domingo, 29 de noviembre de 2015

Las ideas raras


Desde que nuestra última FIV fracasó y comprendí que había llegado la hora de dejar de contar con mis óvulos para el próximo tratamiento, mi cabeza empezó a poblarse de ideas raras. Y con ellas comenzó el duelo genético.

No creí que fuera a pasar por ello porque no pensé que tuviera ningún apego especial con mis genes. Y ahora tampoco creo que lo tenga. Esas ideas raras emergieron de las profundidades de mi inconsciente, como un mal rollo atávico que llevara siglos en nuestra especie.

Por ejemplo: de repente empecé a pensar que le estaba fallando a mi familia. No a mis padres en concreto, no: a la estirpe entera, como si tal cosa existiese. En mi mente surgió una voz que me acusaba de estar dilapidando una herencia preciosa que los miembros de mis familia se habían esforzado por transmitir durante siglos: era inadmisible que ahora pretendiera hacerles el tocomocho con un churumbel que no se les pareciera ni en el envés de las uñas.

Resulta muy sencillo demostrar lo absurdo de esta idea, pues en mi familia nadie espera que yo tenga hijos. Se da por hecho que, al ser lesbiana, mi destino ineludible es tener gatos. En caso de extrema excentricidad, se podría entender que tuviera un perro. Pero... ¿hijos? Eso no viene de serie en las ovejas negras de mi especie. De hecho, cuando las Navidades pasadas se le encendió la bombilla a una de mis tías y pensó en la posibilidad remota de que Alma y yo formáramos una familia, se produjo una conmoción colectiva. 

En cuanto a la pérdida de mi herencia genética, tampoco creo que haya que tirarse de los pelos. Si bien mis hijos habrían gozado de una salud bastante buena, no creo que se hubieran librado de la miopía. Y para mí que heredar este cuerpazo que me gasto (!) no les saldría a cuenta sabiendo que el SOP que me impide ser madre es el regalo envenenado que encontrarían en el fondo del paquete. Además, yo soy de las que opinan que la mayor parte de lo que somos viene de nuestras experiencias, no de la maletita que un óvulo y un espermatozoide traían consigo.

Con el paso de los días, afortunadamente, las ideas raras se van asentando, volviendo al poso extraño del que jamás deberían haber emergido.

El duelo genético, no obstante, ha traído algunos dolores genuinos. A estos, sin embargo, me cuesta menos encontrarles su lado positivo :)
   

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Es distinto


En estos días me he dado cuenta de que la adopción y la reproducción asistida me suscitan emociones muy diferentes.

Y no solo desde mi situación actual, en la que es lógico haber acumulado mucha negatividad contra la reproducción asistida y sentirse fresca e inocente en cuanto a la adopción. Me refiero al comienzo de los dos procesos, que ha sido muy distinto.

La primera vez que visitamos la clínica de reproducción asistida, Alma y yo volvimos a casa enfadadas y abatidas. Y no porque tuviéramos una mala experiencia, todo lo contrario: nos trataron muy bien, nos dijeron que seguramente el proceso iba a ser breve y sencillo debido a mi edad y a mi aparente estado de salud (!), y nos aconsejaron intentar hacernos todas las pruebas posibles a través de la Seguridad Social. No podíamos pedir más.

Aun así, sentíamos que la reproducción asistida nos obligaba a pasar por muchos aros que, si de nosotras hubiera dependido, habríamos evitado. Y no me refiero a las pruebas u otras intervenciones médicas que no apetecen, sino a algo más profundo. Personalmente, no estoy de acuerdo en medicalizar un proceso sin necesidad, violentando el cuerpo con fármacos, borrando todo atisbo de intimidad para la pareja y cobrando por ello miles de euros. No era ni mucho menos la manera que habría elegido para formar una familia, pero me veía obligada a hacerlo si quería concebir un hijo que fuera legalmente nuestro desde el primer día.

Sin embargo, este breve-pero-intenso devaneo con la adopción nos ha llenado de una inmensa alegría. Lo que hemos hecho hasta ahora no es más que un rollo burocrático (presentar papeles y recibir una carta de confirmación), equiparable a la primera visita a una clínica; pero la diferencia es patente.

Supongo que se debe a que el proceso de adopción sí nos parece adecuado. Está gestionado por un organismo público sin ánimo de lucro (!) y las exigencias de formación, papeleo y estudio psicosocial resultan, en principio, sumamente lógicas. Además, la adopción nacional sobresale por algo que es fundamental para nosotras: la no-discriminación entre parejas homosexuales y heterosexuales.

Entiendo que, según vayamos avanzando, iré descubriendo otras partes más amargas de la adopción; pero insisto: el inicio de ambos procesos ha sido bien distinto.

No puedo dejar de pensar, por ejemplo, en mi (in)capacidad para compartirlos. Cuando Alma y yo pisamos por primera vez nuestra clínica, yo ya tenía abierto este blog. Y me fue imposible relatar la experiencia. De hecho, no expliqué ninguna prueba, ni las inseminaciones, ni siquiera la primera FIV en tiempo real, porque todo aquello me generaba un rechazo que me lo impedía.

Sin embargo, la otra tarde, nada más recibir el aviso de Correos, me puse a redactar la entrada en la que contaba que nos había llegado una carta del Instituto del Menor, sin estar segura siquiera de que así fuera.

Esto no quiere decir, por supuesto, que en realidad nunca haya querido quedarme embarazada, que lo mío sea la adopción y que haya boicoteado todo el proceso de reproducción asistida de manera inconsciente. Ojalá las cosas fueran tan sencillas. Lo que quiere decir es que, desde un principio, he estado en desacuerdo con cómo se hacen muchas cosas en reproducción asistida, lo que me ha creado un gran malestar que, afortunadamente, no está presente en este nuevo proceso.
         

jueves, 19 de noviembre de 2015

He vuelto con la píldora


La píldora y yo tenemos una relación de amor-odio que dura ya muchos años.

Hace casi seis que decidí dejarla, porque pensaba que el momento de quedarme embarazada se acercaba (ingenua) y quería limpiar mi cuerpo de hormonas antes de empezar el proceso (absurda).

Durante este tiempo, he estado tentada de volver con ella muchas veces, pero siempre pensaba que el esfuerzo merecería la pena. Y no, no la ha merecido. De hecho, existe la posibilidad de que la decisión que tomé casi seis años atrás haya sido, en parte, la causa de que todavía no sea madre. Pero no hagamos leña del árbol caído. El caso es que he vuelto con ella y ya está.

El último ciclo ha sido terrorífico. Después de tres meses hormonada, he sufrido un efecto rebote antológico. Así que, venirme la regla y lanzarme a los brazos del blíster ha sido todo uno. No sé si alguna vez he tenido tantas ganas de tomarme la pastillita (creo recordar que sí), pero esta ocasión sin duda puede subirse al podio de las tres mejores.

La receta es para seis meses. Yo me he comprado una caja de tres. Pienso tomármela entera y poner mis ovarios a dormir. Después, ya veremos.

Lo que tengo absolutamente claro es que no iba a aguantar los efectos secundarios del SOP ni un minuto más.

domingo, 8 de noviembre de 2015

No con mis óvulos


Antes de que nos llegara la carta del Instituto del Menor y la adopción se convirtiera en monotema, les comenté a varias de mis amigas que, casi con toda seguridad, el próximo tratamiento no lo haríamos con mis óvulos.

Fueron varias conversaciones, con amigas distintas y en momentos diferentes, pero todas me dijeron lo mismo: que estaba exagerando. Que quedarse embarazada es muy difícil, que todo podía achacarse a la mala suerte, que tenía que seguir intentándolo, que en mis óvulos no había nada malo.

La verdad es que la homogeneidad de sus reacciones me ha desconcertado. El duelo genético me está resultando infinitamente más duro de lo que me esperaba (de hecho, no me esperaba dificultad alguna) y ver que, mientras yo capeo las cien mil ideas raras que pueblan mi mente, el resto del mundo cree que, simplemente, exagero... me hace sentir muy confundida.

Una parte de mí quisiera creerlas, como quisiera confiar en nuestra doctora cuando nos dice que todavía estamos dentro de la estadística, que no tiene por qué ocurrir nada raro, que una vez me quedé embarazada, que dos de mis embriones fueron de calidad excelente. Es la misma parte de mí que, cuando navega por Internet, solo se fija en los casos de quienes tienen algún problema en el útero, obviando aquellos que, después de cien mil pruebas e intentos, acabaron renunciando a los genes de la madre para conseguir su embarazo.

Por suerte o por desgracia, otra parte de mí me recuerda que el único contacto que la mayoría de mis amigas ha tenido con la reproducción asistida es mi caso. Que quienes insisten en que no debe de haber nada malo en mis óvulos son también quienes siguen confundiendo una inseminación artificial con una fecundación in vitro sin terminar de entender en qué consiste ninguna de las dos. Sus ánimos son bienintencionados, igual que lo son los de nuestra doctora (o, al menos, eso quiero creer), pero la que se pincha las hormonas, la que revienta de dolor con cada hiperestimulación, la que pasa un miedo terrible antes de la punción, la que sufre cuando la mayoría del los óvulos no fecunda o la mayoría de los embriones se para, la que recibe la noticia de un negativo, un bioquímico o un aborto después de haberse dejado la piel, el corazón y los ahorros por el camino... soy yo.

Así que soy yo, junto con Alma, quien tiene que tomar una decisión. Y la decisión está clara: podría seguir intentándolo, pero sé que no debo. Sé que no debo someter a mi cuerpo a más maltrato inútil, ni a nuestras mentes a más frustración. Si bien existe la posibilidad de que haya problemas más allá de mis ovarios, es una posibilidad remota; mientras que la falibilidad de mis óvulos está más que comprobada.

Eso no quiere decir que esté siendo fácil. Eso no quiere decir que no haya días es que no fantasee con un intento más. Pero sé que no tiene sentido. La segunda FIV iba a ser la buena. Y ha salido mal.

Toca recoger los bártulos y avanzar.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

¡Nos ha llegado una carta!

Cuando ayer llegué a casa del trabajo y abrí el buzón, me encontré con un resguardo de Correos: me habían enviado una notificación y en el remitente ponía "Comunidad".


Como yo trabajo para la Comunidad de Madrid, lo primero que pensé fue en alguna burocracia horrible. ¿Qué he hecho ahora? ¿Qué quieren...? Esperaba el ascensor blasfemando contra la inspección, la LOMCE y Cristina Cifuentes, cuando se me iluminó la bombilla. 

NO ES DEL TRABAJO.

Entonces lo supe. Era del Instituto del Menor. ¡Seguro!

Empecé a ponerme muy nerviosa y a sentir ganas de llorar y gritar al mismo tiempo. Desde hacía algunas semanas sabía que había algún movimiento, y aunque nosotras apenas estamos empezando, tenía la esperanza de que nos llegara algo. Aun así, mi mente racional seguro-anti-hostiones se puso en marcha. Solo pone "Comunidad", me decía. Podría ser hasta de la "comunidad de vecinos". 

Pero yo sabía que no lo era.

Sin embargo, decidí no decirle nada a Alma. Ya vivimos en una montaña rusa de emociones como para echar más leña al fuego por una intuición, independientemente de lo fuerte que sea. Lo único malo es que se me da como el culo mentir, así que, durante la comida, Alma no hacía más que mirarme y decirme: "Estás muy guapa hoy... ¡te brillan los ojos!".

Por la tarde no podía concentrarme. Tenía una montaña de exámenes que corregir, nuevas pruebas que poner y varias clases que preparar; pero solo fui capaz de buscar compulsivamente en Internet, hasta que encontré alguna prueba más de que, de hecho, el Instituto del Menor estaba mandando cartas.

Así que hoy, según volvía del trabajo, me he pasado por la oficina de Correos para recoger la notificación. Después de esperar un rato, ha tocado mi número y han ido a buscar la carta. He estado tentada de pedirle a la trabajadora de Correos que me dejara guardar el aviso como recuerdo; por suerte para mi imagen de no-madre histérica, he conseguido rectificar a tiempo (!).

Mientras la mujer me explicaba cómo rellenar el papelito rosa del certificado, yo no hacía más que columpiarme sobre el mostrador a ver si lograba ver algo del remitente. "Por favor, que no ponga Consejería de Educación. Por favor, que no sea del trabajo...".

Me quedé más tranquila cuando vi que encima de "Comunidad de Madrid" había un montón de letras pequeñas, lo que no ocurre en las cartas que me llegan del trabajo. Enseguida conseguí echarle el ojo al sello y, por fin, atisbé que ponía "Consejería de Asuntos Sociales". Todo esto ocurrió durante los segundos que tardó la señora en decirme que escribiera mi nombre, mi DNI y firmara el papelito rosa; segundos que, a mí, se me hicieron eternos.

Apenas tuve que echar una firma más en la PDA y... ¡ya tenía la carta en mis manos! Salí de la oficina con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos vidriosos de lágrimas. ¡Teníamos una carta del Instituto del Menor...!


Todavía tuve el cuajo de aguantar hasta casa para abrir el sobre, solo por no destrozarlo y, esta vez sí, guardar un bonito recuerdo :D

Las buenas noticias:

  1. Ya tenemos abierto un expediente de adopción a nuestro nombre.
  2. Insisten en que la mayoría de los niños son menores de un año.
  3. Entramos en el primer tercio de la lista de espera.
  4. Y, por nuestra edad, tenemos más de seis años de margen.

A cambio, ya sabemos que esta carta solo implica que los papeles les llegaron bien: iniciamos un proceso largo y sin ninguna garantía.

Después de leer los tres folios de cabo a rabo, le preparé una sorpresita a Alma: recorté unos corazones rosas y le dejé la carta encima de su mesa.


Cuando llegó del trabajo, aguanté el tipo como pude, hasta que fue a dejar las cosas. Enseguida la escuché volver corriendo por el pasillo, riéndose a carcajadas. "¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué es esto?!", gritaba. Me encantó verla tan emocionada y saber que había convertido la intuición de una noticia en una bonita sorpresa.

Hace seis meses, la adopción era un camino vedado para nosotras.
Y ahora tenemos una carta.  

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