viernes, 12 de agosto de 2022

Cuando una puerta se cierra

La puerta de la adopción se cerró para siempre. Yo la cerré. Fui la encargada de escribir aquel correo tristísimo donde solicitaba el archivo de nuestro expediente. "Es una lástima", me respondió la trabajadora social que nos había hecho las entrevistas. "Contábamos con vosotras".

Contaban con nosotras. Era casi un hecho. Ese pequeño con el que había soñado desde que era adolescente, ese milagro aún más increíble que el nacimiento de mi hija, estaba ahí. Apenas nos faltaron un par de formalidades para dejar de esperarlo, después de haberlo esperado toda una vida.

Fui yo quien cerró esa puerta. Yo, la encargada de finalizar nuestro expediente, apenas nueve meses después de haber vuelto a ponerlo en marcha. Qué ironía tomarse el tiempo que dura un embarazo para acabar perdiendo un hijo para siempre.

Yo cerré esa puerta. O la vida me la cerró. Durante mucho tiempo me dije a mí misma que aquella había sido la decisión más difícil que tuve que tomar en la vorágine de aquellos días. De aquellos meses, de aquellos años durante los que vi desmoronarse el sueño de mi vida, aquel sueño por el que tanto había luchado.

No fue solo el expediente de adopción, claro. Fue el fin de nuestra relación, la ruptura de nuestra familia, el divorcio. Hoy no sabría escoger cuál fue la decisión más difícil, cuál la más dolorosa, con cuál se me terminó de romper el corazón.

No podíamos tener un segundo hijo juntas. Y la adopción, como todo lo demás, terminó.

A lo largo de los cinco años que duró nuestra aventura, leí muchas veces que un gran número de parejas no culminan la adopción porque se separan durante el proceso. Yo siempre pensé que eso no iba a pasarnos. Que nosotras aguantaríamos hasta el final. Que no seríamos de esas parejas. Nosotras, no

Pero lo fuimos.

Cuando pienso en ello, no puedo evitar acordarme de mi primer aborto. De aquella mañana en la que sufrí el primer sangrado. De aquella ducha que tomé temblando, de mis sollozos mientras le pedía al Universo que no me pasara a mí. A mí no, por favor, a mí no. Pero me pasó. Me pasó aquello y me ha pasado esto.

Me han pasado muchas cosas.

En enero de este año se volvió a abrir la convocatoria de adopción nacional en Madrid. Y yo volví a presentar una solicitud, esta vez como familia monoparental. Durante unos días, recuperé la esperanza: me visualicé a mí misma con un pequeño de dos o tres años, apenas menor que mi hija. El cambio de planes cobró de pronto todo su sentido. Aquella era una manera de recuperar el tiempo, de arreglar los desaguisados que la Vida había vuelto a provocar contra mis planes.

Pero pronto supe que mi esperanza era vana: la Comunidad de Madrid no concede adopciones a familias monoparentales. Es injusto, es ilegal, deberíamos pelearlo. Y, sin embargo, es así.

La negación apenas me duró unos días. No iba a adoptar, jamás. No iba a ser madre por adopción. Acaricié la posibilidad con la yema de mis dedos... y se esfumó. 

Una puerta dentro de mí se cerró. Para siempre.

Dicen que cuando una puerta se cierra, otra se abre. Yo no lo sé. Los últimos años de mi vida han sido una sucesión de puertas cerradas. Los anteriores, también. No sé lo que me depara el futuro, pero al menos una cosa la tengo clara: no será la adopción.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Alucinante lo que cuentas, que no puedes adoptar siendo familia monoparental, que triste. Te sigo hace muchos años y de lo que cuentas me puedo imaginar el amor tan grande que tenías para darle a este niño o niña... hay miles de cosa injustas en esta vida. Te deseo mucha suerte ( porque se necesita) en el tratamiento que tienes pensado hacer!!! Esperaré noticias tuyas y confío que serán buenas🙏

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