lunes, 28 de agosto de 2023

La pauta de medicación (y lo que no pudo ser)

Durante nuestra primera consulta, el inmunólogo me explicó que, en principio, para este tratamiento repetiríamos la misma pauta de medicación que habíamos seguido en el embarazo de mi hija, ya que, evidentemente, había resultado más que adecuada. Sin embargo, teniendo en cuenta los nuevos descubrimientos en cuanto a mi genotipo de KIR, así como a la reacción autoinmune que me había provocado la covid, el inmunólogo me preguntó si estaba dispuesta a probar algo más:

–Por supuesto –le respondí.

Todavía recuerdo con cariño las reticencias que albergué durante tantos años hacia la medicación en reproducción asistida. Mis reparos, mis miedos a estar sobremedicada, a que eso fuera, precisamente, la causa de mis fracasos reproductivos. Y es que, aunque a veces lamento la cantidad de tiempo perdido en el proceso de formar una familia, en momentos como este comprendo que no he perdido nada. Todos estos años han provocado una transformación muy profunda en mi interior, transformación que es imposible hacer de un día para otro. Y aunque ahora me exprese con naturalidad, con desahogo, sé que durante mucho tiempo fui un animalillo asustado, temblando ante el asalto de la medicina sobre mi cuerpo.

Lo cierto es que el inmunólogo tampoco me propuso algo muy descabellado: tan solo emplear un nuevo medicamento. La agraciada fue la hidroxicloroquina: se trata de un antipalúdico, es decir, un medicamento contra la malaria, que también se emplea para tratar enfermedades autoinmunes como el lupus. Cómo un medicamento utilizado para acabar con un parásito termina funcionando para otra cosa completamente distinta es una de esas historias fascinantes de la medicina que no tiene sentido explicar aquí.

En principio, lo único que la hidroxicloroquina tenía de especial es que tardaba bastante en hacer efecto sobre el sistema inmune, por lo que debía empezar a tomarla en el ciclo anterior a aquel en el que haríamos el tratamiento. Esto fue lo que convirtió un diagnóstico de febrero en un tratamiento en abril. Pero así es la vida en reproducción asistida: los enero, febrero a más tardar acaban floreciendo en primavera. ¡Qué se le va a hacer!

Una vez tuve clara la pauta de medicación, la compartí con mis compañeras del grupo de OVO/ADE de la Asociación MSPE. Muchas de ellas habían tomado también hidroxicloroquina, algunas con buenos resultados. Así que no le di mayor importancia hasta que una de las chicas que leyeron mis mensajes me escribió por privado, preguntándome si realmente me iba a atrever a tomarla, porque a ella le aterraban los efectos secundarios.

Reconozco que mi primera reacción fue de condescendencia. He tomado tantos medicamentos a lo largo de mi vida que tenían prospectos infinitos cual papiros egipcios, repletos de efectos secundarios tremebundos que nunca llegaban a pasar, que suponía que este no sería más que otro que añadir a la colección. ¿Qué diferencia podía haber, por ejemplo, con las píldoras anticonceptivas que tomé durante años, cuyo prospecto ocupaba más que el propio blíster, y que no me mataron de un trombo porque extrañamente la Vida había elegido para mí otro destino?

Sin embargo, he llegado a acostumbrarme a cierta reacción de mi inconsciente por la cual una idea se me queda dando vueltas en la mente, llamando a las puertas de mi consciente con insistencia, hasta que entiendo que tiene algo importante que decir. Así que dejé la condescendencia a un lado y busqué por mí misma algunos de los efectos secundarios sobre los que esta chica me había advertido.

Dos de ellos me llamaron especialmente la atención. El primero, la retinopatía por hidroxicloroquina: una pérdida irreversible de visión que tiene lugar por la acumulación del medicamento en la retina, pérdida que puede continuar incluso una vez suspendido el tratamiento, ya que sus efectos son prolongados. El caso es que yo ya tengo experiencia con la pérdida de visión causada por los tratamientos: concretamente, por la hormona foliculoestimulante (FSH) que me inyecté en las dos últimas inseminaciones y durante la estimulación de las dos FIV. El resto de mi pérdida de visión ha sido provocada por las descompensaciones, también de origen hormonal, que provoca el SOP no controlado que he sufrido durante años. Así que no pude evitar echarme a temblar al pensar en una nueva amenaza para mis maltrechos ojos. Después, la espanté como quien espanta una avispa, con miedo pero con determinación. ¿Por qué me iba a pasar a mí todo lo malo del Universo? ¿Y por qué no?

El segundo efecto que llamó mi atención, aunque en comparación parezca un detalle sin importancia, fue el encanecimiento repentino del pelo. Para mí, sin embargo, era una posibilidad que daba al traste con un importante reto vital en el que me encuentro inmersa: el de no teñirme las canas. Es algo que hago por compromiso feminista, de respeto al cuerpo y de autoaceptación; pero no sabía si sería capaz de mantenerlo si mi pelo se volvía completamente gris de un día para otro. Y aunque, comparado con una pérdida de visión irreversible, o incluso la ceguera total, parece que tiene una solución sencilla (pues te tiñes y ya está), no estaba segura de querer renunciar a un compromiso vital que, hasta cierto punto, forma parte de mi identidad. Pero ¿acaso un hijo no es más importante que teñirse el pelo?, me preguntaba. Pues sí, claro... pero, al mismo tiempo... pues no.

Por si el cuadro no estaba lo suficientemente completo, otros efectos secundarios también parecían pensados por y para mí: hipoglucemias severas, urticaria y erupciones cutáneas, disminución de peso, fotofobia, fatiga... Reconozco, no obstante, que apenas tuve corazón para preocuparme por ellos, obsesionada como estaba con los dos anteriores.

La verdad es que no sé es cómo logré sobreponerme al miedo que le cogí a este medicamento y empezar a tomarlo. Más aún en aquellos meses en que un montón de ideas loquísimas acerca del riesgo que corría si me quedaba embarazada embotaban mi mente: un embarazo exacerbaría la covid persistente, un embarazo pondría mi cuerpo al límite, un embarazo me mataría y dejaría a mi hija huérfana... Creo que solo lo logré aplicando una buena dosis de inconsciencia: para minimizar el riesgo de retinopatía, se recomendaba realizar una revisión oftalmológica preventiva, y de hecho, varias chicas del grupo de OVO/ADE se la habían hecho. Pero yo me sentía incapaz de enfrentarme a todo el proceso que implica la solicitud de pruebas que desconocía a un nuevo especialista médico de quien no tenía referencias, así que condensé la pauta preventiva en la compra y uso de unas gafas de sol nuevas. Lo cual, a pesar de su mediocridad profiláctica, da buena cuenta de mi compromiso con un tratamiento que, por lo demás, me aterrorizaba.

Lo que finalmente ocurrió, sin embargo, no se pareció a ninguno de los escenarios apocalípticos que había imaginado.

jueves, 27 de julio de 2023

Revisión en Inmunología o El diagnóstico que nunca termina


Todavía me duraba el subidón de la revisión ginecológica en la nueva clínica cuando, apenas dos semanas después, tuve la primera consulta con mi inmunólogo: el mismo que por fin me diagnosticó de trombofilias y síndrome antifosfolípido, y gracias al cual logré tener a mi hija.

La verdad es que, hasta entonces, había estado mucho más preocupada por la parte ginecológica que por la autoinmune. Me obsesionaba la idea de que mi aparato reproductor hubiese colapsado nada más cumplir los cuarenta mucho más que el pequeño gran detalle de llevar casi un año sufriendo covid persistente. Así que, una vez que la ginecóloga me confirmó que estaba todo bien, di por hecho que la parte inmunológica no sería más que un paseo: validar el mismo tratamiento que funcionó para mi hija y ¡chau!

Seguía siendo diciembre y yo pensaba que estaba a un solo análisis de empezar. Enero, febrero a más tardar. Una vocecita en mi cabeza, sin embargo, me recordaba que también era diciembre cuando pisé una clínica de reproducción asistida por primera vez. Que también entonces pensaba en enero, febrero a más tardar. Y que no pude hacer mi primera inseminación artificial hasta abril. Pero entonces era joven e inexperta, me decía. Y la voz en mi cabeza respondía: ya.

Aun así, enfrenté la primera consulta telemática rebosante de optimismo. El hecho de que no fuera presencial también me animaba: todavía recordaba los desplazamientos tediosos y las horas de espera en el hospital donde hacía seis años pasaba consulta mi inmunólogo. Una de las pocas ventajas que ha traído la pandemia, pero una ventaja al fin y al cabo.

Cuando le vi aparecer en la pantalla, me dieron ganas de soltar grititos de emoción. Nuevamente, fue como volver a ver a un ídolo de mi juventud, con su sonrisa de oreja a oreja y su amabilidad característica. De hecho, tuve que sujetarme para no pasarme de groupie como hago cada vez que se lo recomiendo a alguien y le explico que a él le debo la vida de mi hija. 

Como pensaba que mi caso no iba a revestir ningún interés, había preparado una serie de preguntas sobre la covid persistente para aprovechar la consulta, habida cuenta de que era el primer inmunólogo con el que hablaba desde que había desarrollado la enfermedad. Lo cierto es que se mostró muy interesado en mi situación y me explicó que era perfectamente esperable que, con mis antecedentes autoinmunes, una infección "potente" como la covid hubiera provocado una sobrerreacción de mi sistema inmunológico que me hubiera acarreado síntomas con los que todavía bregaba cuando tuve la consulta (fundamentalmente, fatiga moderada y niebla mental), ya que estos síntomas son también propios del SAF. Es decir, que en cierto sentido, la covid me había provocado SAF. Dado que esta enfermedad no tiene cura, le sorprendió que mi evolución fuera tan positiva, aunque también es verdad (y ahí seguimos con la incertidumbre) que el SAF, como otras enfermedades autoinmunes, se manifiesta mediante brotes: hoy crees que estás bien y mañana, vuelta a empezar. 

En cualquier caso, al covid persistente no le dio mucha importancia en relación a mi historial reproductivo. No hizo falta, de hecho, para que mi historial reproductivo se revelase como una bomba de relojería que explotó durante la consulta.

Ilusa de mí, que ni en mis peores pesadillas me lo había imaginado.

viernes, 21 de julio de 2023

La vuelta a reproducción asistida


Mi recuerdo oficial de la reproducción asistida siempre ha sido espantoso: una sucesión de pruebas carniceras, desencuentros con el espéculo, tratamientos frustrantes, miles y miles de euros malgastados, sangre, abortos. Mi corazón roto en mil pedazos. En comparación, la adopción se me antojaba un paraíso: alineada con mis valores, sin necesidad de poner el cuerpo, tan solo exigía paciencia (¿pero acaso la reproducción asistida no lo hace?) al módico precio de cero euros.

Por eso me resistí, durante tanto tiempo, a enfrentarme a otro tratamiento. ¿Anhelaba volver a ver un positivo, asistir a la transformación de mi cuerpo, notar los movimientos de un bebé en mi interior, dar a luz de nuevo? Sin duda. ¿Estaba dispuesta a sacrificar otra vez todo lo que había sacrificado para tener a mi hija? Ni en un millón de años: reeditar el ensañamiento físico, la tortura psicológica y la ruina económica no era una opción. Mi opción era adoptar, con o sin pareja. Adoptar: eso quería, ese era mi siguiente paso, mi destino, el camino adecuado.

Hasta que comprendí que era imposible.

Así que, tras pasar unos meses elaborando el duelo, empecé a imaginarlo. Empecé a imaginarme a mí misma atravesando la puerta de una consulta, apenas cubierta de cintura para abajo por una sabanita desechable, abierta de piernas sobre un potro ginecológico. Conjuré la memoria de mi cuerpo y le obligué a enfrentarse, siquiera mentalmente, a ecógrafos, espéculos, sondas. Inyecciones, hormonas, anticoagulantes. Vía oral y vía vaginal. Extracciones, pruebas, resultados. Hematomas, sangre. Negativos. Abortos. Dolor físico y dolor psicológico. Todo lo que para mí significaba la reproducción asistida.

Y sentí que no iba a ser capaz.

En medio de aquel naufragio de recuerdos, sin embargo, una mano invisible aferró la mía y me obligó a a avanzar. Sin decir nada, sin tratar de cuestionar lo inapelable, me acompañó a lo largo de los meses, de las dudas y los miedos, de la absoluta certeza de estar enajenada, hasta aquella mañana de diciembre, lluviosa y dulce, en que pisé la nueva clínica por primera vez.

A partir de ahí, todo fue muy diferente a lo que recordaba.

domingo, 2 de julio de 2023

Y llegó el día de recorrer esa calle

Hace unos días visité la nueva clínica por última vez. Hubo besos, abrazos, felicitaciones, sonrisas, agradecimientos, más besos y abrazos, despedidas. Cuando atravesé la puerta, recordé aquel otro día en que también atravesé la puerta de una clínica por última vez, hace seis años. Entonces, caminaba sin mirar atrás, escapando sigilosamente de un cúmulo de experiencias dolorosas que desearía no haber vivido, ansiosa por lanzarme en brazos del destino que creía merecer. Esta vez, sin embargo, no tuve prisa por marcharme. 

De diciembre...

... a junio.

Recorrí la calle, arriba y abajo. Hice fotos. Cambié de acera. Miré atrás, miré atrás muchísimo. No solo en el espacio, sino también en el tiempo. En aquellos pocos metros, entre aquellos dos edificios, se condensaban muchos años de mi vida, grandes esperanzas y grandes fracasos, un dolor profundo y la más profunda de las alegrías. Ese paso de cebra que se cruza en apenas tres o cuatro zancadas simbolizaba para mí una buena cantidad de decisiones difíciles, arriesgadas. Un duelo detrás de otro. El miedo más terrible, la rabia, una incertidumbre radical. La sensación de que no podría, de que no lo conseguiría, de que no sería capaz. Todas las manos que me han acompañado en este camino y, también, la más inmensa soledad. 

Me di la vuelta muchas veces. El peso que se forma en mi vientre me anclaba al peso de todas aquellas experiencias. Ni una de ellas en vano. Ni el más mínimo movimiento prescindible. Cada lágrima, cada crisis de pánico, cada pesadilla, cada duda. Todas pertinentes, armonizadas. Todas, como un camino de baldosas amarillas, para conducirme hasta allí. Hasta ese momento. Hasta ese lugar.

Me invadió entonces una sensación increíble de comprenderlo todo. Tantas veces a lo largo de tantos años me había preguntado por qué. Por qué así, por qué a mí. Tanta frustración, tanta rabia, tantas ganas de emprenderla a puñetazos con esa sombra llamada destino. Y, de pronto, lo entendía. Ya no había sombra, solo luz. La hermosa luz de un junio donde mi vida recobraba su sentido. Esto era. Esto había sido todo este tiempo. Sí 

Sonreí, doblé la esquina y, lentamente, me marché. Nos marchamos, paladeando por el camino la dulzura inesperada de haber recorrido esa calle.

Pero volvamos atrás en el tiempo, otra vez...

lunes, 27 de febrero de 2023

Si esto no es obra del destino

Uno de los pocos criterios que NO he tenido en cuenta a la hora de volver a elegir clínica de reproducción asistida ha sido la ubicación. Sé que todas me van a quedar muy lejos, así que nunca le he dado importancia: ni ahora, ni las dos veces que tuve que buscar clínica con anterioridad.

Por eso, para cuando me enteré de dónde se encontraba la nueva, ya me había decidido por ellos e incluso habíamos tenido la primera consulta telemática. De hecho, me pareció divertido a la par que imprudente no haber mirado siquiera dónde estaba: mientras navegaba por la página web buscando su dirección física para la primera consulta presencial, no pude evitar que se me escapara alguna que otra risita nerviosa. ¿Y si estaba en un lugar más recóndito que el resto? ¿Y si, después de tanta comparativa, la había cagado por no haberlo tenido en cuenta?

Nunca olvidaré el torbellino de emociones que se desató cuando por fin lo supe.

Calle Manuel de Falla, leí al pie de la página.

Manuel de Falla.

¿De qué me sonaba a mí ese nombre?

Manuel de Falla.

¿Por qué me sonaba tanto?

Y, de pronto, me acordé. 

NO. PODÍA. SER.

Apenas fui capaz de controlar el temblor de mis dedos mientras metía el nombre en el navegador. ¿Cuántas calles podían llamarse igual en una ciudad como Madrid? Me lo preguntaba para darme ánimos. A lo mejor había cinco calles iguales, me decía, aunque sabía que eso era imposible. A lo mejor era una calle larga, larguísima, que no tenía nada que ver con la que recordaba. Madre mía, por favor. Que no tuviera nada que ver.

Pero me equivocaba.

lunes, 13 de febrero de 2023

Mi experiencia con los test de ovulación


Utilizar test de ovulación era una experiencia que se me había quedado pendiente de mi primera tanda de tratamientos. Había visto a otras chicas que seguía por Internet publicar entradas sobre su uso y resultados, y me había producido cierta envidia. Sentía que era una de esas experiencias que me estaban vedadas al buscar un embarazo mediante reproducción asistida: algo que superé cuando decidí utilizar test de embarazo sin esperar a la beta, pero que no había logrado todavía con los de ovulación.

Por otra parte, soy consciente de que todos los tratamientos que llevo en el cuerpo los he hecho en la primera mitad de la treintena, pero ahora ya paso de los cuarenta, por lo que me surgía la duda de si podría volver a intentar quedarme embarazada en ciclo natural. Fue algo que pregunté en las consultas informativas que hice durante el proceso de selección de clínica, y en todos los casos me dijeron que, si me venía la regla de manera regular, se podía intentar. De hecho, la doctora que finalmente me atiende me explicó que era preferible hacerlo así que mediante un proceso de estimulación. 

Reconozco, sin embargo, que no las tenía todas conmigo. Efectivamente, la regla me sigue viniendo sin ningún cambio aparente; de hecho, tras el embarazo, me viene más regular y más abundante que nunca en mi vida, así que me siento mucho más fértil (!?) en ese sentido. Pero, ¿significa eso que ovulo? Y, sobre todo, ¿quería esperar a descubrirlo cuando estuviera haciendo el tratamiento, con el chasco consecuente si la respuesta era negativa, o prefería comprobarlo por mí misma en la intimidad de mi cuarto de baño? 

Finalmente, me decidí a hacerme los dichosos test, para sacarme la espinita de envidia que tenía clavada desde mi anterior experiencia, y también para comprobar por mí misma lo que ahora estaba en un entredicho razonable. Así que me tocó hacer otro estudio de mercado para conseguir una buena marca de test, fiables y económicos. Me inclinaba por la misma que ya había utilizado para los test de embarazo, y aunque acabó siendo la elegida, durante algunos días estuve valorando unas cuantas.

(Tengo que confesar que me aburre soberanamente esto de los estudios de mercado. No entiendo cuál es la gracia de comparar un montón de opciones que deberían ser todas iguales de buenas y que, sin embargo, te dan la sensación de ser todas el mismo timo. Cuanto mayor me hago, más sueño con una especie de supermercado soviético donde haya una sola marca de cada cosa, siempre buena y siempre fiable, sin el embrollo capitalista que no aporta absolutamente nada. Pero supongo que este es un tema para otra entrada.)

Lo que más me amargó del proceso, en cualquier caso, fue conseguir un pack en el que solo vinieran test de ovulación. Me traumatizaba vivamente comprar también test de embarazo: en primer lugar, porque no sabía si llegaría a tener siquiera la posibilidad de utilizarlos, pero también porque no quería que se me pasaran de fecha y encontrarme otra vez en la situación de comprobar el buen desarrollo de un embarazo con test caducados

Al final (porque la cosa tampoco es tan complicada, pero yo es que tiendo a hacerme un lío con todo), acabé comprándome un montón de test baratos, fiables y solo de ovulación para, con la primera regla del curso, estrenarlos llena de alegría e ilusión.

lunes, 23 de enero de 2023

Elegir clínica de reproducción asistida (otra vez)

Todo empezó como un juego. En verano, mientras fantaseaba con la idea de volver a ser madre, pero sabía que no era más que una posibilidad sujeta al devenir de mi enfermedad, al éxito o al fracaso de mi incorporación al trabajo después de la baja. Nada más tonto que las horas muertas de un calor sofocante, artículos y enlaces que seguía sin rumbo fijo y, al final, un formulario de contacto.

Recuerdo el primero que rellené. Lo hice entre risitas, como una adolescente que acaba de descubrir un juego adulto, aferrada a la idea salvadora de que aquello no me comprometía a nada. Nombre y apellidos, jijiji, correo electrónico, jajaja. La clínica me gustaba, ofrecía servicios en los que nunca había pensado, pero que de pronto encontré completamente necesarios, y parecía puntera en investigación.

El presupuesto que vino de vuelta estaba acorde a aquel derroche de medios. ¿Tanto? ¿Tanto por una simple ADE? Revisé una y otra vez la lista de aquellos servicios que ahora me parecían evidentemente superfluos. ¿De dónde se sacaban tantos miles de euros? ¿Por un solo intento? Comparar mi cuenta del banco con aquella factura arrojaba una conclusión bien clara: no me lo podía permitir.

El juego se transformó entonces en un estudio de mercado. Busqué todas las clínicas de Madrid. Hice una lista de las que hacían ADE y pregunté en aquellas en las que no lo explicitaban. Descarté las más baratas por inútiles en un caso como el mío y también las más caras por inalcanzables. Y al final, me quedé con tres.

martes, 10 de enero de 2023

¿Dónde están las demás?


Mi primera vez en un grupo de apoyo fue con apenas veintitrés años. Acababa de salir del armario con mis padres y mi vida se había convertido en un infierno. Allí descubrí que aquella experiencia que me resultaba tan trágicamente individual, era, sin embargo, una experiencia compartida. El mero hecho de verme reflejada en otras personas que estaban pasando por lo mismo que yo ya me resultó profundamente sanador. Y me enseñó, de una vez para siempre, que no estamos solas.

Desde entonces, cada vez que me he encontrado en una situación difícil, me he hecho la misma pregunta: ¿dónde están las demás? ¿Dónde están las otras personas, mujeres casi siempre, que están pasando por lo mismo que yo en este mismo momento? Y siempre, siempre, las he encontrado: abortos de repetición, lactancia materna, adopción nacional, crianza, familias de dos madres, covid persistente... 

Por eso, cuando este verano llegué a la conclusión definitiva de que, si tenía otro hijo, lo haría yo sola, volví a preguntarme: ¿dónde están las demás? ¿Dónde están las otras locas del coño mujeres valientes que se han atrevido con la maternidad en solitario? Y, como no podía ser de otra manera, volví a encontrarlas.

En esta ocasión, ha sido a través de la Asociación Madres Solteras Por Elección. Empecé participando en su grupo de Facebook, leyendo, aprendiendo y planteando cuestiones que hoy me parecen de lo más estúpido sobre cómo enfrentar la vida cotidiana cuando solo cuentas con tus propias manos. Hasta que un día me atreví a preguntar directamente por la maternidad tras un divorcio y, aunque apenas recibí respuestas en mi publicación, varias chicas me escribieron por privado. Fue muy emocionante conocer sus historias y recibir su apoyo, y fue providencial que una de ellas me contara que, dentro de la asociación, había un grupo específico de mujeres en mi mismo caso.

Tengo que admitir que, por más experiencia que tuviera con los grupos de apoyo, por más que supiera que no estamos solas, no esperaba encontrarme con otras mujeres en una situación tan similar a la mía. ¿De verdad existían? ¿De verdad no era yo la única con una experiencia tan trágicamente individual? Pues no, no lo era. De nuevo comprobé que aquella era también una experiencia compartida.

La posibilidad de conocerlas despejó todas mis dudas sobre si merecía la pena hacerme socia. Enseguida me puse en contacto con la asociación y, con el comienzo del curso, también empecé a participar en los primeros grupos de WhatsApp. La verdad es que no pude resistir la tentación de apuntarme a muchos de ellos, porque casi todos me resultaban significativos. Con el tiempo, no obstante, he ido seleccionando en cuáles quedarme: un número pequeño pero sumamente valioso para mí. 

miércoles, 4 de enero de 2023

Volver a empezar (de nuevo)


Han pasado más de cinco años de aquella última consulta en la clínica de reproducción asistida. De aquella maravillosa mañana en que recibí, por fin, el alta: tres años, siete meses y dieciséis días después de empezar la aventura que me convertiría en madre

Recuerdo perfectamente esa sensación de triunfo extraño, de felicidad nerviosa. Recuerdo dar esos pasos que me alejaban de la puerta pensando que dejaba atrás una experiencia que no se volvería a repetir. Confieso, no obstante, que siempre albergué cierta esperanza, tan remota que incluso la mantuve en secreto. Quizás, algún día... Algún día, como en un sueño, en un delirio de optimismo, de confianza en una Vida que parecía negarme todo, todo... Pero, tal vez... Tal vez, y sin embargo... Nunca desde donde me encuentro hoy.

Y no porque no deseara tener un segundo hijo, desde luego; sino porque la posibilidad que había acariciado durante dos largos años era que ese hijo llegara gracias a la adopción nacional. Una posibilidad que se convirtió en realidad cuando, apenas un año y medio después, nos llamaron para la reunión informativa. Entonces sentí que aquel deseo se cumpliría, que aquel sueño que durante tanto tiempo me había parecido inalcanzable formaba parte inseparable de mi destino.

Porque los motivos que habrían podido hacer que ese destino se torciera me resultaban sumamente improbables. Sin embargo, cual tsunamis que se acercan sigilosos, terminaron por materializarse: la quiebra de una relación que duraría quince años apenas nos convertimos en madres, la pandemia que precipitó un divorcio que llegaba demasiado pronto pero también demasiado tarde, la desaparición de la adopción nacional no solo como posibilidad sino como realidad inmediata y, por si todo esto no fuera suficiente, la enfermedad que terminó de arrasar mi vida, acabando con lo poco que quedaba en pie, con lo poquísimo que había sido capaz de reconstruir. 

Contra todo pronóstico, sin embargo, fue ese vacío inmenso, ese dolor profundo que pensaba que nunca habitaría de nuevo, el que empezó a alumbrar una posibilidad distinta. En medio de aquel páramo que me obligaba a invertir cuidadosamente cada átomo de mi energía, sentí la necesidad radical de priorizar mis objetivos vitales como nunca antes lo había hecho: si solo tuviera fuerzas para un nuevo proyecto, me preguntaba, si solo pudiera asumir una cosa más en mi vida, ¿cuál sería?

De entre todos mis anhelos, solo uno se reveló como irrenunciable: quería volver a ser madre. O más bien, siendo consciente de mis múltiples limitaciones, quería intentarlo. Y es que, aunque la Vida parezca haber conspirado en su contra durante todo este tiempo, eso ha sido lo único que se ha mantenido a flote a pesar de las circunstancias. De hecho, la pregunta nunca ha sido qué, sino cómo.

Hace casi un año traté de reflotar el proyecto de adopción nacional como familia monoparental, pero, desgraciadamente, enseguida comprendí que aquel tren transitaba por una vía muerta. Aunque sea paradójico, lo que viví como una nueva posibilidad, como un nuevo comienzo, se ha terminado convirtiendo precisamente en aquello que me ha ayudado a cerrar para siempre una puerta que, contra viento y marea, me había empeñado en mantener abierta. Mi idilio con la adopción ha terminado.

¿Qué me queda, entonces? Volver a la casilla de salida. Desandar ese camino que hace más de cinco años pensé que no volvería a recorrer. Llamar de nuevo a esa puerta de la que me alejé triunfalmente y descubrir si todavía guarda alguna esperanza para mí.

Enfrentarme al monstruo de la reproducción asistida, otra vez.