lunes, 22 de agosto de 2022

Un espacio para hablar de la enfermedad

En su momento, me costó mucho asumir la etiqueta de "infértil". Y no solo por lo que significaba, que ya era bastante duro de admitir, sino por el mero hecho de aplicarme una "etiqueta". Sentía que ya había tenido suficiente con todo lo que conlleva la asunción de una orientación sexual no normativa. No me apetecía embarcarme en el proceso de "identificarme" y "salir del armario" como infértil. 

Hoy veo todo aquel proceso de una manera muy diferente. Sigo creyendo que las etiquetas no son un reflejo exacto de nuestra esencia individual, pero también pienso que cumplen una función importantísima para comprendernos a nosotras mismas y a nuestra realidad, y también para comunicarnos con los demás. Sin etiquetas, que es lo mismo que decir "sin palabras", la complejidad nos abruma y el encuentro con los otros se torna casi un milagro. Además, a partir de una etiqueta podemos hacer todas las precisiones posibles, pero no podemos hacerlo igual a partir de la nada.

En todo este proceso, para mí, fue fundamental la escritura de este blog. Análisis tras análisis, prueba tras prueba, fracaso tras fracaso... fui asumiendo la realidad de mi cuerpo y de mi salud. Y lo hice a través de la escritura; de una escritura pública, además, con todo lo que eso implica en cuanto a exposición de la intimidad, pero también de apoyo y cariño por parte de muchas de las mujeres que me acompañaron en el camino. 

Hablar de mi diabetes potencial, de los abortos de repetición que sufrí, de mi síndrome de ovarios poliquísticos, de mis trombofilias y mi SAF, de las secuelas de un parto con violencia obstétrica que se quedaron para siempre conmigo... forma parte hoy en día de mi cotidianeidad. No siento un peso extraordinario al tener que comunicarlo ni tampoco al vivir con ello. Las circunstancias de mi cuerpo son mis circunstancias y me alegro de conocerlas y de poder tenerlas en cuenta para cuidar de mi salud. Este blog me ayudó a encontrar las palabras, y ahora fluyen naturalmente cuando las necesito. 

Pero además, me estoy dando cuenta de que este proceso ha tenido una consecuencia todavía más profunda para mi vida y para mi escritura, y es que ha creado un espacio para hablar de la enfermedad. De ese aspecto natural de la vida al que tanto insistimos en darle la espalda y en considerarlo extraordinario, cuando forma parte de quienes somos tanto o más que nuestra salud. Todos enfermamos, más o menos gravemente; todos tenemos achaques, divergencias funcionales o condiciones crónicas que condicionan nuestra vida. Ningún cuerpo es perfecto, nadie está sano al 100% y, sin embargo, la mayoría somos capaces de vivir y desarrollarnos a pesar de ello. O, más bien, con ello.

Contar con este espacio es para mí una alegría y un descanso en mis circunstancias actuales.

A principios de este año me contagié de coronavirus. Había conseguido evitarlo durante los dos años anteriores tomando todas las precauciones posibles, pues sabía que, debido a mi historial médico, con toda seguridad era vulnerable. En cuanto pude, además, corrí a vacunarme y, para cuando me contagié, acababa de ponerme la dosis de refuerzo.

Supongo que todo ello contribuyó a que la fase aguda de la enfermedad fuera tan leve: apenas una faringitis con mocos. No tuve fiebre y los dolores musculares me atormentaron un solo día. Cualquier gripe anterior, incluso gran parte de mis resfriados, me han provocado un malestar mucho mayor que la covid-19. Sin embargo, no había pasado una semana del positivo cuando empecé a notar cosas raras.

Primero fue una sensación sutil de no poder respirar bien. Después, un cansancio contundente que me obligaba a recostarme tras realizar actividades que hasta entonces habían sido cotidianas, como hacer la comida. Más tarde llegó la niebla mental, que dificultaba enormemente mi trabajo y me dejaba aún más fatigada. 

En apenas diez días, el colapso fue completo. La fatiga se volvió tan acusada que no podía levantarme de la cama. Empecé a sufrir crisis cardiorrespiratorias que me hicieron temer seriamente por mi vida, con las consecuentes visitas a urgencias en un estado cada vez más deplorable. Pasé varias semanas en reposo, sin fuerzas más que para ir al baño y, con muchísima dificultad, ducharme. Apenas podía comer, porque el mero hecho de estar incorporada y, aunque parezca increíble, tener que hacer la digestión, me agotaban. Hablar, leer o escribir un whatsapp se convirtieron en auténticos retos para mí.

Prácticamente desde el principio entendí que sufría covid persistente. Había leído bastante sobre el tema, preocupada como estaba por la enfermedad y sus consecuencias. Sin embargo, no esperaba que me ocurriera a mí, después de una fase aguda tan leve. Desgraciadamente, esta enfermedad no se relaciona con la gravedad de la fase aguda. Y sí, para variar, me pasó.

Desde entonces me enfrento a una lenta e incierta recuperación. En estos meses he mejorado muchísimo, y ahora mismo soy capaz de llevar una vida que poco a poco se va acercando a la normalidad. A pesar de ello, la fatiga sigue condicionando mi día a día, necesito apoyo en el cuidado de mi hija y aún no he vuelto a trabajar.

El esfuerzo por recuperarme ha sido titánico. Al principio, cualquier actividad, por sencilla que fuera, podía conmigo. Algo tan simple como tender una lavadora conllevaba no poder hacer nada más durante todo el día. Volver a caminar ha sido un reto increíble, y todavía no puedo salir tranquilamente a pasear sin estar pendiente de los tiempos, las distancias y los descansos.

Psicológicamente, como es obvio, esta situación ha sido devastadora. Durante los primeros meses, lloraba cada día: apenas había empezado a superar el divorcio cuando el tsunami de la enfermedad arrasó con todo lo que había reconstruido. Lo más doloroso para mí, sin embargo, ha sido no poderme hacer cargo de mi hija, algo que para ella también ha sido durísimo. Con todas las situaciones difíciles y los cambios a los que se ha tenido que enfrentar en los últimos dos años, verme en la cama día tras día, sin fuerza más que para contarle, a duras penas, un cuento cada noche, ha sido profundamente desestabilizador para ella.

Al mismo tiempo, ha sido mi hija quien me ha infundido la energía que necesitaba para ponerme en pie de nuevo y reclamar mi vida. En ocasiones he tenido claro que, sin ella, me habría dejado morir, sobrepasada como me encontraba por la plaga de desgracias sin tregua que parecen asolarme.

También creo que mi experiencia previa con la infertilidad me ha dado la perspectiva suficiente para saber aceptar la enfermedad y no quedarme paralizada ante ella. Asumir una circunstancia como esta es muy difícil, pero si estamos acostumbrados a tenerlo todo bajo control y creemos que la vida depende de nuestra voluntad, entender que no hay nada más lejos de la realidad puede resultar más devastador todavía. 

Yo sé que la vida te quiebra, he visto mi vida quebrarse antes muchas veces; pero también sé que se puede salir adelante. No sin daño, no como antes, pero ES POSIBLE.

O, al menos, hay que intentarlo :)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un abrazo y mis mejores deseos.Que esto también quede atrás y vuelvas a disfrutar plenamente de tu hija, de ti misma, de tu vida.
Núria, de títeres sin cabeza

Remedios Morales dijo...

¡Muchas gracias, Nuria! :)

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