lunes, 26 de septiembre de 2016

Cuando el problema contiene la solución

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Perder este embarazo, perder un embarazo por tercera vez, me ha dejado llena de tristeza, de rabia, de soledad. Bajo todas esas emociones negativas, sin embargo, he encontrado cierta serenidad, cierta calma.

Ahora sé que me pasa algo.
También sé algo de lo que me pasa.

Y eso no es poco.

Yo no llegué a la reproducción asistida porque me ocurriera nada. Yo empecé este camino porque mi mujer es una mujer, no produce espermatozoides y juntas no podíamos crear una vida.

Después, apareció una piedra en el camino con forma de SOP. Había que ver cuánto me afectaba, y lo cierto es que no parecía que demasiado. No tengo resistencia a la insulina ni andrógenos. Ovulo todos los meses, o al menos, represento la comedia de la ovulación perfectamente. De vez en cuando fabrico un óvulo sano que, de vez en cuando, fecunda, implanta y crece.

Pero no se quedan conmigo. Ni los propios, ni los ajenos.

Puedo inventar una explicación diferente para cada una de mis pérdidas, y puede que todas las explicaciones que invente sean verdaderas. Sin embargo, la repetición, en sí misma, ha adquirido ya un significado.

Algo me pasa. No tiene pinta de ser algo grande, evidente, porque nunca ha dado la cara de ese modo. Pero, en este caso, como en la mayoría, el tamaño no importa. Ese algo está cumpliendo su función puntualmente, y ya es hora de plantarle cara.

El mero hecho de saber que mi experiencia reproductiva no es errática, sino que tiene algún sentido, aunque nunca sepa cuál es o nunca consiga llegar al otro lado, me aporta serenidad, me aporta calma. 

Llegué a reproducción asistida "por casualidad" y ahora sé que, en cualquier otra circunstancia, también habría llegado. Después de todo, estoy en el lugar adecuado y ahora, además, encaminada.

Aunque el camino no se parezca en nada al que había imaginado.

lunes, 19 de septiembre de 2016

La infertilidad es una enfermedad

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Hace ya mucho tiempo que conozco esta frase. Pero creo que nunca, hasta ahora, había comprendido su verdadero significado.

Nunca, hasta ahora que las voces en mi cabeza (y alguna fuera de mi cabeza) me dicen que abandone, que ya es suficiente, que no merece la pena continuar luchando (y sufriendo) inútilmente.

Comprendo, profundamente, la existencia de esas voces. Los seres humanos nos hemos enfrentado durante toda nuestra existencia a la infertilidad. Somos una especie con una capacidad reproductiva de mierda risa y esto siempre nos ha provocado desazón. No es algo nuevo, de ahora. Es algo de toda la vida.

Hasta hace apenas unas décadas, la solución más sencilla era la resignación. Más o menos religiosa: si no se puede, no se puede. Hay otras cosas en la vida, blabla, blabla. La gente todavía la repite, porque después de ¿siglos? repitiéndola, no es fácil cambiar el disco rayado.

No es la explicación más pintoresca, sin embargo. A las mujeres que, como yo, sufrimos abortos de repetición, nos han acusado de brujas, de hacer pactos con el demonio. Es la clase de historias que la Humanidad inventa cuando el dolor es demasiado grande, cuando la incomprensión tiende al infinito. Lo era antes como lo es ahora.

Pero ahora sabemos que la infertilidad es una enfermedad. Que no es el resultado de un pacto con el demonio o de un castigo divino. Que tiene causas, muchas de ellas conocidas. Que se puede tratar, por tanto. Que, al menos, es posible intentarlo. 

Yo ya llevo una ristra de pruebas a mis espaldas, pero no las tengo todas. Y solo he probado un protocolo para prevenir abortos (uno de los muchos que existen, uno de los más sencillos) en dos ocasiones en que no me quedé embarazada.

Al menos, necesito saberlo. Completar mis pruebas en busca de alguna respuesta. Tal vez no la haya, en el 50% de los casos de abortos de repetición nunca la encuentran. Pero quiero ver eso por escrito, en un informe que lleve mi nombre y mis apellidos.

Y al menos, necesito intentarlo. Llegar a un positivo cargada con toda la artillería, independientemente de lo que salga en las pruebas, y comprobar quién gana la batalla. Si la muerte o mi empeño por sostener una vida.

Tengo 34 años y vivo en el siglo XXI. No puedo resignarme, no puedo dejar que me cuelguen el sambenito. No puedo rendirme todavía. No puede ser esta mi última batalla.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

No pudo ser

Empecé a sospecharlo con los tests de embarazo.

Tenía la idea de hacerme un test al día hasta que la segunda raya saliera tan oscura como la de control. Me parecía una experiencia bonita, una forma de empezar a disfrutar (y a creerme) el embarazo, un recuerdo de esos primeros días.

Pero la raya no cambiaba de intensidad. El tercer test era tan claro como el primero, así que empecé a mosquearme. Hice algunas búsquedas en Internet y comprobé que, a veces, la diferencia se nota al cuarto o al quinto test. Yo tenía la sensación de que la segunda raya salía cada vez más rápido, pero no estaba segura de si era fruto de mi imaginación. Para no ponerme más nerviosa, decidí no seguir haciéndome test; aun así, no dejaba de pensar en que algo no iba tan bien como parecía.

Entonces llegó la beta: 135. En la clínica me aseguraron que era un buen número, que por encima de 100 consideraban que el embarazo iba bien y que no era necesario repetir la prueba. A mí, sin embargo, no me convencieron. En el mismo instante en que escuché esa cifra, me volví loca de preocupación. 

Hubo una parte de mí que, inmediatamente, dio por hecho que lo iba a perder. La conexión con el embrión, esa conexión que empezó a existir mucho antes de que estuviera conmigo, se rompió. Solo quería que acabara cuanto antes. Solo pensaba en mi cuerpo, en no pasar por la agonía y el calvario de la primera vez. Deseaba que todo se resolviera como en el bioquímico, que fuera suficiente con dejar la medicación.

Los síntomas de embarazo, tan contundentes desde varios días antes de ver el positivo, empezaron a desaparecer. Durante los dos días posteriores a la beta fue una sensación tan sutil que de nuevo esperé que fuera una consecuencia de mis miedos, no de mi realidad. Al tercer día, sin embargo, supe que estaba ocurriendo. Volví a hacerme un test y la segunda raya apenas se marcó, así que llamé a la clínica para pedir que me repitieran la beta.

Cinco días después de recibir el primer resultado, la beta había bajado a 17. En la ecografía no vieron nada raro. Se había parado, sin más. 

Por primera vez empezar a manchar cuando todavía estaba poniéndome la progesterona. Y, a los dos días de dejarla, llegó la menstruación.

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