Poco a poco voy encontrando la ganas de recordar el tratamiento por el que conseguimos nuestro preciado tesoro, a pesar de que la muerte se nos cruzara después en el camino para arrebatárnoslo.
Nunca olvidaré la primera consulta para la FIV. Fuimos a la clínica apenas tres días después de recibir el último negativo, con la idea de conocer en qué consistía el tratamiento y echar cuentas para ver si nos lo podíamos permitir. No estábamos decididas a hacerlo, o al menos eso nos decíamos a nosotras mismas.
Como me venía ocurriendo en las últimas visitas, en cuanto franqueé la puerta, mi cuerpo entró en "modo huida". Miraba sin ver, escuchaba sin oír y asentía, aunque en realidad lo único que deseaba era salir corriendo. El olor de la clínica nublaba el resto de mis sentidos, acelerando mi respiración.
Cuando salimos de la consulta, fundí a Alma a preguntas. Ella se quedó pasmada. "¡Pero si eso nos lo acaba de decir la doctora, y tú le estabas diciendo que sí!". Y era verdad, aunque en realidad, yo solo la había visto mover los labios y señalar con un boli en un calendario, porque a duras penas conseguía escuchar otras cosa que no fuera el intenso bombeo de mi corazón.
Al llegar a casa, sacamos la calculadora. El precio de la FIV era desorbitado, pero, ¿qué podíamos hacer? ¿Acaso teníamos alternativa? Así que, en realidad, no tomamos ninguna decisión. Nuestro proyecto de formar una familia se mantenía intacto, y mientras nos lo pudiéramos permitir, ese seguía siendo nuestro camino.
La doctora nos propuso hacer un protocolo largo. Durante tres semanas, estaría tomando la píldora, preparando así la estimulación de mis ovarios. Solapado con esas tres semanas y hasta el día de la punción, tendría que inhalar, dos veces al día, unas hormonas cuya función sería inhibir el funcionamiento de mi hipotálamo, evitando que interviniera en el proceso. Apenas unos días después de dejar la píldora, empezaría a pincharme para estimular mis ovarios. Una vez que los folículos hubieran crecido lo suficiente, me pondría una última inyección para que madurasen y pasaría por quirófano. Ello implicaba haber hecho un electrocardiograma y un análisis como pruebas preoperatorias; además, tanto Alma como yo deberíamos repetirnos la serología, porque ya habían pasado seis meses desde que nos hicimos la anterior.
Toda esta información, el aluvión de hormonas, incluso el calendario, se me hacían un mundo. Quería ser madre, pero no quería pasar por todo eso. Mi cuerpo me lo gritaba alto y claro: pasar por todo eso, no. Pero, ¿qué pretendía? Las cuatro inseminaciones habían dado negativo. ¿Qué posibilidades nos quedaban? No quería pasar por todo eso, pero tampoco estaba dispuesta a abandonar.
Así que nos lanzamos a la piscina, y aunque cuando lo vives no es tan duro como cuando te lo cuentan, el estrés que me sobrevino desde el principio, la angustia que sentía ante el temor de no ser capaz de enfrentarme a lo que me esperaba, hicieron que lo pasase bastante mal durante el mes y medio previo a la punción.
Y después también...
Y después también...
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