Mi recuerdo oficial de la reproducción asistida siempre ha sido espantoso: una sucesión de pruebas carniceras, desencuentros con el espéculo, tratamientos frustrantes, miles y miles de euros malgastados, sangre, abortos. Mi corazón roto en mil pedazos. En comparación, la adopción se me antojaba un paraíso: alineada con mis valores, sin necesidad de poner el cuerpo, tan solo exigía paciencia (¿pero acaso la reproducción asistida no lo hace?) al módico precio de cero euros.
Por eso me resistí, durante tanto tiempo, a enfrentarme a otro tratamiento. ¿Anhelaba volver a ver un positivo, asistir a la transformación de mi cuerpo, notar los movimientos de un bebé en mi interior, dar a luz de nuevo? Sin duda. ¿Estaba dispuesta a sacrificar otra vez todo lo que había sacrificado para tener a mi hija? Ni en un millón de años: reeditar el ensañamiento físico, la tortura psicológica y la ruina económica no era una opción. Mi opción era adoptar, con o sin pareja. Adoptar: eso quería, ese era mi siguiente paso, mi destino, el camino adecuado.
Hasta que comprendí que era imposible.
Así que, tras pasar unos meses elaborando el duelo, empecé a imaginarlo. Empecé a imaginarme a mí misma atravesando la puerta de una consulta, apenas cubierta de cintura para abajo por una sabanita desechable, abierta de piernas sobre un potro ginecológico. Conjuré la memoria de mi cuerpo y le obligué a enfrentarse, siquiera mentalmente, a ecógrafos, espéculos, sondas. Inyecciones, hormonas, anticoagulantes. Vía oral y vía vaginal. Extracciones, pruebas, resultados. Hematomas, sangre. Negativos. Abortos. Dolor físico y dolor psicológico. Todo lo que para mí significaba la reproducción asistida.
Y sentí que no iba a ser capaz.
En medio de aquel naufragio de recuerdos, sin embargo, una mano invisible aferró la mía y me obligó a a avanzar. Sin decir nada, sin tratar de cuestionar lo inapelable, me acompañó a lo largo de los meses, de las dudas y los miedos, de la absoluta certeza de estar enajenada, hasta aquella mañana de diciembre, lluviosa y dulce, en que pisé la nueva clínica por primera vez.
A partir de ahí, todo fue muy diferente a lo que recordaba.
Entiendo que cambiar de clínica fue una de las causas, un pequeño gran detalle que ayudó a pavimentar esa sensación de nuevo camino, de nueva oportunidad. Mientras que fuera me esperaba un huracán de recuerdos, entre aquellas cuatro paredes casi todo estaba por estrenar.
Y digo casi porque, precisamente donde más lo necesitaba, podía contar con el apoyo de lo conocido: la doctora que me ayudó a tener a mi hija. La misma que, hace más de seis años, pronunció la frase que cambiaría mi historia reproductiva:
–Llevas tres abortos con treinta y cuatro años. Algo te pasa, ¿no?
Volver a verla fue como reencontrarme con un ídolo de mi juventud. Me inundó la alegría de saber que, si ella me atendía, estaba en buenas manos. Ya en
nuestra primera consulta telemática le había confesado que uno de los motivos por los que me había decidido por esta clínica era su presencia, así que charlamos como viejas conocidas.
–Me parece muy valiente que quieras tener un hijo sola.
–Bueno –siempre contesto lo mismo–, no sé si valiente o inconsciente.
–No, inconsciente no. Porque tú ya tienes una hija. Sabes perfectamente dónde te metes.
El resultado de la ecografía también puso su granito de arena para que la experiencia fuera positiva: mi útero estaba estupendo, el endometrio tenía buen grosor y, además, un cuerpo lúteo en mi ovario izquierdo demostraba que,
a pesar de mis miedos, ovulaba. Por si todo esto fuera poco, durante la exploración, la doctora hizo un pequeño recuento de folículos.
–Tengo síndrome de ovarios poliquísticos –le recordé.
–Sí, bueno... –contestó ella–. Eso ya no importa demasiado.
Y es que por fin había llegado el momento de comprobar
lo que me dijo la primera ginecóloga que me diagnosticó el SOP, cuando tenía apenas 23 años: que se trata de un síndrome que mejora con la edad. Y aunque hace mucho que sé que esto no es completamente cierto, sí que lo es en sus aspectos ginecológicos: con 41 años y un embarazo a término a mis espaldas, los estragos ginecológicos de este síndrome apenas tienen relevancia. Si a esto unimos el hecho de que
llevo seis años viviendo como si fuera diabética, lo cierto es que mi SOP es casi imperceptible: hace tiempo que ya no tengo acné, ni se me cae el pelo, mantengo un peso más que saludable y la regla me viene puntualmente.
Confieso que, animada por las buenas noticias, tuve incluso una epifanía: quizá el SOP también formaba parte de
esa especie de plan divino que parece regir mi vida. Porque este síndrome suele alargar la vida fértil (al menos, la vida fértil en apariencia, es decir, el tiempo durante el cual te viene la regla) y, en mi caso, me ha venido al pelo para poder quedarme embarazada después de los cuarenta. A lo mejor
tenía que ser así, pensaba mientras disfrutaba del hecho de que tener 41 años no afectara en nada a mi condición ginecológica (obviando la salud de mis óvulos, que ya eran birriosos hace diez años). A lo mejor, esto
también tiene sentido.
(Ando mística perdida con el tema del destino y del sentido último de la vida... Pero es que, después de tanto dolor y tantas decepciones, no encuentro otro marco mejor para encajar lo bueno).
En la consulta también me hicieron una citología (y sí, llevaba seis años sin hacerme una) cuyos resultados fueron normales, y unos análisis que no revelaron grandes sorpresas: volvía a tener insuficiencia de vitamina D (22,1 ng/mL), mi homocisteína estaba particularmente baja (4,99 UI/L; me queda claro que, a pesar de la mutación que padezco,
los niveles tan altos de homocisteína que he llegado a tener estaban provocados por la metformina) y la prolactina, también (4,22 μg/L; algo que me llamó particularmente la atención, ya que, después de cuatro años de lactancia, dudo mucho que tenga algún problema con la prolactina; en cualquier caso, la ginecóloga no le dio ninguna importancia).
–Bueno, pues entonces... ¡vamos a por el bebé en 2023!
Tengo la suficiente experiencia para saber que, cuando una ginecóloga hace ese tipo de comentarios, es porque ha visto muy claro el caso. Porque todo está bien y porque sabe que es posible. Después de tantos años en reproducción asistida, sé que los profesionales también sufren, también se desesperan, y que, cuando ven señales positivas, se aferran a ellas como lo hacemos los pacientes porque ellos también las necesitan. Por mi parte, claro, no podía estar más contenta.
Todo lo que he relatado hasta aquí, sin embargo, sigue sin ser suficiente para explicar por qué esta vez la experiencia ha sido tan sustancialmente distinta. Entonces, ¿cuál es la clave? ¿Por qué según me subí al potro ginecológico no se desataron todos los infiernos? Estoy absolutamente convencida de que el quid de la cuestión es un factor que estuvo ausente por completo durante mi primera tanda de tratamientos, pero que ahora lo inunda todo con su presencia. Y es el hecho de que, después de tanto sufrimiento, conseguí que naciera mi hija.
Durante todos los años que transité por la reproducción asistida, incluso durante todos los años que duraron las batallas que libré con anterioridad, me acompañó la sensación de que, tal vez, nada de lo que estaba haciendo tenía sentido. Quería ser madre, pero no sabía lo que era ser madre. Y me torturaban tanto la posibilidad de no conseguirlo como la de lograrlo y que no fuera lo que esperaba. Esa incertidumbre convertía cada prueba en un ensañamiento, en una tortura psicológica. ¿Por qué pasar por todo ello? ¿Realmente había un motivo justificado? Muchas veces pensé que tal vez la respuesta fuera negativa.
Pero ahora todo es diferente. Ya lo era antes de volver a cruzar el umbral de una clínica. Porque ahora mi hija existe y no tengo dudas de que es lo mejor que me ha pasado en la vida. Así que abrirme de piernas ante un ecógrafo ha dejado de ser doloroso para convertirse en un privilegio. Cuando volví a verme allí, después de tanto, mirando a una pantalla que mostraba el interior de mi útero... sentí que la mera posibilidad de asistir a un nuevo milagro colmaba todas mis expectativas vitales, me inundaba de felicidad. ¿Te imaginas?, me decía a mí misma. ¿Te imaginas que vuelves a ver ahí, en esa pantalla, un corazoncito que late...?
Muchas veces, a lo largo de este camino, me he preguntado de dónde he sacado las fuerzas. De dónde ha salido ese empeño que no flaqueaba incluso cuando yo sentía que me moría, cuando ni yo misma le encontraba sentido. Y estoy convencida de que es la Vida quien te lleva, esa mano invisible que te guía y no te suelta, esa Vida que se abre camino a través de ti. Una forma de energía que ya era, de manera incorpórea pero inexplicablemente real, quien estaba llamada a ser mi hija. Ella fue quien me guio hasta su encuentro.
En los últimos meses, en los últimos años, he sentido cómo otra mano se ha cogido de la mía, cómo otra fuerza invisible me ha ayudado a atravesar todos los retos que se me han presentado, con paso firme, sin desfallecer más que unos instantes. No hay racionalidad que lo explique: la Vida vuelve a abrirse camino y yo no puedo más que asumirlo, con la alegría de saberme portadora del milagro, avanzando hasta su encuentro. Todavía con un miedo ensordecedor a que no se produzca, a que solo sea un sueño... pero aún en la brecha.
La reproducción asistida es una mierda, pero... ¡gracias por todo, reproducción asistida!
Ojalá se produzca el milagro...y ojalá sea pronto!
ResponderEliminarUn abrazo
Núria
Que alegría leerte otra vez, esperando las buenas noticias!!!
ResponderEliminar¡Gracias por vuestros comentarios!
ResponderEliminarOs hago el spoiler de que, por el momento, hay buenas noticias... Seguiremos informando ;)