en cualquier sitio, pero este no lo es. Tiene un brillo acharolado que insulta gravemente mis convicciones estéticas fundamentales. Ya estoy pensando qué hacer para resolver esta afrenta (¿le quedarán bien unos vinilos?), aunque Alma considera que es perfecto tal y como está: un amor de pianófila que no puedo compartir.
Por último, pero no menos importante, están los vecinos. Los pianos de verdad no son como los teclados, cuyo volumen se puede graduar y admiten cascos. Este piano suena con la potencia necesaria para llenar un auditorio, así que ya me imagino el pánico que debieron sentir la primera vez que lo escucharon. Y aunque es verdad que, en nuestra vida cotidiana, no hacemos ningún ruido; tenemos una batería sorda y ahora un piano: a mí me parece más que suficiente para albergar cierta desazón ante la próxima reunión de la comunidad.
Sin embargo, he de confesar que todo esto se compensa con la alegría de ver a Alma tocando felizmente el piano, y el placer de escuchar de nuevo las notas de aquellas piezas que hace tantos años ella compuso para mí. ¿Quién podría negarse cuando se trata de amor?
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