jueves, 19 de marzo de 2015

La odisea de la FIV (IV). Punción



Si algo me aterraba más que ponerme una cantidad obscena de inyecciones durante quién sabe cuántos días (al final fueron doce, que se dice pronto), era pasar por quirófano. La anestesia me producía un pánico irrefrenable, y me sentía la más tonta del mundo por ello: había leído muchos relatos sobre punciones y sus autoras parecían desfilar hacia el quirófano silbando alegremente. En mi caso, desde que recibí el último negativo y supe que tendría que someterme a una FIV, no hubo un solo día en que  no pensara en la anestesia y un escalofrío me recorriera la espalda.

Hasta la punción, solamente había pasado por quirófano una vez: cuando tenía cuatro años y me operaron de vegetaciones. Afortunadamente, por aquel entonces me enfrenté a la anestesia con una gran curiosidad: yo pensaba que no podía existir nada en el universo que me obligara a dormirme si no quería, y tenía la ilusión de resistirme a sus efectos. Y aunque hoy creo que no volvería a montar un drama semejante por una intervención tan rápida como una punción, sé también que no podría evitar que se me pasaran por la cabeza algunas ideas siniestras al saber que volverían a sedarme. 



Para comprobar que tu cuerpo tolera la anestesia de forma segura, antes de la punción tienes que hacerte un análisis preoperatorio y un electrocardiograma. Como siempre que me mandan pruebas en la clínica, consulté con mi doctora de la Seguridad Social si podía pedírmelas ella, y me dijo que sí. El mismo día de la consulta me hicieron el electro, y para el análisis no tuve que esperar ni una semana, así que todo fue rápido, cómodo y gratuito. Además, los resultados salieron bien y en la consulta con la anestesista de la clínica no observaron nada especial. Sin embargo, yo no las tenía todas conmigo. Aunque no hubiera ninguna razón para estar asustada, lo estaba.

Recuerdo perfectamente el momento antes de entrar en el quirófano. Alma y yo estábamos sentadas en un pasillo donde había unos cuadros con el desarrollo embrionario temprano. Yo intentaba concentrarme en ellos, focalizar mi atención en una idea positiva, pero solo era capaz de pensar en que aquellos podían ser los últimos minutos de mi vida y no sabía cómo pasarlos. Así de funestos eran los pensamientos que se me pasaban por la cabeza. Cuando pronunciaron mi nombre, de hecho, me levanté de un salto y crucé la puerta tan rápido que ni siquiera me despedí de Alma. En el mismo instante en que la puerta se cerraba detrás de mí, empecé a torturarme con la idea de que aquella podía haber sido la última vez que Alma me viera viva, y ni siquiera me había dignado a darle un beso (!).

Me pasaron a un vestuario para que me desvistiera y me plantara el gorro, la bata y los calcetines verdes, y después estuve esperando en un box, sentada en una silla. Me cerraron las cortinas y entonces escuché cómo sacaban a otra chica del quirófano. La iban llamando para que se despertara, "Clara, Clara", pero ella no reaccionaba. Aquello, evidentemente, elevó mi miedo a un estado de pánico que casi me hace salir corriendo. Pero mi turno llegó antes de que me decidiera. Mientras estaba en el sillón y la doctora y las enfermeras preparaban los instrumentos, una de ellas comentó preocupada que la otra chica seguía sin despertarse. A esas alturas, casi les sugiero que pasaran de la anestesia, porque estaba a punto de desmayarme yo solita.

Mi recuerdo de lo que se siente cuando te sedan era muy difuso, así que, mientras me colocaban la vía, me preguntaba constantemente en qué momento iba a entrar la anestesia y cuándo me haría efecto. De hecho, cerraba los ojos de vez en cuando, para ver si ya había llegado el momento. Y aunque seguramente fue cuestión de unos pocos minutos, a mí me parecieron horas hasta que la anestesista, que tenía unos ojos dulcísimos, me acarició el brazo y me dijo: "Relájate y disfruta". Yo sonreí, empecé a notar un cosquilleo en la cabeza y me dormí.

Desperté en el box donde había estado esperando anteriormente, esta vez tumbada en la camilla. Tardé unos segundos en entender lo que había pasado, y entonces me puse a llorar como una magdalena. ¡Había sobrevivido! Sé que resulta patético, pero ese fue el primer pensamiento que se me vino a la cabeza. Después, me invadió una certeza maravillosa. ¡Iba a ser madre! ¡Seguro que lo conseguiría! Había despertado de la anestesia e iba a ser mamá. ¡No podía sentirme más contenta!

En ese momento, Alma cruzó la cortina. Me abrazó, me besó, me preguntó qué tal estaba y yo, llorando todavía, le aseguré que me encontraba fenomenal. Tuve un momento de subidón estupendo, aunque según fui retomando las sensaciones de mi cuerpo, el bienestar se fue disipando. En mi inocencia, pensaba que una vez que pincharan los folículos, los ovarios se irían relajando. Sin embargo, a mí me dolían aún más que antes. Además, también sentía fuertes calambres en la vagina, que duraron varios días.

La enfermera fue pasando por mi box varias veces, para ayudarme a incorporarme en la camilla, darme agua, sentarme en la silla y, finalmente, animarme para que me levantara y fuera a vestirme. Durante ese rato, le conté a Alma lo que había escuchado sobre la otra chica, que todavía se recuperaba enfrente de donde yo estaba. La enfermera aún la tuvo que llamar varias veces, y la escuchábamos hablar medio borracha. Además, nos tenían conectadas a unas máquinas de las que miden los signos vitales, y la suya se disparó varias veces. Sin embargo, al final terminó saliendo por su propio pie, mientras que a mí casi me tienen que coger en brazos, por los motivos que ya explicaré.

Después de salir del quirófano, fuimos a la consulta de la doctora que me había hecho la punción y nos dije que habían recuperado dieciséis óvulos, nueve de los cuales eran maduros. El objetivo era conseguir entre ocho y diez, así que, desde ese punto de vista, el proceso había sido un éxito. Sin embargo, apenas pude disfrutar de ello, porque lo pasé bastante mal en los días siguientes.

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