Todo empezó como un juego. En verano, mientras fantaseaba con la idea de volver a ser madre, pero sabía que no era más que una posibilidad sujeta al devenir de mi enfermedad, al éxito o al fracaso de mi incorporación al trabajo después de la baja. Nada más tonto que las horas muertas de un calor sofocante, artículos y enlaces que seguía sin rumbo fijo y, al final, un formulario de contacto.
Recuerdo el primero que rellené. Lo hice entre risitas, como una adolescente que acaba de descubrir un juego adulto, aferrada a la idea salvadora de que aquello no me comprometía a nada. Nombre y apellidos, jijiji, correo electrónico, jajaja. La clínica me gustaba, ofrecía servicios en los que nunca había pensado, pero que de pronto encontré completamente necesarios, y parecía puntera en investigación.
El presupuesto que vino de vuelta estaba acorde a aquel derroche de medios. ¿Tanto? ¿Tanto por una simple ADE? Revisé una y otra vez la lista de aquellos servicios que ahora me parecían evidentemente superfluos. ¿De dónde se sacaban tantos miles de euros? ¿Por un solo intento? Comparar mi cuenta del banco con aquella factura arrojaba una conclusión bien clara: no me lo podía permitir.
El juego se transformó entonces en un estudio de mercado. Busqué todas las clínicas de Madrid. Hice una lista de las que hacían ADE y pregunté en aquellas en las que no lo explicitaban. Descarté las más baratas por inútiles en un caso como el mío y también las más caras por inalcanzables. Y al final, me quedé con tres.
Aquel torbellino me impidió mantener la sensación, ligera y agradable, de estar pasando el rato. Pronto embotaron mi mente sentimientos de angustia punzante, ideas de incapacidad, bloqueos. ¿Podría tomar una decisión adecuada? ¿Realmente iba a embarcarme en el proceso? ¿Y si era todo inútil? ¿Y si no llegaba ni siquiera a intentarlo? ¿Y el dinero? ¿Tenía ahorros suficientes? ¿Estaría comprometiendo el bienestar de mi hija y el mío propio con unos gastos semejantes?
Llegada a este punto, procuraba retomar el contacto con la realidad más inmediata: "Solo es una posibilidad que estoy explorando". Un trabajo adelantado, un as en la manga por si el futuro, todavía incierto, me sonreía en algún momento. El éxito de esta técnica, no obstante, fue relativo: no pude evitar ponerme nerviosa, dudar de mí misma, sentir miedo. Supongo que en eso consiste ser humana, por más experiencia y calma que acumulemos.
A pesar de todo, el proceso fue muy diferente a la primera vez. Aún puedo evocar ese rechazo profundo que me provocaba la idea de tener que elegir una clínica. De tener que pasar por un proceso de reproducción asistida, de hecho, que atentaba contra mis valores y empañaba mis sueños de maternidad. Me recuerdo visitando un puñado de páginas web sin poder concentrarme en algún criterio útil de elección, paralizada como estaba con la idea recurrente de no quería nada de aquello en mi vida.
Han pasado casi diez años de aquel momento. Diez años, diez tratamientos, dos clínicas, tres abortos, un diagnóstico, un embarazo, una hija. Diez años no pasan en vano, pero todas esas experiencias tampoco. Hace tiempo que asumí que no puedo quedarme embarazada sin apoyo médico; hace tiempo, también, que dejó de importarme.
Así que, para finales de verano, ya tenía concertadas las primeras consultas telemáticas, una ventaja que ha traído la pandemia y que me facilitó muchísimo el proceso. En todos los casos tuve que rellenar un historial médico (¡y qué largo y farragoso es mi historial médico...!) y en las consultas me explicaron el tratamiento que ya conocía: ADE en ciclo natural con la medicación y el apoyo de Inmunología.
Entonces llegó el momento de elegir entre las tres. La primera la descarté rápido: era algo más cara sin ofrecer nada particular a cambio y, además, tenía un servicio de atención al paciente que me resultó bastante agresivo. Con la segunda me lo pensé más, pero nunca llegaron a enviarme un presupuesto y me lo pintaron todo demasiado fácil en la primera consulta. Mi caso no es fácil, así que es algo que no me da ninguna confianza.
Y así llegamos a la elegida. Me gustó porque se publicitaban como expertos en casos difíciles, ofrecían varias pruebas inmunológicas y tenían buenos resultados. No obstante, temía estarme obnubilando por una página web cuidada y un bombardeo de datos cuyo efecto podía ser engañoso. Así que me vino muy bien la opinión de las chicas de la Asociación MSPE: varias de ellas habían hecho tratamientos en esa clínica y, en general, estaban muy contentas.
Con todo, lo que terminó de inclinar la balanza fue que la doctora que me puso en el camino del diagnóstico, la doctora que me ayudó a tener a mi hija, ahora trabajaba allí. Lo descubrí por casualidad, mirando en la clínica donde hice los últimos tratamientos, que descarté rápidamente porque acumulaban un año de espera para ADE (¡!). Enseguida pensé que, si aquel cambio había sido bueno para ella, también lo podía ser para mí.
Para cuando empezó el curso, por tanto, ya tenía elegida la clínica de reproducción asistida. Había acordado conmigo misma que, si era capaz de sobrevivir al primer trimestre sin recaer, si podía retomar mi vida laboral en unas condiciones que la hicieran mínimamente sostenible, la posibilidad de tener un segundo hijo se transformaría en un proyecto real.
Lo cierto es que esta idea se convirtió en una fuente de motivación que me ayudó a resistir en momentos durísimos. Y si estoy escribiendo ahora estas palabras, es porque lo he conseguido :)
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