viernes, 6 de julio de 2018

La tripa crece (final)

Un hurra por mi camiseta, que aguantó hasta el final :)

Hace unos días recordábamos con unas amigas la llegada del primer bebé a nuestro grupo, seis años atrás. Estuvimos viendo unas fotos de la última vez que nos juntamos antes de que naciera, y a mí me vino a la memoria una conversación que tuve con su mamá. Al preguntarle qué tal se encontraba, cómo se sentía, ella me dijo que no veía el momento de librarse de la tripa. 

Reconozco que su respuesta me dejó muy impactada. Podía entender que tuviera ganas de conocer a su bebé, pero, ¿librarse de la tripa? ¿Por qué, si era algo maravilloso? Por aquel entonces, yo ya llevaba un tiempo sintiendo la urgencia de ponerme en camino, de vivir un embarazo, y no me imaginaba teniendo la necesidad de abandonar ese estado cuanto antes.

Es una de tantas cosas que no entiendes hasta que te pasa. Porque, a pesar de haber recorrido un camino largo y tortuoso, llegado el final de mi  propio embarazo, yo tampoco veía el momento de librarme de la tripa :)

Supongo que fue una mezcla de muchas cosas. Cuando empecé el reposo, todavía tenía una tripa manejable y me sentía con fuerzas para llevarla. Sin embargo, cuando el reposo terminó, aquello había crecido muchísimo y mi tono muscular estaba bajo mínimos. Y aunque hubo momentos durante las últimas semanas en que me sentí llena de energía, mucho más capaz que en las semanas anteriores, lo cierto es que, finalmente, mi tripa se volvió un fardo inmanejable.

Como suele pasar, lo peor era tumbarse en la cama. La verdad es que fue entonces cuando empecé a profundizar en el respeto que merece nuestro útero, porque había veces en que, intentando darme la vuelta, no entendía cómo mi tripa no se rajaba y el bebé se escurría por un lado. Para maniobrar de esa manera, tenía que sujetarme la tripa con las dos manos, empujándola al compás del resto de mi cuerpo; cada vez que lo hacía, podía notar perfectamente el contorno de mi hija, su peso en mis manos, y no daba crédito a que todo aquello (el bebé, la placenta, los miles de litros de líquido amniótico) estuviera firmemente contenido por un órgano que, en su estado normal, apenas tiene el tamaño de una pera (!).

Lo cierto es que sentía unas ganas irrefrenables de parir. Así, llanamente: ganas de parir. Era algo que me llamaba mucho la atención, porque yo pensaba que, según se acercara el momento, me iría asustando. Sobre todo porque, durante el embarazo, apenas había sentido miedo hacia el parto. Quizá un poco, al cumplir los seis meses, cuando entendí que aquello ya era imparable y que el final se acercaba. Pero enseguida me puse a leer como una loca sobre el parto, y se me pasó el susto. Así que yo pensaba que todo el miedo saldría al final; pero no, fue al contrario: no veía el momento de empezar a sentir contracciones y saber que el momento había llegado.

Mis ganas de parir también estaban causadas por un miedo que sí que tenía: el de no ponerme de parto y que me lo tuvieran que inducir. Necesitaba sentir que mi cuerpo estaba listo para tranquilizarme sobre la posibilidad de que no lo consiguiera.

Esto me trajo mucho malestar durante las últimas semanas. Las recomendaciones, las advertencias que te hacen hacia el final del embarazo, tuvieron en mí el efecto de hacerme sentir responsable sobre lo que mi cuerpo hacía o dejaba de hacer. Focalicé toda mi ansiedad en lo que más me costaba, que era salir a dar un paseo cada tarde. Estábamos en pleno febrero, hacía un frío de mil demonios, anochecía temprano y yo tenía una tripa que parecía que me había tragado un elefante. Ahora entiendo que me costara andar, y mucho más hacerlo sola. Pero entonces solo me machacaba pensando que, si no caminaba, no me pondría de parto, y que, si me lo inducían, sería por mi culpa.

De verdad que hoy pienso que no es así para nada. El embarazo, desde el principio hasta el final, es un mecanismo bastante autónomo, que, para bien y para mal, no podemos dirigir mediante nuestra voluntad. Una cosa es potenciar nuestra salud, que es una idea estupenda, y otra, pretender controlar el desarrollo de nuestra gestación, algo imposible. Y a mí me parece que esos discursos tan abundantes sobre todo lo que debes hacer para preparar tu parto no hacen honor a la verdad de nuestros cuerpos, sino que nos cargan con una responsabilidad que ya quisiéramos que fuera nuestra.

A comienzos de la semana 38 tuvimos la que sería nuestra última revisión médica. Todo iba muy bien: en el monitor ya se registraban más contracciones y nuestra niña había alcanzado un peso estupendo: 3,100 kg. En esta ocasión había una estudiante de prácticas, así que la ginecóloga, que no era la que nos había atendido anteriormente, quiso enseñarle alguna cosa especial durante la ecografía. Y lo que vimos fue a nuestra pequeña bebiendo líquido amniótico. ¡Fue tan bonito...! Solo pudimos ver sus labios y su lengua, porque el resto de la cara seguía fuera del alcance de los ultrasonidos, pero fue una imagen hermosísima con la que despedirnos de la vida intrauterina de nuestra hija.

La belleza de esta imagen, sin embargo, no nos distrajo de nuestro objetivo principal, que era consultar sobre la necesidad de inducir el parto en la semana 40 debido a mi SAF. Afortunadamente, esta ginecóloga no estaba de acuerdo con un protocolo semejante, y nos explicó que, en mi caso, el único motivo para inducir el parto antes de tiempo sería que el bebé fuera macrosómico a causa a la diabetes; cosa que, evidentemente, no estaba ocurriendo, por lo que no había ninguna razón para no esperar hasta pasadas las 41 semanas.

Aquello me dejó más tranquila, pero reconozco que ya tenía la bicha metida en el cuerpo y que nada ni nadie me devolvería la confianza perdida. Supongo que esto no dice mucho a favor de mi equilibrio emocional, pero, ¿acaso no es evidente que mi equilibrio emocional, después de todo, pendía de un hilo delicado, fino, casi inexistente...?

El caso es que, esta vez, la visita podría haber sido redonda, pero entonces, seguramente, no habría sido una de mis visitas. En esta ocasión, le tocó a la matrona romper el embrujo: "Por cierto, tienes el estreptococo positivo". ¡Ag! ¡Qué puedo decir...! La noticia me entró por un oído y me salió por el de enfrente, porque mi capacidad para asumir diagnósticos adversos se había desbordado hacía ya mucho tiempo.

Sabía que eso implicaba estar atada a un gotero durante el parto, algo que, definitivamente, no formaba parte de mis planes. A esas alturas, sin embargo, ya no me encontraba las fuerzas para enfrentarme a la adversidad. Tenía la sensación de que cada cosa que me buscaban, la encontraban; así que solo podía esperar a que el embarazo acabara cuanto antes para que no me diagnosticaran nada más.

Y aunque yo no daba un duro por ello, lo cierto es que el embarazo estaba llegando a su final. De hecho, la nueva paranoia que me entró en la semana 38 fue que la niña, después de haber estado colocada, al menos, desde la semana dieciséis, se hubiera dado la vuelta. Porque, de alguna manera, la notaba distinta; y creía que, con mi mala suerte característica, se habría puesto de nalgas o en cualquier otra postura semejante que impidiera, siquiera, intentar un parto natural.

Pero no. Lo que mi pequeña hacía era prepararse para salir :)

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