viernes, 3 de agosto de 2018

Mi parto (III)

Qué extraño fue llegar a nuestro hospital, a un lugar tan conocido y, a la vez, tan ajeno en aquella circunstancia. Sabíamos que existía una remota posibilidad de que aquello que estábamos viviendo ocurriera, y ya habíamos planeado que, si no podía dar a luz en Hospital Elegido, iríamos a nuestro hospital. Pero, sencillamente, no queríamos estar allí.

En la admisión de urgencias se sorprendieron de que llegásemos derivadas de otro hospital. Afortunadamente, tardaron muy poco tiempo en atendernos, porque la sala de espera, al contrario que en Hospital Elegido, estaba vacía.

Me cuesta recordar esa parte de la noche: era tarde, estaba muy cansada y llevaba ya muchas horas sin dormir. El impacto de lo que vendría después, además, parece haber dejado mi cerebro sin capacidad para memorizar los detalles.

A pesar de llevar el informe de Hospital Elegido, que incluía el registro de los monitores, la ginecóloga que nos atendió decidió repetir el proceso completo. La sola idea de volver a pasar por unos monitores me resultaba agotadora. Aun así, no me quedó más remedio que dejarme enchufar a la máquina, otra vez. En esta ocasión, al menos, pedí que me permitieran sentarme en un sillón, como en Hospital Elegido, en lugar de tumbarme en una camilla de la que no me sentía con fuerzas de levantarme. 

Para entonces, mis pantalones del pijama también estaban empapados. Así que, antes de sentarme, me volví a cambiar de compresa y me los quité. Para mi desgracia, en nuestro hospital no tenían bragas desechables, y yo no me había llevado ninguna de Hospital Elegido, así que tuvimos que escarbar en la maleta para sacar las que pensaba ponerme para volver a casa, que eran prácticamente las únicas que llevaba. Y como no tenía más pantalones, me tuve que sentar en bragas, con una compresa que calaba y una sábana por encima.

Después de los monitores, me hicieron un tacto que apenas ha dejado poso en mi memoria. Alma dice recordar que la ginecóloga nos explicó que, aunque todavía no estaba de parto, la cosa tenía buena pinta, porque ya había borrado el cuello del útero en un 80%. A mí, lo de borrar el cuello me pareció rarísimo, porque entendía que, si había dilatado entre uno y dos centímetros, era porque el cuello del útero ya estaba borrado.

De los que nos dijeron a continuación sí que no he podido olvidarme: me iban a dejar ingresada hasta la mañana siguiente, y, si hacia las diez no había comenzado el parto activo, me lo inducirían. Fue la segunda gran bofetada de esta historia (aunque, increíblemente, no sería la última): después de pasarme semanas temiendo una inducción, allí estaba, segura de que me provocarían el parto.

Cuando llegamos a la habitación, había empezado a amanecer. Bajamos las persianas para intentar mantener la penumbra y Alma se acostó en el sofá. Yo me debatía entre las dos opciones que se me ocurrían en ese momento: sabía que, para favorecer el parto, debía moverme, caminar, hacer ejercicios; pero me sentía incapaz. Estaba agotada, me sentía derrotada, no encontraba fuerzas mentales ni físicas para enfrentarme al viento de mi desgracia. Además, sentía que, si no descansaba, aunque fuera un par de horas, no podría enfrentarme al parto. 

Al final, decidí recostarme en la cama, con el respaldo prácticamente vertical, para intentar que la gravedad favoreciera la dilatación mientras yo descansaba. Conseguí dormitar algunos ratos, siempre con la mano en mi vientre; dándome cuenta, muy a mi pesar, de que las contracciones no aumentaban.

Pasadas las nueve entraron con el desayuno. La mujer que lo trajo no entendía por qué manteníamos las persianas bajadas. Tratamos de explicárselo, pero a ella le dio igual:

–¡Yo así no puedo trabajar!

Y las subió hasta arriba.

Este era el tipo de cosas que yo buscaba evitar cuando decidí dar a luz en Hospital Elegido. Buscaba un ambiente donde se respetaran mis decisiones y, ya de paso, la fisiología del parto. Mantener la penumbra no era un capricho: era un intento desesperado de favorecer la producción de oxitocina. En cualquier caso, me pregunto si es tan difícil respetar el bienestar de una paciente, entiendas o no sus motivos: 

–De acuerdo: si tú estás más cómoda, subo un poco esta persiana para dejar la bandeja y me voy.

A mí me parece sencillo, no sé.

A las diez vinieron a buscarme para llevarnos al paritorio. Nos atendió una matrona que parecía muy simpática, pero cuyo lado oscuro no tardó en aparecer:

–Así que venís de Hospital Elegido... ¡Las que queréis un parto natural, luego acabáis gritando por la epidural!

Estábamos de pie, esperando en el pasillo, y el sol daba de pleno en los ventanales:

–Qué buen día hace hoy, ¿verdad?

Entiendo que son detalles, pero, para mí, arruinaban completamente el ambiente que deseaba para el parto. Mucho más cuando, desde mi punto de vista, son perfectamente evitables, y los motivos por los que resultan nocivos me parecen bastante fáciles de entender.

Sin embargo, no me quedó más remedio que relativizar su importancia, debido a lo que ocurrió a continuación. Entramos en la sala de Obstetricia y allí, como en una película del terror más oscuro, la vi. Era ella. La ginecóloga de la no-consulta en Esterilidad

No sé cómo no me desmayé, cómo no vomité, cómo no salí corriendo en pleno ataque de pánico. Hacía más de un año de aquella visita, pero yo no había olvidado su cara. Alma tampoco. Las dos nos quedamos petrificadas, evitando la mirada de la otra, como si con eso pudiésemos conseguir que aquella aparición se esfumase y nuestra mala suerte se mantuviese en límites tolerables. 

Me subí al sillón, todavía ojiplática, y la matrona me hizo un tacto:

–¡Huy, huy, huy! En Hospital Elegido han sido muy optimistas... ¿Uno o dos centímetros? ¡Pero si no has dilatado NADA!

Yo no sabía ni qué decir, estaba muda de espanto. Entonces, la matrona le pidió al otro ginecólogo que repitiera el tacto, por si acaso. "Es que él tiene los dedos más largos".

Acto seguido, el hombre empezó a gritarme:

–¡¿Por qué no bajas el culo?! ¡¡Te he dicho que lo bajes!!

Yo no tenía conciencia de que ese señor me hubiera dirigido la palabra. Hasta la matrona se quedó blanca. Por supuesto, me hizo un daño horrible para corroborar que, según su criterio, no había dilatado nada. 

Cuando salimos de allí, no hacía más que repetirme: "Si todo va bien, los ginecólogos no intervienen. Si todo va bien, no volveré a verlos". Estaba lívida, temblaba, apenas podía procesar lo que estaba ocurriendo.

La matrona me preguntó entonces si había traído el plan de parto. "No", balbuceé. Y ella me dirigió una mirada reprobatoria, del tipo: "Mucho parto natural y luego mira...".

Era mentira, claro. ¡Por supuesto que lo llevaba!. Lo había preparado concienzudamente durante varias semanas, imprimiendo hasta dos versiones; incluso se lo había mandado a las matronas por correo electrónico para que me dieran su visto bueno, como así hicieron. Pero llevaba el modelo de Hospital Elegido. Y solo de pensar en recibir más comentarios despectivos sentía que me faltaba el aire. Lo último que quería es que esa señora siguiera mofándose del parto que había planeado, así que no se lo di.

En un principio, tenía la idea de rellenar también el de nuestro hospital, para dejar el plan B bien atado y poder estar completamente tranquila. Pero, en el último momento, decidí que no lo haría. En primer lugar, porque, al lado del modelo de Hospital Elegido, el de nuestro hospital era irrisorio. Saltaba a la vista que, a pesar de incluir algunos detalles positivos (lo tremendo es que en otros hospitales todavía no lo hagan, como evitar el enema o el rasurado), su plan de parto era más postureo que otra cosa. Y, por otra parte, ¡estaba harta de los planes B! ¿Por qué me tenía que poner siempre en lo peor? ¿Por qué no confiar tranquilamente en que todo saldría, más o menos, como lo había imaginado?

Pues porque no, hija mía. Porque los planes A nunca te salen bien.

La matrona nos explicó que, una vez rota la bolsa, se pueden esperar 24 horas a que se desencadene el parto sin que haya riesgo de sepsis.

–Pero aquí nunca inducimos los partos por la noche, ¿sabes? Porque estáis muy cansadas.

Me encanta. Yo no había dormitado ni tres horas, pero ellos ya habían decidido que, por la noche, estaría mucho más cansada. Las catorce horas que me robaron me habrían permitido dormir y moverme hasta el aburrimiento, y quién sabe lo que habría ocurrido en ese caso. Pero no, yo iba a estar muy cansada, y que su turno acabara de empezar no tenía nada que ver.

–Así que Hospital Elegido estaba lleno, ¿eh? Eso aquí nunca nos pasa.

Y lo decía como si le pareciera un motivo de orgullo.

Ante sus comentarios, yo solo acertaba a poner cara de póker. Temía que, si le decía lo que pensaba, si mostraba un atisbo de incomodidad siquiera, la cosa se pusiera más fea todavía. Mi síndrome de Estocolmo no había hecho nada más que empezar, y aún alcanzaría cotas sorprendentes.

Pasamos al paritorio (donde, por supuesto, había una ventana por donde entraba un sol que cegaba) y la matrona nos trajo el consentimiento para la inducción. Después de que lo firmara, me colocó los monitores y me puso la vía para la oxitocina.

–Entonces, ¿no quieres la epidural?
–Por el momento, no. Voy a probar.

Yo sabía que las contracciones que provoca la oxitocina sintética no son para aguantarlas, pero quería retrasar la anestesia todo lo posible. La idea era no perder el movimiento para ayudar a mi hija en su camino, además de intentar reducir al máximo su exposición a la anestesia y así favorecer el comienzo de la lactancia. 

De nuevo, preferí sentarme en un sillón a recostarme en la cama, y la matrona encendió la máquina. En cuanto la perfusión empezó a hacer efecto, el monitor comenzó a marcar contracciones muy fuertes; aunque, para mí, no eran dolorosas. 

–Si quieres, luego te traigo una pelota de pilates.
–Mejor tráela ya.

La matrona iba y venía, subiendo poco a poco la cantidad de oxitocina. En un momento dado, me di cuenta de que seguir en el sillón era una tontería, así que salté sobre la pelota de pilates para empezar a moverme. A pesar de que las contracciones eran cada vez más fuertes, fue sentarme en la pelota y relajarme por completo. Por fin me sentía en casa, haciendo los ejercicios que conocía, concentrándome en fluir aunque no fuera al ritmo de mi cuerpo sino al que marcaba la máquina.

De pronto, el monitor dejó de marcar contracciones, aunque a mí me seguían doliendo. 

–¿Esta de cuánto ha sido? –le preguntaba a Alma.
–¿Cuál? Aquí no marca nada...
–¿Cómo que no? ¡Si ha sido una contracción tremenda!
–Pues aquí ponía 15...
–¿¿15?? ¿¿No será 150??

Cuando volvió la matrona, se sorprendió mucho de mi estado de relajación: efectivamente, las contracciones habían dejado de ser efectivas, por mucho que dolieran. Así que subió bastante a la oxitocina.

Ahí ya sí que la cosa se puso seria. Las contracciones eran extremadamente dolorosas y yo empecé a gemir como gemían las mujeres que sí estaban de parto. Alma alucinaba y yo, en el fondo, también: es sorprendente cómo se transforma nuestra voz en el parto, como parece que la Tierra se estremece y ruge por nuestra garganta.

El trance, sin embargo, no era completo. En la puerta de nuestro paritorio, la matrona y otras enfermeras charlaban animadamente, riéndose y pegando voces como si estuvieran en la puerta de una discoteca. Yo me moría de la rabia y apenas podía resistir las ganas de tirar los monitores al suelo y salir a llamarles la atención. ¡Era una falta de respeto absoluta! 

Parto natural, parto natural... ¡no! Lo que yo quería era un parto respetado. Lo único que pedía era RESPETO. Respeto era lo que buscaba en Hospital Elegido, y respeto era lo que no encontraba por ninguna parte en nuestro hospital.

A las seis horas (¡seis!), la matrona me hizo un tacto y me dijo que, por fin, había alcanzado los tres centímetros. Entonces entendí que tenía que pedir la epidural. Si hubiera sabido que me quedaban, ¡no sé!, dos o tres horas, quizás la habría evitado. Pero, a ese ritmo, podía tener más de diez horas por delante, y eso no era capaz de soportarlo.

–Pues sí que has aguantado –admitió la matrona cuando se lo comuniqué.

Aunque solo estábamos dos mujeres de parto, la anestesista tardó media hora en venir; un tiempo que se me hizo larguísimo, porque, una vez que tomé la decisión de pedir la epidural, cada contracción de más se me hacía un mundo. La matrona me recordó que debía estarme muy quieta, incluso aunque me viniera una contracción; yo solo pensaba que, con la mala suerte que me gasto, de fijo que me quedaba parapléjica. Por suerte, en el último momento la matrona tuvo las luces de apagar la máquina de la oxitocina mientras me pinchaban.

La anestesista era una mujer dicharachera que se puso a hablar con la matrona como si yo no estuviera allí (¡qué raro!). Por su conversación, me enteré de que ninguna de las dos tenía hijos, lo cual me llamó bastante la atención. Sobre todo, recordé la frase de la matrona sobre "gritar por la epidural" y me pareció una falta de respeto mucho más grande. ¿Cómo se daba el lujo de hablar de ese modo tan despectivo de las mujeres de parto si ella no sabía lo que se sentía...?

Por si esto fuera poco, empezaron a comentar la "buena pinta" que tenía mi caso. "Yo creo que las dos de hoy paren, ¿verdad?". A lo mejor a ellas les resultaba simpático, pero a mí me daba cien patadas. Ya me parecía terrible que hicieran quinielas con las mujeres que estábamos allí en un trance semejante, y que hablasen de parir o no parir cuando todas parimos; pero, ¿encima tenían la desfachatez de comentarlo en mi cara? ¡Era increíble!

A pesar de lo desagradable de la conversación y del miedo que yo tenía, todo fue más rápido y menos doloroso de lo que esperaba. Primero me pincharon una cantidad pequeña para comprobar que no me daba una reacción alérgica, y después me pusieron el catéter (que, según la anestesista, entró por mi espalda "como si fuera mantequilla"). Afortunadamente, la anestesia empezó a hacerme efecto de manera inmediata.

Fue el momento más agradable del día (y de la noche). Me recosté en la cama, las contracciones desaparecieron y, después de tantísimo dolor, el bienestar fue absoluto. Tanto Alma como yo aprovechamos para domir un poco y, cuando al cabo de una hora la matrona volvió para hacerme otro tacto, nos dio la buena noticia de que ya estaba de cuatro centímetros.

Pero, como no podía ser de otra manera, la felicidad fue fugaz.

(continuará...)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo siento, una experiencia que tuvo que ser mágica te la han fastidiado, y mira que costaba poco ser simplemente empáticas y humanas...
No dudo que tuviste tu momento mágico con tu hija en brazos, pero estaria mejor no haber pasado por tanta angustia..
Me parece muy triste que en siglo 21 y en el primer mundo(mira que somo guay de llamarlo 1er mundo) tengamos miedo de entregar nuestro plan de parto. Lo mismo me paso a mi, lo tenia en la misma cartilla de embarazada, pero al ir a Urgencias de la SS en un momento que no lo sentía moverse me dio miedo que lo leerán y se cabrearán(puse que no quiero que los residentes me hagan tacto) y arranque la hoja..
En el ultimo momento decidi ir a la privada y me han tratado de maravilla.
Recuerdo que en la página elpartoesnuestro nos animaban contar nuestras experiencias y poner denuncias si se lo merecen y escribir cartas de agradecimiento si así nos lo parece, afortunadamente por una vez escribiré algo bonito.

Besos, Maria

Teacher Rocío dijo...

Es terrible lo que te hicieron pasar y como te hacen sentir en un momento que tenía que ser bonito, único.. Deseando que des a luz ya mismo para saber como termino el parto aunque me está recordando mucho al mio en ciertos aspectos-
Besos gordos para las tres

Luli Lulita dijo...

De verdad, cada vez me da más pena leer tu parto, guapa! :( Es que da la impresión de que si algo podía salir mal, salió peor, que os tocó la china en todo, que tenéis un recuerdo tan doloroso de un momento que debería ser todo respeto hacia ti y hacia la bebé.

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