Uno de los pocos criterios que NO he tenido en cuenta a la hora de volver a elegir clínica de reproducción asistida ha sido la ubicación. Sé que todas me van a quedar muy lejos, así que nunca le he dado importancia: ni ahora, ni las dos veces que tuve que buscar clínica con anterioridad.
Por eso, para cuando me enteré de dónde se encontraba la nueva, ya me había decidido por ellos e incluso habíamos tenido la primera consulta telemática. De hecho, me pareció divertido a la par que imprudente no haber mirado siquiera dónde estaba: mientras navegaba por la página web buscando su dirección física para la primera consulta presencial, no pude evitar que se me escapara alguna que otra risita nerviosa. ¿Y si estaba en un lugar más recóndito que el resto? ¿Y si, después de tanta comparativa, la había cagado por no haberlo tenido en cuenta?
Nunca olvidaré el torbellino de emociones que se desató cuando por fin lo supe.
Calle Manuel de Falla, leí al pie de la página.
Manuel de Falla.
¿De qué me sonaba a mí ese nombre?
Manuel de Falla.
¿Por qué me sonaba tanto?
Y, de pronto, me acordé.
NO. PODÍA. SER.
Apenas fui capaz de controlar el temblor de mis dedos mientras metía el nombre en el navegador. ¿Cuántas calles podían llamarse igual en una ciudad como Madrid? Me lo preguntaba para darme ánimos. A lo mejor había cinco calles iguales, me decía, aunque sabía que eso era imposible. A lo mejor era una calle larga, larguísima, que no tenía nada que ver con la que recordaba. Madre mía, por favor. Que no tuviera nada que ver.
Pero me equivocaba.
La calle Manuel de Falla es la calle donde se encuentra el Instituto Madrileño de la Familia y el Menor. La sede de los servicios sociales que se ocupan de la adopción nacional. La calle donde fuimos a la primera reunión informativa. La calle donde volveríamos dos veces más para paralizar nuestro expediente.
ESA CALLE.
Y es una calle cortísima. Apenas llega a los diez números. La acera de los impares está ocupada en su totalidad por la sede del IMFM. La acera de los pares tiene un único edificio cuyo bajo está ocupado por un único local: mi nueva clínica.
Tuve que sacarle una foto para terminar de creérmelo. < IMFM | Clínica > |
Descubrirlo fue traumático. Acudir a la primera consulta presencial fue una bomba emocional.
Era diciembre, el mismo mes de la primera reunión informativa. La acera estaba repleta de hojas caídas de los plátanos, como entonces. Lloviznaba, igual que aquel día. Recorrer aquel camino grabado a fuego en mi corazón casi acaba conmigo. Quería llorar, gritar, volverme loca. ¿Cómo podía hacerme eso la Vida? ¿Cómo podía haberme enviado allí, precisamente allí, con todas las clínicas donde podía haber ido? ¿Cómo podía haber elegido precisamente ESA?
Me costó mucho aguantar las lágrimas y enfrentarme a una revisión ginecológica con cara de mujer solvente y equilibrada. Pero cuando salí de la clínica y abrí mi paraguas, dejé que se desataran todos los infiernos. Lloré, blasfemé, alcé mi puño contra el cielo. Era doloroso volver a estar allí. Profundamente doloroso. Por momentos sentía que me ahogaba entre tanto recuerdo.
Y al mismo tiempo... era increíblemente emocionante.
Recordaba la mañana en que fuimos a paralizar el expediente por primera vez. De la mano de quien todavía consideraba el amor de mi vida, con nuestra hija de diez meses en la mochila. Nos cruzamos con una pareja de dos chicos que salían del edificio con un bebé. Con toda probabilidad, era una asignación. Creo que nunca olvidaré lo que pensé, en la intimidad de mi conciencia, al verlos: "Algún día, yo también recorreré esta calle con mi segundo hijo en brazos".
Recorreré esta calle. ¿Por qué pensé precisamente eso? No lo sé. No puedo decirlo. Pero el pensamiento refulge en mi mente como si se me hubiera acabado de ocurrir.
No me gusta creer en el destino. Es una idea perturbadora, incómoda para mi racionalidad. Prefiero pensar que la vida es un caos azaroso donde tratamos desesperadamente de poner orden y encontrar sentido. Y lo conseguimos, pero no porque haya un orden o un sentido preexistentes, sino porque naturalmente gozamos de una capacidad fabuladora que nos permite tejer la trama de nuestras vidas. Lo que nos parece obra del destino no es más que un cúmulo de casualidades tontísimas.
Por eso, después de descubrir dónde está mi nueva clínica, he intentado convencerme varias veces de que, en realidad, ya lo sabía. ¿Seguro que no lo habías visto antes? ¿Seguro que no lo tuviste en cuenta, de una manera inconsciente pero intencional? Sin embargo, aunque me empeñe en convencerme de que la elegí porque, en el fondo, quería ir allí, sé que no es verdad. Hubo muchos elementos que utilicé para decidirme, pero el que más peso tuvo fue que la doctora que me ayudó a tener a mi hija ahora trabaja en esa clínica. No hay manera de manipular esa casualidad tontísima. Y, aunque me explote el cerebro, sé que no fui yo quien decidió llevarme hasta allí.
No me queda más que aceptar que hay situaciones, momentos, casualidades en los que una especie de susurro divino nos dice: ESTO ES. No es algo que ocurra todos los días, pero cuando lo hace, la razón se queda sin argumentos, la racionalidad se torna inútil frente a tanta certeza de la otra. De la emocional, de la intuitiva. Del destino, del orden y el sentido. Porque entonces queda claro que tenía que ser así. El círculo se cierra, la armonía nos alumbra por un instante. Y eso está bien.
Esta es una de esas situaciones, momentos, casualidades. Me guste o no.
Porque, CONTRA TODO PRONÓSTICO, una parte de aquel pensamiento luminoso todavía puede hacerse realidad.
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