lunes, 31 de diciembre de 2018

Gracias, 2018

No hay duda de que 2018 ha sido uno de los años más señalados de mi vida. 

El año que por fin empezaba embarazada, el año en que nacía mi hija. 

A lo largo de sus meses me he ido construyendo como madre: una de las aventuras más apasionantes y duras en las que me he embarcado jamás. Esa por la que tanto había luchado, la que tanto me ha costado vivir.

Nunca olvidaré la impresión de escucharla gemir bajito sobre mi tripa de recién parida, nuestras interminables horas de lactancia, su primera mirada, su primera sonrisa. La alegría inmensa de verla dándose la vuelta, sentándose, poniéndose de pie. Su atención cuando le canto, le cuento un cuento o le explico lo que vamos a hacer. Sus carcajadas, que iluminan mi vida. Sus manos sobre mi piel.

2018 me ha traído la paz, la sensación de estar colmada, de haber sido bendecida. Por si todo esto fuera poco (¡que no lo es!), este año se ha cerrado con la noticia inesperada de haber sido convocadas de la lista de adopción nacional. Todavía me cuesta pensarlo sin emocionarme hasta las lágrimas. Todavía lucho por asumir esta preciosa oportunidad de manera serena, sin aprestarme de nuevo para la batalla, que parece lo único que sé hacer.

El último día de trabajo antes de las vacaciones todo el mundo hablaba de la lotería. Hacían bromas con todo el dinero que les iba a tocar y con cómo se lo iban a gastar. Yo, que no había comprado ningún décimo, sonreía para mis adentros. Ojalá tocara, aunque yo no me llevara ni un pellizco. Ojalá la suerte se repartiera muchísimo, porque este año 2018... toda la suerte del mundo me ha tocado a mí.

jueves, 13 de diciembre de 2018

¡Nos han llamado de la lista de adopción nacional!

No sé cuántas veces tendré que escribirlo para empezar a creérmelo; pero, por si acaso, voy a ponerlo una vez más: ¡nos han llamado de la lista de adopción nacional!

No nos lo esperábamos, ¡para nada! Porque, aunque el tercer año de "embarazo burocrático" fue diferente al anterior y la lista avanzó más de cien números, en los últimos meses solo nos llegaban noticias desalentadoras que hacían presagiar un nuevo año en blanco: asignaciones que no llegaban, plazos que se alargaban, estadísticas en mínimos históricos...

Por eso, a la altura del tercer aniversario de la apertura de nuestro expediente, empecé a hacerme a la idea de que, tal vez, las cosas no iban a salir como deseaba. Tenía toda la pinta de que, como mínimo, mis previsiones se alargarían en el tiempo. Evidentemente, no era la primera vez que me enfrentaba a algo así, por lo que me agarré a la esperanza de que, aunque el proceso se dilatara, al menos, todavía seguiría siendo posible.

Y entonces, de un tiempo a esta parte, ¡bum! La situación volvió a darse la vuelta y cogió un ritmo trepidante: varias asignaciones seguidas, plazos cada vez más cortos y, en noviembre, por fin, ¡una nueva informativa! Esta vez, avanzaron unos ochenta expedientes de golpe, que son muchísimos. El nuestro estaba ya a solo 120 números, y yo no me pude resistir a fantasear: ¿y si nos llamaban en un año? ¡Un año solo! No me lo podía creer.

De pronto, alguien dijo en el grupo de Facebook que seguramente convocarían una nueva informativa a principios de año, porque había muy pocas familias menores de 40 disponibles. Yo no daba crédito. ¿Dos informativas seguidas? ¿En serio? Preferí hacerme a la idea de que era tan solo un rumor. Sin embargo, a los pocos días se confirmaba: no solo habían convocado una nueva informativa, sino que era en diciembre.

Como suele ocurrir en estos casos, la gente iba avisando en el grupo si habían sido convocados, para que los demás nos pudiéramos ir haciendo una idea de cuántos expedientes se había avanzado. Yo tenía el corazón en la boca, no hacía más que ponerle emoticonos de asombro a todo, y cuando vi que habían llamado a un expediente por encima del cuatrocientos, casi me da algo. ¿De verdad estábamos a solo cincuenta números? Eso podía ser una única informativa. ¿¿De verdad estábamos a una única informativa de que nos llamaran?? No podía creerlo. Sabía que, después de dos reuniones seguidas, podía pasar más de un año para la tercera. Pero estábamos ahí, ahí mismo... ¡Era una pasada!

Y entonces, sin comerlo ni beberlo, llego un día a casa y Alma me suelta:

–Nos han convocado a una reunión informativa.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Diabetes gestacional: estado de la cuestión

Tengo que decir que, después del susto inicial y de aprender a controlar la dieta para evitar las hipoglucemias (y alguna hiperglucemia ocasional), la diabetes gestacional fue bastante sencilla de llevar. Y aunque tuve mucho miedo de necesitar insulina (más que nada porque, con la barriga hecha un cristo por culpa de la heparina, no imaginaba dónde narices me iba a pinchar una nueva inyección), finalmente, incluso pasando más de un mes en reposo, no fue necesario.

Además, guardo un recuerdo muy bonito de mis enfermeras de Endocrinología. Solía ir a las revisiones hecha un flan, preocupada por algunos de mis niveles de glucosa o, sencillamente, angustiada por el devenir de la enfermedad. El inicio del tercer trimestre fue particularmente duro: se me metió en la cabeza que las hiperglucemias se iban a descontrolar y me bloqueé muchísimo, pero ellas supieron acogerme incluso en esos momentos de caos emocional.

El tema del peso, no obstante, siempre fue controvertido. Por un lado, la matrona me insistía en que debía engordar más, y, por otro, las enfermeras me advertían de que tenía que controlarme muchísimo. La angustia era grande porque, a todo esto, yo sentía que ni una cosa ni la otra estaban en mi mano. De hecho, aunque seguía la dieta a rajatabla, solía comer menos de lo que prescribía porque las cantidades me resultaban exageradísimas (sobre todo, para la cena). A pesar de ello, empecé engordando despacio para después coger mucha más velocidad.

Son cosas que hacía mi cuerpo solo: yo no podía escoger los gramos que engordaba a la semana por mucho que me concentrara en ello. Y cuando me llamaban la atención sobre el peso, en cualquiera de los dos sentidos, no sabía cómo reaccionar, más allá de agobiarme muchísimo o echarme a temblar ante los resultados de las siguientes glucemias. Por suerte, esta esquizofrenia se calmó al final, cuando pudieron calcular los percentiles de peso de mi hija y se disiparon los fantasmas tanto del bebé macrosómico como del bebé famélico.

La última revisión con las enfermeras fue muy emotiva. Ambas vinieron a desearme lo mejor para el parto, me recordaron que podía llamarlas por teléfono si me surgía algún problema en las tres semanas que quedaban, me pidieron que les presentase a la niña cuando naciera, nos abrazamos... Después de esta experiencia, me ha quedado claro que una buena enfermera vale más que veinticinco médicos en lo que al cuidado de los pacientes se refiere.

El seguimiento de mi diabetes gestacional, sin embargo, no terminaba aquí. Tres meses después del parto, debía hacerme una nueva curva de glucosa (¡horror!) para verificar que todo había vuelto a la normalidad y descartar que fuera diabética... o no.

Confieso que después de dar a luz me desquité pero bien de los seis meses que había pasado a dieta. Todo comenzó en el propio hospital, cuando Alma me trajo una napolitana de chocolate para desayunar (por segunda vez) que, hasta el momento, ha sido el dulce que con mayor gusto me he comido en mi vida entera. A partir de ahí y durante toda la cuarentena, aquello se convirtió en una bacanal azuzada por todo aquel que me conocía: venga a traerme dulces, venga a animarme a que aprovechara... y yo venga a aprovechar.

Una vez finalizada la cuarentena, sin embargo, comprobé que el pelazo y el cutis de los que había disfrutado hasta entonces empezaban a perder su lozanía, así que entendí que el sortilegio del embarazo estaba llegando a su fin y que mis nefastas condiciones endocrinas regresaban. La cercanía de la curva de glucosa, además, me iba metiendo el miedo en el cuerpo. ¿Y si era diabética? Porque, con mis boletos y mis antecedentes, seguro que era diabética. No me quedó más remedio que empezar a cortarme con el dulce hasta que llegó el gran día.

Aunque ya habíamos pisado nuestro hospital la semana posterior al parto, cuando tuvimos que llevar a la niña para que vigilaran su peso, a medida que aparecía en el horizonte se nos volvió a poner un nudo en la garganta de recuerdos. "A ver qué nos pasa hoy", dije yo en tono de broma, para distender el momento. "Porque con la mala suerte que tengo...".

jueves, 15 de noviembre de 2018

Y... ¿cómo es ser madre con infertilidad?

Me he pensado mucho el título de esta entrada. La primera opción que se me ocurría era: "Y... ¿cómo es ser madre TRAS la infertilidad?". Pero después me di cuenta de que la infertilidad, por más paradójico que resulte, no suele terminar cuando tienes un hijo. La infertilidad, en la mayoría de los casos, es una condición de tu cuerpo que te acompaña antes, durante y después del embarazo.

Reconozco que es algo que me ha costado admitir durante todos estos años. En general, las etiquetas me resultan esencialistas y limitadoras, así que, cuando veía que otras mujeres abrazaban la de "infértil", solo quería mirar hacia otro lado. Me decía a mí misma que no tenía tanto que ver con su significado como con el hecho de colgarse un nuevo "cartelito", pero ahora ya no estoy tan segura. Supongo que no quería reconocerme como infértil porque no quería aceptar todo lo que ello implica.

Curiosamente, ahora que soy madre es cuando ya no puedo seguir mirando hacia otro lado. Ser infértil importa: antes, durante y después. Ser infértil no es como no serlo, como no haberlo sido nunca. Y aunque yo no pueda hablar por boca de todas las mujeres infértiles, porque cada una tenemos nuestras circunstancias en todos los sentidos; sí que he identificado algunos rasgos de la maternidad infértil con los que, quizá, otras mujeres en mi misma situación pueden sentirse identificadas.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El último pinchazo

The Last One | Mikhail Palinchak | Flickr

Todo pasa y todo llega, y aunque me pareciera imposible después de diez meses medicándome con heparina, el último pinchazo también llegó.

Sorprendentemente, los últimos meses de embarazo fueron un paseo en cuanto a morados se refiere. A juzgar por mi experiencia durante el primer y el segundo trimestre, había llegado a la conclusión de que, en algún momento, tendría que emigrar los pinchazos a otra zona de mi cuerpo, pues llegaría un punto en el que la tripa no daría más de sí. Para variar, sin embargo, me equivocaba. 

A medida que fui cogiendo peso, la piel de mi barriga también fue ganando grosor. Con el mayor tamaño de la tripa, además, aumentó la superficie donde hincar las agujas, lo que hizo que las dificultades disminuyeran y me evitó tener que pincharme en otro lugar. Esto no quiere decir que me librara definitivamente de los morados, pero lo cierto es que me había dibujado un panorama mental bastante chungo que, por suerte, no llegó a hacerse realidad.

Lo mejor, sin embargo, llegó a partir de la semana 36, cuando dejé de tomar el adiro. Fue entonces cuando descubrí que, en realidad, la culpa de los morados no la tiene la heparina, sino esa puñetera pastillita blanca que te deja las venas temblando. Fue dejar el adiro y, esta vez sí, los morados desaparecieron para nunca más volver.

De hecho, me había hecho unas cuantas fotos sin camiseta para guardar un recuerdo íntimo de la transformación de mi cuerpo, y la única en la que sale mi tripa inmaculada es la de los nueve meses. En todas las anteriores, la barriga aparece surcada por nubarrones de colores: verde, morado, amarillo, negro, rojo... ¡Belly painting a mí!

Según me había recomendado el inmunólogo, una vez diera a luz, debía esperar 24 horas para volver a ponerme la inyección, completando después seis semanas de profilaxis. A la hora de la verdad, hubo un carnaval de recomendaciones médicas que me hicieron recordar todo lo pasado en cuanto al tratamiento del SAF y las trombofilias. 

Primero vinieron unas enfermeras a traerme un recado de la ginecóloga para que pusiera la heparina cinco días, ni uno más. A mí, evidentemente, me entró por un oído y me salió por el otro. Otra de las doctoras que me visitó mientras estuve ingresada, me indicó que completara las seis semanas de tratamiento, pero, en el informe de alta, me pusieron solo tres.

En fin. El caso es que, como no podía ser de otra manera, yo seguí las indicaciones de mi inmunólogo y me dispuse a pasarme la cuarentena entera con las agujas a mano. Pincharse en una tripa postparto, además, es la gloria, claro: allí había piel colgona de sobra para hincar las agujas.

Lo que yo no había calibrado correctamente es el caos absoluto en que se convierte la vida con un bebé recién nacido. Así que, desde el primer momento, la hora de pincharme la heparina empezó a ser... cualquiera. Mañana, tarde, noche... Una vez superado el miedo a perder a mi pequeña, y sabiendo que la profilaxis era muy muy muy conservadora en mi caso, me relajé bastante, hasta el punto de llegar a saltarme la inyección diaria en más de una ocasión. Concretamente, me la salté cinco días, casi todos hacia el final de la cuarentena. Y es que, pasadas las primeras tres semanas, aquello se me empezó a hacer muy cuesta arriba, y más todavía cuando superé el primer mes. 

El caso es que había planeado un último pinchazo ceremonial, incluso me planteaba la posibilidad de grabarlo en vídeo, para darle al momento la importancia que se merecía. Al final, sin embargo, no hubo ceremonia ni vídeo ni nada parecido. De hecho, ni siquiera hubo último pinchazo como tal: simplemente, se me olvidó ponerme la inyección dos días seguidos, y como ya había superado la cuarentena, lo dejé :)

No puedo terminar esta entrada sin mencionar lo difícil que es deshacerse de las cajas de heparina vacías, porque, en principio, no te las aceptan en un punto Sigre de reciclaje de medicamentos debido a las agujas. Nosotras, de todas formas, hemos ido endiñándolas por las farmacias como buenamente hemos sabido, pero hemos tenido cajones (y maleteros) repletos de cajas durante meses. De hecho, todavía tenemos una caja y media guardada en el mueble del baño (con las cinco inyecciones que nunca me puse incluidas), que espero que desaparezca dentro de poco porque los cosméticos para bebés ocupan lo que no está escrito.

Y ahora que lo pienso: tal vez no hubo último pinchazo ceremonial, pero todavía estoy a tiempo de hacer algo especial con las últimas heparinas... 

Se aceptan sugerencias ;)

domingo, 30 de septiembre de 2018

Nostalgia

Resultado de imagen de otoño

Septiembre ha sido un mes cargado de nostalgia.

No he podido dejar de pensar en el año pasado, cuando por fin se cumplió mi sueño de empezar el curso embarazada. Casi a diario he recordado la tripa, que por aquel entonces ya empezaba a despuntar, pero todavía sin las molestias del final. ¡La echo tanto de menos...!

Echo terriblemente de menos la sensación de mi cuerpo bullendo de vida, echo de menos notar a mi hija moviéndose en mi interior. Recuerdo, una y otra vez, esas ecografías más tranquilas, donde nos dieron la noticia de que esperábamos una niña, donde pudimos ver su carita por primera vez.

Fue tan hermoso, tan breve, tan intenso. Me sentía tan afortunada, después de todo, después de tanto. No fue perfecto, claro, porque nada lo es nunca: estuve muy activa, pero también me sentía muy cansada, por culpa de la anemia y del insomnio que me provocaba el síndrome de piernas inquietas.

Pero llevaba a mi hija conmigo. Mi hija. Por fin era una realidad, por fin mi cuerpo me daba una tregua, pequeñita, llena de achaques, pero suficiente. Suficiente para que ella creciera y se desarrollara sana, suficiente para que yo pudiera disfrutarlo.

A veces siento pena cuando pienso en que este haya sido mi único embarazo. Veo a otras mujeres embarazadas columpiando a sus hijos mayores en el parque y pienso: "¡Ay...!". Pero también sé que este embarazo ha bastado para colmar mi necesidad de vivir esta experiencia. Que mi hija basta para formar la familia que tanto anhelaba. La angustia existencial que me carcomía por dentro ya es cosa del pasado.

Ahora mismo, mi único objetivo es recuperar las fuerzas perdidas, la energía invertida en este proceso tan largo y costoso, para poder criar a mi hija con salud y alegría. No pierdo, sin embargo, la esperanza en el futuro. He sufrido mucho pero también he sido bendecida con la mayor de las dichas: por fin entiendo que la vida es una caja de sorpresas de todo tipo y que una nunca sabe lo que queda por vivir.

Y estoy segura de que mucho de ello será bueno :)

lunes, 10 de septiembre de 2018

Parir el parto


El relato de mi parto ha sido, sin duda alguna, uno de los escritos más difíciles a los que me he enfrentado. Me ha llevado mucho tiempo, mucha ansiedad, muchas lágrimas y muchas noches en vela. De hecho, la mayor parte la escribí a altas horas de la madrugada, y si no me pilló el amanecer frente a la pantalla fue porque mi pequeña me reclamó para que le diera de mamar.

A pesar de todo ello, era necesario. Revivir cada uno de aquellos momentos, con todo detalle. Era necesario para vaciar mi mente de muchos de ellos, entregándolos a la escritura. Era necesario para que mi corazón fuera encontrando el equilibrio que, hasta hace poco, se le escapaba.

En cualquier caso, sé que este relato de mi parto es un relato sesgado. Se trata, ni más ni menos, del único que he podido hacer en este momento de mi vida. Pero mi parto es una experiencia que seguiré reelaborando, y puede que mucho de lo que he dejado entrever en la manera de escribirlo (y mucho de lo que he expresado directamente) cambie con el tiempo. Y lo sé porque no ha dejado de cambiar desde que nació mi hija.

Al principio, con el subidón posparto (un estado cuya existencia desconocía, pues pensaba que era alumbrar la placenta y lanzarse por el precipicio del bajón hormonal), todo me parecía estupendo. ¡Increíble pero cierto! Por aquel entonces, mi pensamiento se resumía en que nadie había tenido la culpa de nada. Nadie había tenido la culpa de que rompiera aguas y, como todo lo demás había sido consecuencia directa de ello, tampoco podía responsabilizar a nadie de todo lo que vino después. Con un síndrome de Estocolmo bien asentado, además, me sentía muy agradecida por casi toda la atención que recibí.

Esta situación se mantuvo durante toda la cuarentena, incluso diría que mejoró un tanto, pues con el paso del tiempo me fui sintiendo más y más afortunada. Había leído muchos relatos de mujeres que habían sufrido un parto como el mío y su experiencia había sido traumática, repleta de secuelas físicas, mentales y emocionales. Sin embargo, yo me sentía en paz con lo que me había ocurrido, ocupada como estaba en que los retos de la maternidad no me sobrepasaran.

Con el fin de la cuarentena llegó también el final de esta tregua que mi mente me estaba dando. Y empecé a volver a ese paritorio. Un día, otro día, otro día más. Volví a hablar del parto, a verbalizar lo que había ocurrido, a angustiarme. No todo había sido casualidad, no todo había estado bien. Sin previo aviso, las imágenes regresaron a mi mente: la ginecóloga entre mis piernas, el ginecólogo apretando mi abdomen. Solían visitarme justo al borde del sueño, cuando la conciencia es más vulnerable, regalándome mis primeras noches de insomnio.

Junto a estos síntomas de estrés postraumático, emergió también un sentimiento que se había estado larvando durante toda la cuarentena: la culpa. ¿Y si yo había hecho algo que precipitara el parto? ¿Y si el miedo que tenía a una inducción fue la causa, precisamente, de que rompiera aguas y la pesadilla se hiciera realidad? Y una vez en el paritorio, ¿por qué no fui capaz de empujar? ¿Cómo no pude juntar toda la fuerza de mi cuerpo para ayudar a mi hija a nacer?

Esta impotencia, además, había dejado una huella en mi cuerpo. Mi hija tenía dos meses, tres meses, y yo sentía que todavía no había parido. Mi cuerpo no hacía más que buscar fuerzas, que juntar fuerzas para empujar. A veces, me descubría en tensión, pensando: "¡Ahora!". Lo hacía mi cuerpo solo, lo anhelaba. Habían pasado cuatro meses y yo todavía empujaba.

Fue en este punto donde la escritura vino en mi ayuda. Relatar el parto me ayudó, en primer lugar, a reconciliarme conmigo misma. Todas las cosas que me echaba en cara recobraron su equilibrio. Entendí que un parto puede empezar de cualquier manera, también rompiendo aguas. Y que si los protocolos de intervencionismo médico son tan denostados es porque verdaderamente llegan a impedir que el cuerpo haga lo que sabe, como ayudar a que un bebé descienda por el canal de parto y salga.

Además, reviviendo aquellos momentos comprendí también que, cuando imaginaba el parto, siempre olvidaba un pequeño gran detalle que a la hora de la verdad marcó la diferencia: que era mi hija quien nacía. Yo me había mentalizado para centrarme en mí misma: en mis sensaciones, en mi dolor, en mi fuerza, como si mi hija fuera un personaje secundario que solo al final cobraría cierto protagonismo. 

Pero cuando realmente llegó el momento, no fue así. Muchas de las decisiones que tomé, como salir corriendo hacia el hospital, fueron pensando en el bienestar de mi hija. Acertara o me equivocara, el simple hecho de haberlas tomado pensado en ella me dice que fueron correctas. Creo que ese cambio de mentalidad fue el que realmente me convirtió en madre, pero solo he sabido verlo cuando he vuelto la mirada atrás y me he observado desde fuera.

Por otro lado, el enfado y la indignación que siento cuando pienso en la atención médica que recibí no han hecho sino aumentar durante todo este tiempo. Poco a poco he ido superando mi síndrome de Estocolmo para entender que no todo estuvo bien. Sé que en mi parto hubo una dosis exagerada de mala suerte: que Hospital Elegido estuviera lleno, que fueran precisamente esos ginecólogos los que tuvieran guardia en nuestro hospital... Pero también hubo una importante cantidad de actuaciones nefastas cuyas consecuencias he pagado en mi cuerpo, en mi mente, en mi corazón.

Hoy más que nunca confío en que sea también la escritura lo que me ayude a ordenar mis ideas para aportar un granito de arena contra esa violencia obstétrica que, entre todos, hay que conseguir erradicar.

jueves, 23 de agosto de 2018

Mi parto (y IV)

Tras hacerme el último tacto y darnos la noticia de que la dilatación por fin se aceleraba, la matrona empezó a comerme la cabeza:

–Pues estaba hablando con mi compañera de que tienes el perineo muy rígido, ¿sabes? En estos casos, solemos hacer un cortecito y así...

Como en ocasiones anteriores, no dije nada; pero es que, esta vez, ni siquiera hizo falta: ella sola dejó la frase sin acabar. Supongo que se dio cuenta de que, a pesar de mis silencios, era una persona lo suficientemente informada como para que me vendiera una episiotomía como un "cortecito" sin importancia.

Al poco de que se marchara, mi recién estrenado bienestar estalló en mil pedazos. De pronto, empecé a notar una ligera contracción en el glúteo derecho. Por un momento, creí que me lo estaba inventando, que era una especie de reflejo. Sin embargo, no tardó en repetirse y no tardó en ir a más. Al cabo de un rato, no me quedó ninguna duda: ¡las contracciones habían vuelto!

Llamamos a la matrona y le explicamos la situación. Ella me dijo que la epidural se distribuye por gravedad y que, probablemente, todo se arreglaría si me recostaba sobre el lado derecho. Así lo hicimos y, aunque noté cierto alivio al principio, a los pocos minutos el efecto se pasó y las contracciones seguían allí. Solo las notaba en el glúteo, pero volvían a ser dolorosísimas y, esta vez, me tocaba pasarlas tumbada e inmóvil, lo que era una auténtica tortura.

–Es como si el catéter se te hubiera torcido, pero... ¡es imposible!

Pues hija, si tengo todos los síntomas de una epidural lateralizada, ¡será porque la tengo! La matrona, sin embargo, defendió el trabajo de la anestesista contra toda evidencia y allí nunca apareció nadie que intentara arreglar el desaguisado. Todo lo que conseguí con mis quejas es que me fuera subiendo la dosis de epidural; así que, al final, pasé de poder mover los dos pies y sentir las piernas acorchadas (que es lo que me dijeron que tenía que notar) a perder completamente la pierna izquierda (de ahí en adelante, me la tuvieron que mover) y que se me subiera la anestesia hasta las tetas. Para colmo de males, la epidural me provocaba temblores, por lo que el panorama era desolador: tumbada en la cama, con medio cuerpo muerto, gimiendo de dolor por el otro medio y temblando sin parar.

Por eso, una hora después, sentí un alivio inmenso cuando la matrona me hizo otro tacto:

–Pero cómo no te va a doler, maja... ¡si estás en completa!

Aquello fue como oír cantar a un coro celestial. ¡La dilatación había terminado! Siete horas para cuatro centímetros, una hora para seis centímetros. Parecía que, por fin, el Parto de Murphy, en el que las tostadas siempre caían por el lado de la mantequilla, se encaminaba a su recta final.

En ese momento me acordaba de nuestra matrona del centro de salud y de sus explicaciones sobre el expulsivo: "En primerizas suele durar entre media hora y dos horas. Más sería una barbaridad...". Desde que el catéter se torció, además, yo me había estado consolando en la idea de que, si notaba las contracciones, también tendría ganas de empujar, que era otro de los motivos por los que habría preferido no ponerme la epidural. Así que, para cuando la matrona dijo lo de "Con la siguiente contracción, empuja", yo ya me había venido muy arriba. Estaba segura de que me quedaba nada y menos para terminar.

–Venga, ahora... ¡empuja!

Ni siquiera me moví. No me encontraba las ganas de empujar por ningún lado ni sabía cómo hacerlo. Tumbada en aquella cama, con la anestesia paralizándome la mayor parte del cuerpo y un tripón de 39 semanas, ¿qué pretendía que hiciera? ¿Una abdominal?

–Mira... es que no sé ni por dónde empezar.

La matrona se me quedó mirando unos instantes y, entonces, parece que se le encendió la bombilla y sacó unas agarraderas de la cama. En la siguiente contracción, las cogí con fuerza y, tirando de brazos, logré empujar... o algo parecido.

Me sentía tan inútil... Era perfectamente consciente de no estar haciendo un buen trabajo. No conseguía enfocar toda la fuerza de mi cuerpo, no era capaz de controlar mis músculos. La situación me avergonzaba y, a la vez, me llenaba de rabia. Rabia por no haber podido aprender a empujar en el curso de preparación y rabia porque aquello no se parecía en nada a lo que había imaginado.

Yo me imaginaba a cuatro patas sobre una colchoneta, sentada en la silla de partos, de pie apoyada en la cama o en Alma. Me imaginaba moviéndome, adoptando todas las posiciones que había ensayado, dejándome llevar por la fuerza de mi cuerpo, por esas ganas irrefrenables de ayudar a mi hija a nacer. Sin embargo, estaba allí tumbada, anestesiada, prácticamente inmovilizada. La matrona me daba instrucciones para empujar en apnea, "hacia el culo"; y yo seguía sus instrucciones porque no sabía qué más hacer, a pesar de la certeza que me invadía de que aquello no era lo más recomendable.

Estuve empujando cerca de una hora. La matrona me dijo que la niña venía muy bien colocada, que ya había girado la cabeza; incluso le enseñó a Alma cómo se entreveía ya su pelo (yo me quedé con las ganas de verlo porque nadie tuvo el detalle de acercarme un espejo). Al parecer, sin embargo, aún me quedaban "más de diez empujones", así que decidió dejarme descansar "media hora".

–Después vuelvo y seguimos empujando.

La verdad es que la posibilidad de "descansar" en medio del expulsivo me llamó mucho la atención, porque era algo que desconocía. En aquel momento, no obstante, me fie de su criterio, consciente como era de que mis empujones no estaban siendo todo lo efectivos que podían. Tal vez, pensaba, un pequeño descanso me ayudara a juntar las fuerzas necesarias para hacerlo mejor; a pesar de que la palabra "descanso" se me aplicaba bastante mal, ya que, debido a la lateralización de la epidural, seguía sufriendo el dolor de las contracciones y gimiendo cada pocos minutos.

La media hora pasó y por allí no apareció nadie. Alma y yo quisimos dejar un tiempo de cortesía, pero a la hora y y cuarto, valorando muy seriamente que se hubiesen olvidado de nuestra existencia, llamamos. Entonces entró una matrona distinta, y entendimos que el turno de la anterior había terminado.

Sé que fue un detalle, pero fue un detalle muy feo. Después de pasar todo el día con nosotras, de intentar que creyésemos que se esforzaba por hacer un buen trabajo (a pesar de sus comentarios fuera de lugar), de mostrarnos simpatía, confianza... simplemente, se marchó. Y, encima, habiéndonos dicho que volvería en media hora, que es algo que nunca entenderé.

¿Tan difícil era avisarnos del cambio de turno, antes de marcharse o después? ¿Tan impensable habría sido venir a despedirse de nosotras, desearnos buena suerte o algo parecido, y quedar como una señora? A mí me parece que, en ese tipo de gestos, igual que en sus comentarios, mostraba una profesionalidad más que dudosa, a pesar de su aparente fachada de matrona-molona. Entre otras cosas porque, a aquellas horas, y según ella misma nos había comentado, el mío era el único parto que estaba atendiendo.

La nueva matrona, mucho más seca, me hizo empujar unas cuantas veces, después dijo: "Vale" y se marchó. Alma y yo volvimos a quedarnos solas, sin entender qué pasaba, hasta que, más de una hora después, volvimos a llamar. En esta ocasión, vino una residente a la que ya le preguntamos, abiertamente, qué narices pasaba. Afortunadamente, ella sí que nos dio una explicación: me habían dejado en "descenso pasivo", una situación que, según ella, solo se revisaba cada dos horas.

No entendía nada. ¿En qué momento había pasado de "En media hora empujamos" a "Hasta dentro de dos horas no nos llames"? ¿Quién había decidido qué, cuándo lo había decidido y por qué no nos habían informado? Y, sobre todo, ¿era aquella la única alternativa? ¿Era la mejor, habida cuenta de que yo seguía muriéndome de dolor por las contracciones?

Cuando les recordé esto último, su única respuesta fue volver a subirme la dosis de epidural, hasta un punto en que la matrona me dijo que había llegado al tope y que ya no me podían poner más. No podía creerlo: había intentado por todos los medios minimizar la exposición de mi hija a la epidural... y allí estaba, ¡de epidural hasta las cejas!

Llevaba cerca de doce horas en el paritorio cuando se me empezó a torcer el pensamiento. Alma, para animarme, me decía que mirara el gorrito y el body que tenían preparados para nuestra niña. Desde la cama, sin embargo, no alcanzaba a verlos, y mi mente de abortadora recurrente empezó a jugarme malas pasadas. ¿Y si mi hija nunca se ponía esa ropa? ¿Y si...? Intentaba apartar esos pensamientos como quien aparta una mosca; pero, como las moscas, los pensamientos volvían. ¿Y si...?

De repente, la matrona y la residente entraron en el paritorio. La primera dijo: "Te voy a poner esto" y me colocaron un tubito de oxígeno. Y se marcharon, sin decir nada. A mí aquello me impresionó vivamente, porque nunca en mi vida me habían puesto oxígeno, y, sobre todo, porque no sabía por qué me lo habían puesto. ¿Qué pasaba? ¿Quién necesitaba oxígeno? ¿Era yo? ¿O era mi hija?

A partir de ese momento, mi intranquilidad aumentó a un ritmo exponencial. Ya no se trataba de mí, del parto que me habría gustado tener, del que no quedaba ni el recuerdo. Se trataba de mi hija, encajada en mi pelvis, sometida a contracciones brutales durante casi doce horas. Con cada contracción, los latidos de su corazón se ralentizaban: al principio, levemente, y siempre se recuperaban rápido. Pero, poco a poco, el ritmo empezó a bajar y tardaba más tiempo en recuperarse.

Mi mente empezó a embotarse. El sonido del tubo de oxígeno y el del monitor colapsaban mis sentidos. Solo podía concentrarme en respirar, respirar hondo, tratar de que mi hija obtuviera todo el oxígeno posible, para que no le pasara nada. Mil pensamientos funestos nublaban mi vista. El gorrito y el body, ¿dónde estaban? No podía verlos, no podía pensar. Rota de dolor, borracha de miedo, solo alcazaba a repetirme, como en un mantra: "Por favor, por favor, que no le pase nada".

En un primer momento, parecía que mis esfuerzos con el oxígeno funcionaban. Pero dejaron de hacerlo muy pronto. Donde el monitor había marcado un ritmo cardiaco cercano a 100, empezaron a aparecer cifras de 90, 80, 70... Y cada vez durante más tiempo, sin apenas recuperación entre contracciones. La intranquilidad se transformó en angustia y, cuando empecé a ver cifras de 60, colapsé.

Llamamos la matrona. Ya me daba igual molestar o no molestar o lo que pensaran de mí. Mi hija estaba sufriendo y no lo podía permitir. Si me hubiera podido levantar de la cama, la habría agarrado de las solapas; pero, como no podía, le hablé alto y claro sobre lo que estaba ocurriendo. Ella me dijo lo de siempre: que no me preocupara, que en todo momento estaban observando mi monitor desde otra sala y que, si detectaban cualquier problema, en "diez minutos se plantaba en el paritorio todo el equipo". Yo le insistí en que aquella situación no me daba ninguna confianza, en que estaba muy angustiaba y en que, por favor, prestaran atención al bienestar de mi hija.

Nunca sabré si mis palabras desencadenaron lo que vino después y tampoco sabré si fue para bien o para mal. Pero, "diez minutos" después de hablar con la matrona, "todo el equipo" irrumpió en el paritorio. Como no podía ser de otra manera, la marabunta iba capitaneada por ella, La Ginecóloga Deshumanizada, cuyo turno, al contrario que el de la matrona-molona, no había terminado.

Sin dirigirme la palabra, se sentó entre mis piernas y empezó a gritar órdenes:

–¡Que vengan los de Neonatos! ¡Preparadme las palas!

Ante su presencia, y a pesar del miedo que atenazaba mi garganta, me relajé. Ya estaba: en cuanto a mí, todo había salido mal. Mi cuerpo iba a sufrir un destrozo, probablemente un destrozo gordo viniendo de aquella señora; pero ya no me importaba. Yo solo quería que sacaran a mi niña, que la liberaran por fin de yugo de mi cuerpo, ese lugar hostil que parecía haber amenazado su vida desde el primer minuto hasta el último.

La Ginecóloga abrió varias bolsas de material quirúrgico y me puso unos plásticos sobre las piernas. Yo solo pensaba que aquello no tenía pinta de cesárea, porque no me habían colocado la pantalla. Alma, que hasta entonces tenía la mano sobre mi rodilla, la colocó sobre uno de los plásticos.

–¡No lo toques! –gritó La Ginecóloga, dirigiéndole la palabra por primera vez. –¡Es material estéril! ¡Y lo has contaminado!

¿Cómo quería que lo supiera? ¿Cómo quería que supiéramos nada, si nadie nos hablaba?

De pronto, vi cómo empuñaba un instrumento con forma de T. Y lo primero que pensé fue: "Me van a extirpar el útero". Y mi siguiente pensamiento fue: "Bueno, pero, primero, sacarán a mi niña". Entonces, La Ginecóloga dio la vuelta al instrumento y vi que, por el otro lado, tenía una forma parecida al tapón de una botella de leche. No, no me iban a extirpar el útero. ¡Era una ventosa!

¿Tan difícil era informarnos de ello? ¿Tan impensable haberme dicho, mientras preparaba el material: "Mira, cielo, parece que tu niña se queja, así que vamos a ayudaros con una ventosa. No te preocupes, enseguida vas a verle la carita, confía en mí"?

Supongo que sí, que es mucho pedir.

Me dijeron que empujara un par de veces. Yo hice lo que pude y, de pronto, alguien empezó a gritarme muy cerca del oído:

–¿Por qué no empujas? ¡Te he dicho que empujes!

No podía creerlo. ¡Era el ginecólogo! Otra vez ese señor al que parecía que nunca oía la primera vez que me hablaba. Como prueba de la inmensa violencia de la situación, ella, La Ginecóloga Deshumanizada, tuvo que salir en mi defensa:

–No le digas nada, que lo está haciendo muy bien.

Mi Síndrome de Estocolmo se elevó a los cielos y estalló en fuegos artificiales.

Lo siguiente que dijo fue: "Ayúdame". Y ese señor dirigió sus garras hacia mi abdomen. Yo no daba crédito. ¿También eso? ¿Me iban a hacer una Kristeller, también? No podía creerlo. ¡Era el Parto de los Horrores! ¡Y no le faltaba detalle!

–No.

Lo dije bajito, pero lo dije. Había leído tanto sobre esa maniobra, estaba tan concienciada... El ginecólogo alejó sus manos unos centímetros y me miró sin decir nada. Y entonces comprendí la situación: mi hija tenía una ventosa en la cabeza y estaba sufriendo. Definitivamente, no era el momento de discutir sobre las recomendaciones de la OMS. Así que, a pesar de haber expresado mi disconformidad con lo que estaba a punto de ocurrir, miré, literalmente, hacia otro lado.

–¡Empuja!

Yo empujé.
Él presionó.
Ella tiró.

De pronto, un torbellino de huesos atravesó mi cuerpo. Y mi hija nació.

La colocaron sobre mi abdomen. Y, por primera vez, pude ver su carita. Lloraba bajito, asustada. Yo también lloraba. "Ya pasó, mi niña, ya pasó", le dije. Estaba bien, estaba sana. Y nada más importaba.

Solo recuerdo ese momento y lo recuerdo así. No sé si tardó más en salir, no sé cuántas veces empujé, ni siquiera recuerdo cuándo le cortaron el cordón. Solo sé que, a los pocos minutos, todo el paritorio se empezó a reír. Yo no entendía nada, y Alma tuvo que explicarme que la pequeña se había hecho pis encima de mi tripa. Entonces me reí también, aunque me dio mucha pena no haber sido capaz de notarlo porque no sentía mi cuerpo. Una enfermera se acercó por mi derecha y exclamó. "¡Qué buen color!". A pesar de todo lo que había pasado, mi campeona tuvo un Apgar de 9/10.

–Quiero ver la placenta.

Abrazada a mi pequeña, empecé a sentirme persona de nuevo, a recuperar el escaso control que tenía de la situación, todavía con fuerzas para cumplir alguno de los deseos que aún albergaba sobre mi parto.

–Primero tiene que salir –dijo La Ginecóloga.
–Lo sé.

Quería verla. Quería, de alguna manera, darle las gracias por haber alimentado a mi hija durante todo ese tiempo, por haberla mantenido con vida a pesar de todas las zancadillas que le había puesto mi cuerpo. No quería que la tiraran a la basura sin rendirle un pequeño homenaje, aunque fueran mental.

No tardó en salir. Me pareció grande, poderosa, densa. De ella colgaba la bolsa donde se había desarrollado mi hija, rota por un extremo. La Ginecóloga pareció disfrutar de aquella exhibición, como si, por un momento, me considerara un ser humano, me tuviera algún respeto.

Después, empezó a coserme. La residente de matrona, un poco detrás de ella, miraba con cara de horror. En pleno colapso hormonal, a mí hasta me pareció divertido: la veía mover las agujas y el hilo y sentía que estaba cosiendo una bufanda sobre mi cuerpo. Hablaba con el ginecólogo, sin mirarme, sin dejar de dar puntadas. "Pon un dedo aquí". "Si no tuviera pelo...". "No, no creo que en su caso sea necesario". Al final me dijo: "Han sido siete puntos externos; los internos no cuentan".

"No cuentan". Su frase preferida.

Me recomendó un gel para lavarlos y se marchó. Y el ginecólogo la siguió. Los de Neonatos ya habían salido, y, al poco rato, la matrona, la residente, una mujer que limpiaba y algunas personas más se fueron también.

El paritorio quedó en penumbra, en silencio. Por fin.

Y entre besos, abrazos, sonrisas y arrullos, fuimos estrenando esa vida por la que tanto habíamos luchado.

viernes, 3 de agosto de 2018

Mi parto (III)

Qué extraño fue llegar a nuestro hospital, a un lugar tan conocido y, a la vez, tan ajeno en aquella circunstancia. Sabíamos que existía una remota posibilidad de que aquello que estábamos viviendo ocurriera, y ya habíamos planeado que, si no podía dar a luz en Hospital Elegido, iríamos a nuestro hospital. Pero, sencillamente, no queríamos estar allí.

En la admisión de urgencias se sorprendieron de que llegásemos derivadas de otro hospital. Afortunadamente, tardaron muy poco tiempo en atendernos, porque la sala de espera, al contrario que en Hospital Elegido, estaba vacía.

Me cuesta recordar esa parte de la noche: era tarde, estaba muy cansada y llevaba ya muchas horas sin dormir. El impacto de lo que vendría después, además, parece haber dejado mi cerebro sin capacidad para memorizar los detalles.

A pesar de llevar el informe de Hospital Elegido, que incluía el registro de los monitores, la ginecóloga que nos atendió decidió repetir el proceso completo. La sola idea de volver a pasar por unos monitores me resultaba agotadora. Aun así, no me quedó más remedio que dejarme enchufar a la máquina, otra vez. En esta ocasión, al menos, pedí que me permitieran sentarme en un sillón, como en Hospital Elegido, en lugar de tumbarme en una camilla de la que no me sentía con fuerzas de levantarme. 

Para entonces, mis pantalones del pijama también estaban empapados. Así que, antes de sentarme, me volví a cambiar de compresa y me los quité. Para mi desgracia, en nuestro hospital no tenían bragas desechables, y yo no me había llevado ninguna de Hospital Elegido, así que tuvimos que escarbar en la maleta para sacar las que pensaba ponerme para volver a casa, que eran prácticamente las únicas que llevaba. Y como no tenía más pantalones, me tuve que sentar en bragas, con una compresa que calaba y una sábana por encima.

Después de los monitores, me hicieron un tacto que apenas ha dejado poso en mi memoria. Alma dice recordar que la ginecóloga nos explicó que, aunque todavía no estaba de parto, la cosa tenía buena pinta, porque ya había borrado el cuello del útero en un 80%. A mí, lo de borrar el cuello me pareció rarísimo, porque entendía que, si había dilatado entre uno y dos centímetros, era porque el cuello del útero ya estaba borrado.

De los que nos dijeron a continuación sí que no he podido olvidarme: me iban a dejar ingresada hasta la mañana siguiente, y, si hacia las diez no había comenzado el parto activo, me lo inducirían. Fue la segunda gran bofetada de esta historia (aunque, increíblemente, no sería la última): después de pasarme semanas temiendo una inducción, allí estaba, segura de que me provocarían el parto.

Cuando llegamos a la habitación, había empezado a amanecer. Bajamos las persianas para intentar mantener la penumbra y Alma se acostó en el sofá. Yo me debatía entre las dos opciones que se me ocurrían en ese momento: sabía que, para favorecer el parto, debía moverme, caminar, hacer ejercicios; pero me sentía incapaz. Estaba agotada, me sentía derrotada, no encontraba fuerzas mentales ni físicas para enfrentarme al viento de mi desgracia. Además, sentía que, si no descansaba, aunque fuera un par de horas, no podría enfrentarme al parto. 

Al final, decidí recostarme en la cama, con el respaldo prácticamente vertical, para intentar que la gravedad favoreciera la dilatación mientras yo descansaba. Conseguí dormitar algunos ratos, siempre con la mano en mi vientre; dándome cuenta, muy a mi pesar, de que las contracciones no aumentaban.

Pasadas las nueve entraron con el desayuno. La mujer que lo trajo no entendía por qué manteníamos las persianas bajadas. Tratamos de explicárselo, pero a ella le dio igual:

–¡Yo así no puedo trabajar!

Y las subió hasta arriba.

Este era el tipo de cosas que yo buscaba evitar cuando decidí dar a luz en Hospital Elegido. Buscaba un ambiente donde se respetaran mis decisiones y, ya de paso, la fisiología del parto. Mantener la penumbra no era un capricho: era un intento desesperado de favorecer la producción de oxitocina. En cualquier caso, me pregunto si es tan difícil respetar el bienestar de una paciente, entiendas o no sus motivos: 

–De acuerdo: si tú estás más cómoda, subo un poco esta persiana para dejar la bandeja y me voy.

A mí me parece sencillo, no sé.

A las diez vinieron a buscarme para llevarnos al paritorio. Nos atendió una matrona que parecía muy simpática, pero cuyo lado oscuro no tardó en aparecer:

–Así que venís de Hospital Elegido... ¡Las que queréis un parto natural, luego acabáis gritando por la epidural!

Estábamos de pie, esperando en el pasillo, y el sol daba de pleno en los ventanales:

–Qué buen día hace hoy, ¿verdad?

Entiendo que son detalles, pero, para mí, arruinaban completamente el ambiente que deseaba para el parto. Mucho más cuando, desde mi punto de vista, son perfectamente evitables, y los motivos por los que resultan nocivos me parecen bastante fáciles de entender.

Sin embargo, no me quedó más remedio que relativizar su importancia, debido a lo que ocurrió a continuación. Entramos en la sala de Obstetricia y allí, como en una película del terror más oscuro, la vi. Era ella. La ginecóloga de la no-consulta en Esterilidad

No sé cómo no me desmayé, cómo no vomité, cómo no salí corriendo en pleno ataque de pánico. Hacía más de un año de aquella visita, pero yo no había olvidado su cara. Alma tampoco. Las dos nos quedamos petrificadas, evitando la mirada de la otra, como si con eso pudiésemos conseguir que aquella aparición se esfumase y nuestra mala suerte se mantuviese en límites tolerables. 

Me subí al sillón, todavía ojiplática, y la matrona me hizo un tacto:

–¡Huy, huy, huy! En Hospital Elegido han sido muy optimistas... ¿Uno o dos centímetros? ¡Pero si no has dilatado NADA!

Yo no sabía ni qué decir, estaba muda de espanto. Entonces, la matrona le pidió al otro ginecólogo que repitiera el tacto, por si acaso. "Es que él tiene los dedos más largos".

Acto seguido, el hombre empezó a gritarme:

–¡¿Por qué no bajas el culo?! ¡¡Te he dicho que lo bajes!!

Yo no tenía conciencia de que ese señor me hubiera dirigido la palabra. Hasta la matrona se quedó blanca. Por supuesto, me hizo un daño horrible para corroborar que, según su criterio, no había dilatado nada. 

Cuando salimos de allí, no hacía más que repetirme: "Si todo va bien, los ginecólogos no intervienen. Si todo va bien, no volveré a verlos". Estaba lívida, temblaba, apenas podía procesar lo que estaba ocurriendo.

La matrona me preguntó entonces si había traído el plan de parto. "No", balbuceé. Y ella me dirigió una mirada reprobatoria, del tipo: "Mucho parto natural y luego mira...".

Era mentira, claro. ¡Por supuesto que lo llevaba!. Lo había preparado concienzudamente durante varias semanas, imprimiendo hasta dos versiones; incluso se lo había mandado a las matronas por correo electrónico para que me dieran su visto bueno, como así hicieron. Pero llevaba el modelo de Hospital Elegido. Y solo de pensar en recibir más comentarios despectivos sentía que me faltaba el aire. Lo último que quería es que esa señora siguiera mofándose del parto que había planeado, así que no se lo di.

En un principio, tenía la idea de rellenar también el de nuestro hospital, para dejar el plan B bien atado y poder estar completamente tranquila. Pero, en el último momento, decidí que no lo haría. En primer lugar, porque, al lado del modelo de Hospital Elegido, el de nuestro hospital era irrisorio. Saltaba a la vista que, a pesar de incluir algunos detalles positivos (lo tremendo es que en otros hospitales todavía no lo hagan, como evitar el enema o el rasurado), su plan de parto era más postureo que otra cosa. Y, por otra parte, ¡estaba harta de los planes B! ¿Por qué me tenía que poner siempre en lo peor? ¿Por qué no confiar tranquilamente en que todo saldría, más o menos, como lo había imaginado?

Pues porque no, hija mía. Porque los planes A nunca te salen bien.

La matrona nos explicó que, una vez rota la bolsa, se pueden esperar 24 horas a que se desencadene el parto sin que haya riesgo de sepsis.

–Pero aquí nunca inducimos los partos por la noche, ¿sabes? Porque estáis muy cansadas.

Me encanta. Yo no había dormitado ni tres horas, pero ellos ya habían decidido que, por la noche, estaría mucho más cansada. Las catorce horas que me robaron me habrían permitido dormir y moverme hasta el aburrimiento, y quién sabe lo que habría ocurrido en ese caso. Pero no, yo iba a estar muy cansada, y que su turno acabara de empezar no tenía nada que ver.

–Así que Hospital Elegido estaba lleno, ¿eh? Eso aquí nunca nos pasa.

Y lo decía como si le pareciera un motivo de orgullo.

Ante sus comentarios, yo solo acertaba a poner cara de póker. Temía que, si le decía lo que pensaba, si mostraba un atisbo de incomodidad siquiera, la cosa se pusiera más fea todavía. Mi síndrome de Estocolmo no había hecho nada más que empezar, y aún alcanzaría cotas sorprendentes.

Pasamos al paritorio (donde, por supuesto, había una ventana por donde entraba un sol que cegaba) y la matrona nos trajo el consentimiento para la inducción. Después de que lo firmara, me colocó los monitores y me puso la vía para la oxitocina.

–Entonces, ¿no quieres la epidural?
–Por el momento, no. Voy a probar.

Yo sabía que las contracciones que provoca la oxitocina sintética no son para aguantarlas, pero quería retrasar la anestesia todo lo posible. La idea era no perder el movimiento para ayudar a mi hija en su camino, además de intentar reducir al máximo su exposición a la anestesia y así favorecer el comienzo de la lactancia. 

De nuevo, preferí sentarme en un sillón a recostarme en la cama, y la matrona encendió la máquina. En cuanto la perfusión empezó a hacer efecto, el monitor comenzó a marcar contracciones muy fuertes; aunque, para mí, no eran dolorosas. 

–Si quieres, luego te traigo una pelota de pilates.
–Mejor tráela ya.

La matrona iba y venía, subiendo poco a poco la cantidad de oxitocina. En un momento dado, me di cuenta de que seguir en el sillón era una tontería, así que salté sobre la pelota de pilates para empezar a moverme. A pesar de que las contracciones eran cada vez más fuertes, fue sentarme en la pelota y relajarme por completo. Por fin me sentía en casa, haciendo los ejercicios que conocía, concentrándome en fluir aunque no fuera al ritmo de mi cuerpo sino al que marcaba la máquina.

De pronto, el monitor dejó de marcar contracciones, aunque a mí me seguían doliendo. 

–¿Esta de cuánto ha sido? –le preguntaba a Alma.
–¿Cuál? Aquí no marca nada...
–¿Cómo que no? ¡Si ha sido una contracción tremenda!
–Pues aquí ponía 15...
–¿¿15?? ¿¿No será 150??

Cuando volvió la matrona, se sorprendió mucho de mi estado de relajación: efectivamente, las contracciones habían dejado de ser efectivas, por mucho que dolieran. Así que subió bastante a la oxitocina.

Ahí ya sí que la cosa se puso seria. Las contracciones eran extremadamente dolorosas y yo empecé a gemir como gemían las mujeres que sí estaban de parto. Alma alucinaba y yo, en el fondo, también: es sorprendente cómo se transforma nuestra voz en el parto, como parece que la Tierra se estremece y ruge por nuestra garganta.

El trance, sin embargo, no era completo. En la puerta de nuestro paritorio, la matrona y otras enfermeras charlaban animadamente, riéndose y pegando voces como si estuvieran en la puerta de una discoteca. Yo me moría de la rabia y apenas podía resistir las ganas de tirar los monitores al suelo y salir a llamarles la atención. ¡Era una falta de respeto absoluta! 

Parto natural, parto natural... ¡no! Lo que yo quería era un parto respetado. Lo único que pedía era RESPETO. Respeto era lo que buscaba en Hospital Elegido, y respeto era lo que no encontraba por ninguna parte en nuestro hospital.

A las seis horas (¡seis!), la matrona me hizo un tacto y me dijo que, por fin, había alcanzado los tres centímetros. Entonces entendí que tenía que pedir la epidural. Si hubiera sabido que me quedaban, ¡no sé!, dos o tres horas, quizás la habría evitado. Pero, a ese ritmo, podía tener más de diez horas por delante, y eso no era capaz de soportarlo.

–Pues sí que has aguantado –admitió la matrona cuando se lo comuniqué.

Aunque solo estábamos dos mujeres de parto, la anestesista tardó media hora en venir; un tiempo que se me hizo larguísimo, porque, una vez que tomé la decisión de pedir la epidural, cada contracción de más se me hacía un mundo. La matrona me recordó que debía estarme muy quieta, incluso aunque me viniera una contracción; yo solo pensaba que, con la mala suerte que me gasto, de fijo que me quedaba parapléjica. Por suerte, en el último momento la matrona tuvo las luces de apagar la máquina de la oxitocina mientras me pinchaban.

La anestesista era una mujer dicharachera que se puso a hablar con la matrona como si yo no estuviera allí (¡qué raro!). Por su conversación, me enteré de que ninguna de las dos tenía hijos, lo cual me llamó bastante la atención. Sobre todo, recordé la frase de la matrona sobre "gritar por la epidural" y me pareció una falta de respeto mucho más grande. ¿Cómo se daba el lujo de hablar de ese modo tan despectivo de las mujeres de parto si ella no sabía lo que se sentía...?

Por si esto fuera poco, empezaron a comentar la "buena pinta" que tenía mi caso. "Yo creo que las dos de hoy paren, ¿verdad?". A lo mejor a ellas les resultaba simpático, pero a mí me daba cien patadas. Ya me parecía terrible que hicieran quinielas con las mujeres que estábamos allí en un trance semejante, y que hablasen de parir o no parir cuando todas parimos; pero, ¿encima tenían la desfachatez de comentarlo en mi cara? ¡Era increíble!

A pesar de lo desagradable de la conversación y del miedo que yo tenía, todo fue más rápido y menos doloroso de lo que esperaba. Primero me pincharon una cantidad pequeña para comprobar que no me daba una reacción alérgica, y después me pusieron el catéter (que, según la anestesista, entró por mi espalda "como si fuera mantequilla"). Afortunadamente, la anestesia empezó a hacerme efecto de manera inmediata.

Fue el momento más agradable del día (y de la noche). Me recosté en la cama, las contracciones desaparecieron y, después de tantísimo dolor, el bienestar fue absoluto. Tanto Alma como yo aprovechamos para domir un poco y, cuando al cabo de una hora la matrona volvió para hacerme otro tacto, nos dio la buena noticia de que ya estaba de cuatro centímetros.

Pero, como no podía ser de otra manera, la felicidad fue fugaz.

(continuará...)

lunes, 30 de julio de 2018

Mi parto (II)

Llegamos a Hospital Elegido sin contratiempos. Durante el trayecto, comprobé que las contracciones no eran regulares, ni siquiera muy seguidas, y que no eran nada dolorosas. A pesar de ello, yo iba haciendo mis respiraciones, más por calmarme que por otra cosa. 

Con cada bache o movimiento brusco, me resentía bastante, y el miedo a que mi hija pudiera sufrir algún daño sin la amortiguación del líquido amniótico aumentaba. No obstante, notaba sus movimientos con normalidad, algo que me aportaba cierta calma en medio de aquella vorágine de sensaciones.

En nuestras visitas anteriores, habíamos buscado aparcamientos alternativos por si no conseguíamos dejar el coche muy cerca de la entrada; sin embargo, esa noche logramos aparcar en la misma puerta de urgencias. Estábamos muy contentas. Discutimos brevemente si dejar la maleta en el coche para volver más tarde a por ella o llevarnos todos los bártulos, y al final decidimos llevárnoslos. 

La recepción en urgencias fue muy sencilla. No tuve que explicar, como en El Simulacro, una sensación difusa de "poder estar de parto":

–He roto aguas.
–¿Estás a término?
–Sí.

Y ya está.

El rato que estuvimos en la sala de espera fue de película. Yo no quería sentarme porque me daba vergüenza dejar la silla mojada, y tampoco estaba muy incómoda de pie. Nos colocamos en un sitio discreto, pero dio igual. En apenas unos minutos, el líquido amniótico había formado un charco alrededor de mis zapatos. La gente me miraba de reojo y yo no sabía dónde meterme. Nunca olvidaré a una niña que me miraba boquiabierta con todo el descaro propio de la edad: aunque le hice alguna monería, ella apenas podía apartar la mirada del charco, señalándome y diciéndole a su padre que mirara.

En esos momentos, me acordaba de la conversación que había tenido un par de semanas antes con mi prima Oli, contándole lo que nos había explicado la matrona sobre el parto:

–Es que los partos no son como en las películas, ¿sabes? No rompes aguas y hay que ir corriendo al hospital...

Claro.

Por suerte, el escarnio no duró demasiado, y a los pocos minutos nos atendieron:

–Siéntate aquí.
–¿Es necesario?
–¿Por?
–Porque mira cómo voy...

Me quedé de pie mientras tomaban nota, y también esperé de pie a que viniera el celador que nos acompañaría a Obstetricia. En ese rato, llegó otra pareja que también estaba de parto, de quienes Alma se acordaba porque también habían estado el día de la visita guiada. 

El momento celador también fue de broma. Nos dijo que le acompañáramos y prácticamente echó a correr. Yo le seguía de cerca, como si me fuera la vida en ello, dejando mi reguerito de líquido por los pasillos. Algunos metros por detrás, Alma trataba de alcanzarnos arrastrando la maleta y la bolsa que llevábamos. Mucho más atrás, la otra pareja perdía comba con cada contracción, porque la chica tenía que pararse (¡lógicamente!) y el celador no dejaba de correr. Cuando llegamos a los ascensores, solamente quedaba yo, así que él tuvo que desandar el laberinto por donde nos había llevado (en serio: ¿quién diseña los hospitales?) y recoger a Alma y a la otra pareja.

Una vez en Obstetricia, nos tocó esperar bastante, porque la otra pareja pasó primero. Esto es algo que a Alma la saca de quicio, porque no respetar un escrupuloso orden de llegada le parece arbitrario. Yo me lo tomé con humor, aunque reconozco que llegó un momento en que la espera se me hizo muy larga.

Finalmente, pasamos a monitores. Allí terminé de comprobar lo que me temía prácticamente desde que rompí aguas: tenía muchas contracciones y eran fuertes, pero no eran de parto. Y no solo lo comprobé con la máquina: también se nos hizo evidente cuando escuchamos los gritos de otras mujeres que tenían contracciones de parto, y entendimos que eso no era lo que me estaba pasando a mí.

Otra cosa que entendí en los monitores es que estaba bastante asustada. Siempre pensé que el parto me podía dar miedo, aunque no lo sintiera durante el embarazo; pero, para variar, no calibré bien qué tipo de miedo me daría. Porque seguía sin sentir miedo a lo que podía pasarme a mí, pero tenía muchísimo miedo a lo que podía pasarle a mi hija. Y lo entendí porque, en un momento dado, en el monitor apareció la palabra "Bradicardia" y a mí casi me da un síncope.

Para entonces, ya había pasado por monitores muchas veces, y sabía que, en ocasiones, el detector del latido fetal o bien lo pierde, o bien se acopla con el tuyo y, de pronto, parece que las pulsaciones se han detenido o ralentizado muchísimo. Esa noche, sin embargo, fui incapaz de mantener la mente fría cuando ocurrió, y llamamos corriendo a la matrona para ver qué pasaba. Ella me tranquilizó, me volvió a colocar el detector y todo volvió a la normalidad.

–No te preocupes –me dijo. –Aunque no estemos aquí, estamos viendo tu monitor en una sala, y si pasa algo, nos damos cuenta enseguida.

Para mi desgracia, esta pequeña anécdota fue un auténtico mise en abîme de lo que viviría muchas horas después.

Después de los monitores, pasamos a la consulta de la matrona para que me hiciera un tacto, y con él terminó de confirmar que no estaba "de parto": había dilatado entre uno y dos centímetros, pero no se considera que existe un parto "activo" hasta los tres. Después de la exploración, la matrona nos ofreció unas bragas desechables y una compresa limpia. Consecuentemente, decidí cambiarme también de pantalones, aunque no tenía mucho dónde elegir: llevaba otros vaqueros para cuando saliera del hospital, que no podía ponerme porque los iba a mojar seguro, y los pantalones del pijama. Así que no me quedó más remedio que ponerme estos últimos.

La ginecóloga corroboró el diagnóstico de su compañera, además de recordarme que tenía el estreptococo positivo. Y entonces llegó el momento estelar de la noche:

–Tengo que daros una mala noticia: en estos momentos, tenemos todos los paritorios llenos, así que os tengo que derivar a otro hospital.

Y remató:

–Nos hemos pasado el mes entero con los paritorios vacíos, pero hoy parece que os habéis puesto todas de acuerdo: eres la cuarta mujer que derivo a otro hospital, y no creo que seas la última.

Mi cara era un poema. Estaba en shock. En mi mente, solo podía repetir: "No, no, no, por favor, no". No podía creerlo. No podía ser verdad. No me podía pasar a mí, también.

Después de informarme, de hablar con gente, de dictarles mi historial cuando fuimos a urgencias, de acudir a la visita guiada, de explicar a todo el mundo por qué quería dar a luz allí, de trasladar mi expediente a la carrera, de prepararme concienzudamente para el parto que podían ofrecerme, hasta de hacer la maleta con lo que ellos nos habían recomendado que llevásemos... nada. No podía ser.

Y yo sabía lo que eso significaba: que mi parto no se iba a parecer ¡en nada! a lo que había planeado.

La ginecóloga se deshizo en atenciones. Nos ofreció derivarnos al hospital que quisiéramos. Nos ofreció una ambulancia. Llamó a nuestro hospital (¿adónde íbamos a ir si no?) para explicarles lo que había ocurrido. Me dio empapadores, me animó a llevarme todas las compresas y bragas desechables que necesitara.

Yo apenas podía responder. Apenas podía pensar. En ese momento me abandoné, me rendí completamente. Sentía que, después de todo, ¡de TODO!, no podía seguir luchando contra la adversidad. Cinco meses después, aún siento una punzada en el estómago cuando alguien nombra Hospital Elegido, aún se me encoge el corazón cuando paso por allí.

Decidimos trasladarnos en nuestro propio coche, porque a mí se me hacía un mundo separarme de Alma o de nuestra cosas. Todavía puedo sentir el frío que me invadió cuando salí a la calle en pijama; aún recuerdo vivamente el tacto de la toalla, completamente helada, que quité de mi asiento para colocar el empapador.

Era casi las cuatro de la mañana cuando pusimos rumbo a nuestro hospital.

(continuará...)

lunes, 23 de julio de 2018

Mi parto (I)

Todo empezó en la semana 39, aunque yo no supe verlo. Caí presa de una revolución hormonal y, durante dos o tres días, me sentí como la mugre. Nuncavoyaparir, estoesunputoinfierno, porquéamí-porquéamí. Pero, como no era ni la primera ni la segunda vez que me pasaba (¡aunque sí la última!), en el momento no me pareció nada significativo.

Lo que sí me pareció significativo es que me salió un grano. Y así se lo hice saber a Alma:

–Tía, yo creo que voy a parir, porque mira qué grano...

Ella no daba crédito. He de decir que, desde finales del primer trimestre, cuando empecé la dieta para la diabetes, tenía un cutis de impresión (que seguramente nunca vuelva). Así que, ver mi piel de porcelana (bueno, tampoco era para tanto...) mancillada por un granaco me hizo pensar. Y lo que pensé es que había leído muchas historias de betaesperas positivas con grano, así que, ¿por qué no podía anunciar también el parto?

El día en que cumplíamos los nueve meses, se produjo la exacerbación máxima de un síntoma que llevaba sintiendo desde la semana 34: los calambres en las ingles. Al principio, habían sido descargas muy dolorosas, pero breves. Solía sentirlas al anochecer, normalmente antes o durante la cena, y no todos los días. Con el paso de las semanas, este síntoma empezó a intensificarse: prácticamente era diario, me daban varios calambres seguidos y, a veces, el dolor se prolongaba por las piernas.

Yo procuraba paliarlo haciendo ejercicios de los que nos habían enseñado en pilates para embarazadas: óvalos de pelvis, gatos, caballos... También intentaba algunos de los que había aprendido con la matrona, como apoyarse sobre el respaldo de una silla formando un ángulo recto. El que mejor me iba, sin duda, era el de apoyar la espalda en la pared y doblar las piernas como si estuviera sentada en una silla. No obstante, en los últimos días casi nada me aliviaba, y solía pasar un mal rato en el que incluso llegaba a gritar de dolor.

Aquella noche creí que no lo contaba. Hice todos los ejercicios mil veces, pero el dolor era insoportable. Me recuerdo apoyada en la pared del salón, con la cena a medio terminar, mirando cómo pasaban los créditos del último capítulo de la serie que estábamos viendo y expresando en alto mi hartazgo:

–¡Si de esta no se coloca, yo ya no sé lo que hace falta!

Se acercaba la medianoche y yo seguía hecha polvo. Alma se metió en la cama mientras yo repetía los ejercicios sobre la cuna y en la pared de nuestro cuarto. De pronto, el dolor cesó. Eran las doce y estaba agotada, así que yo también me metí en la cama y me dormí inmediatamente.

No había pasado ni media hora cuando me desperté de golpe, con una sensación muy fuerte de que algo se escurría por mi entrepierna. No sé cómo logré levantarme de un salto, con el tripón incorporado, y dar las cuatro zancadas que me separaban del baño, prácticamente dormida y sin saber muy bien qué pasaba. Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando, de repente, ¡¡FASSSS!! El líquido amniótico empezó a salir a borbotones.

Sentí el impulso de desnudarme de cintura para abajo, y después... nada. Me quedé mirando cómo una cantidad ingente de agua se escurría entre mis piernas e iba formando un charco en el suelo. Y digo mirando porque lo que se dice ver no veía ni torta: evidentemente, no se me había ocurrido coger las gafas mientras volaba por la habitación, y, recién levantada, mi miopía adquiere unos niveles que rozan la ceguera.

Aunque parezca mentira, me costó un rato reaccionar y entender que estaba rompiendo aguas. Entonces, recordé las indicaciones de la matrona sobre la necesidad de comprobar de qué color era el líquido amniótico. Pero, como el suelo del cuarto de baño es oscuro, no podía distinguirlo, así que me metí en la bañera, que es blanca. La verdad es que la situación era bastante cómica: desnuda de cintura para abajo, intentando agacharme para ver algo con el tripón de por medio, mientras iba dejando todo el cuarto de baño perdido. 

El caso es que no logré discernir si aquello era o no era transparente. Había jirones sanguinolentos por todas partes (después entendí que era el tapón mucoso, que se desprendió de golpe aquella noche) y no me acordaba de si el color rosado era bueno o malo. Lo que sí recordé, de pronto, es que las contracciones se intensifican tras la ruptura de la bolsa, así que me quedé paralizada, esperando, casi casi escuchando para oír si venían las contracciones infernales. 

Pero no vinieron. Así que, bastante más espabilada, me dispuse a despertar a Alma, quien, a todo esto, dormía a pierna suelta. Nada más abrir la puerta del cuarto de baño, la gata vino trotando alegremente hacia mí, pero, en cuanto vio las cataratas del Niágara que se habían desatado, salió corriendo despavorida.

–Alma.

La llamé bajito, porque no quería despertar a los vecinos.

–Alma.

La escuchaba dormir plácidamente desde el cuarto de baño.

–Alma.

Al principio me entró la risa nerviosa, pero después entendí que nos podíamos tirar así toda la noche.

–¡Alma!
–...
–¡¡Alma!!
–...
–¡¡¡ALMAAAAAA!!!

A tomar por culo los vecinos.

–¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
–¡¡¡QUE HE ROTO AGUAS!!!

A diferencia de mí, ella es capaz de ser operativa nada más levantarse, así que se puso en marcha inmediatamente. Vino al baño, comprobó el desaguisado, me trajo las gafas y unas bragas secas, y empezó a preparar la maleta. Por suerte, después de El Simulacro habíamos decidido dejar preparada la bolsa de la niña y también habíamos perfeccionado la lista con nuestras cosas, así que tardó muy poco tiempo en tenerlo todo listo.

La matrona nos había explicado que, si rompíamos aguas y estas eran claras, teníamos un margen de unas dos horas para llegar al hospital. A la hora de la verdad, sin embargo, yo no las tenía todas conmigo. Mi plan inicial era pasar la mayor parte de la dilatación en casa, pero empezar rompiendo aguas me descolocó totalmente, porque no me lo esperaba.

Parece de broma pero, de hecho, apenas dos días antes, hablando del parto con mi madre, ella me advirtió de que, probablemente, tuvieran que romperme la bolsa. "Ninguna de las mujeres de nuestra familia ha roto aguas, siempre nos han tenido que romper la bolsa. A tu abuela, a tu tía, a mí... Así que, seguramente, a ti te pasará lo mismo".

Supongo que a estas alturas no queda duda posible de que yo tengo el gen torcido de la familia. Romper aguas, aparte de impresionarme vivamente, me metió la bicha en el cuerpo. Notaba el cuerpo de mi hija con mucha más claridad, notaba también las contracciones (que no eran regulares ni dolorosas) de manera mucho más intensa, y todo ello me preocupaba.

No tenía miedo al parto, pero sí temía por el bienestar de mi hija. Que una cosa es que te digan en un curso que no pasa nada, y otra muy distinta verte en la situación. Así que ni ducha relajante ni Cristo que la fundara: necesitaba llegar al hospital cuanto antes para que me aseguraran que mi niña estaba bien. Y los escasos 20-25 minutos que tardamos en salir de casa se me hicieron eternos.

Eternos y muy incómodos. Porque el líquido amniótico no dejaba de salir. A mí me parecía imposible que solo hubiera un litro, porque un litro se había desparramado ya por el suelo del baño y por la bañera, y aquello seguía brotando como si de un manantial se tratara (¡y lo que me quedaba!). Intenté ponerme la ropa interior utilizando las compresas postparto, pero gasté tres en el intento. Cada vez que me venía una contracción o simplemente intentaba levantarme del váter, aquello se desbordaba.

Al final, me puse la cuarta compresa, me enfundé los vaqueros, me empapé de arriba abajo, y me entregué al destino. Estaba claro que, o salía así de casa, o no salía. Me acordaba mucho de una chica a la que conocí en una reunión de La Liga de la Leche, quien, hablando del parto, me aconsejó que, si rompía aguas en casa, me preparara psicológicamente. "Porque sale mucho líquido. MUCHO. No hay quien lo pare". Efectivamente, no había quien lo parara. Ni siquiera la irrisoria toalla de manos que cogí al vuelo mientras salíamos, para que no se mojara el coche.

En cuanto enfilamos la autovía para Hospital Elegido, me sentí mejor. Era un camino conocido, porque habíamos ido ya tres veces: una de prueba, otra el día de El Simulacro, y una tercera para la visita guiada. Además, la atención que iba a recibir allí me generaba una confianza plena. En breve, mi niña estaría en buenas manos.

Era lunes por la noche y hasta el viernes por la tarde no volveríamos a casa.

(continuará...)

miércoles, 11 de julio de 2018

La no-consulta en Esterilidad de la Seguridad Social

Este es uno de los episodios más desagradables de mi andadura, y, de hecho, había tomado la decisión de no contarlo. Cuando escribí esta entrada, en la que exponía mis dudas acerca de la conveniencia de relatar todas y cada una de mis experiencias con la infertilidad, me refería, concretamente, a lo que voy a explicar ahora. Para mi total y absoluta desgracia (¡y me quedo corta!), me veo obligada a contarlo para que se entienda mi parto en todo su esplendor.

Como ya expliqué en su momento, cuando, después del tercer aborto, acudí a mi doctora de cabecera para que me derivase a Ginecología y Hematología, donde probar suerte con las nuevas pruebas que me tenía que hacer; ella decidió darme una cita con Esterilidad, para que decidieran allí si debían derivarme o no. Esta decisión me dejó sin la atención médica que necesitaba en ese momento, me impidió intentar hacerme unas pruebas a las que (¡creo!) tenía derecho y, por si esto fuera poco, también hizo que viviera una experiencia médica sumamente desagradable. Una experiencia que, además, no sirvió absolutamente para nada. Para nada bueno.

La espera previa a la cita era de cinco meses, algo que daba al traste con los tiempos necesarios para el tratamiento del que nació mi hija. Sin embargo, para ser una cita con Esterilidad, me parecía muy poco tiempo; de hecho, sospeché que algo extraño pasaba cuando, además, resultó que debía acudir a un centro de especialidades y no al hospital. Como descubrí después, lo que ocurría es que, antes de tener la consulta con Esterilidad, hay que pasar por el filtro de Ginecología, donde deciden si la derivación a Esterilidad es pertinente o no.

Dejando a un lado el absurdo de que me deriven a Ginecología para que me deriven a Esterilidad para que decidan si deben derivarme a Ginecología (¡!), cuando llegó el día de la cita, acababan de pedirme nuevos análisis en Inmunología, así que pensé que, aparte de "entrar en el sistema" (que era para lo que pensaba aprovechar esta consulta), tal vez podría conseguir que me hicieran estos análisis. En cualquier caso, y después de esperar tres años para que la Seguridad Social dejara de discriminarme por ser lesbiana, lo que más deseaba era exponer mi caso. Hablar. Sentirme acogida por un servicio, la Sanidad Pública, del que soy una firme defensora.

Todos mis anhelos estallaron durante el primer minuto de la consulta. La ginecóloga no me preguntó nada, no me dejó hablar, no le importó un pimiento para qué iba yo allí. Tan solo me pidió el parte interconsulta, donde mi doctora de cabecera había escrito un escueto "Solicito valoración para Esterilidad por abortos", y me indicó que pasara detrás de la cortina y me desvistiera de cintura para abajo.

–Pero... ¿qué me van a hacer?

No entendía nada. Mi historia médica era compleja y yo llevaba una carpeta repleta de pruebas para enseñarle. No pensaba que fuera a hacerme nada, yo iba a esa consulta a hablar.

Me sentí tan vulnerable, tan pedazo de carne con ojos. Basta decir que, por aquel entonces, acababa de pasar por el trauma de la segunda biopsia de endometrio, esa carnicería a la que me sometieron tras la histeroscopia diagnóstica. Eso, por no hablar de las otras chorrocientas pruebas (citologías, exudados, una histerosalpingografía, otra biopsia de endometrio) que llevaba perfectamente documentadas en mi carpeta. Pero la ginecóloga no sabía nada de todo aquello porque no se había molestado en preguntarme, en hablar conmigo.

Lo primero que hizo fue gritarme, claro. Gritarme por no estar relajada mientras hundía sus dedos en mi cuerpo, mientras manejaba un ecógrafo sin ningún respeto por mi condición de ser humano:

–¡Estás tensa! ¡Mira tus piernas! ¡Yo así no puedo trabajar! ¡No puedo!

Todavía hoy, más de un año después, se me escapan las lágrimas al recordarlo. 

Pero entonces no lloré. No quise darle el gusto. Tan solo miré para otro lado mientras ella me sometía a aquella retahíla de vejaciones, y tomé una decisión: nunca más. Nunca más me prestaría a otra prueba ginecológica inútil. Estaba más que comprobado que mi problema no residía en el útero. Si alguna vez algún médico intentaba volver a ecografiarme, medirme el útero, meter sus dedos en mi vagina, simplemente diría que no. ¡Que no! Me negaría. 

Yo, que tanto me había preguntado dónde debía establecer los límites de esta aventura médica, me topé de golpe con uno. Porque, efectivamente, los límites existen, y son evidentes cuando te los encuentras. Afortunadamente, aquel pensamiento, aquella pequeña revolución, ese paréntesis en el absurdo, me hizo sentir empoderada, liberada, dueña de un trocito de mi existencia en medio del pavoroso huracán de la infertilidad.

Solo cuando salí de detrás de la cortina, empezaron las preguntas.

–¿Te quedaste embarazada de forma natural?

Claro. Cuando no te has dignado a mantener una mínima conversación con la persona que tienes enfrente, todo se vuelve ridículo. Después de que me ensartara como a un pincho moruno, tuve que explicarle que no, que yo era lesbiana, que aquella mujer que me acompañaba no era ni mi amiga ni mi hermana, sino mi pareja, y que si acudíamos ahora por primera vez a la Seguridad Social, era porque, hasta entonces, habíamos sido discriminadas por nuestra orientación sexual. Motivo por el cual nos habíamos visto obligadas a realizar nueve tratamientos en dos clínicas privadas, junto a un número importante de pruebas médicas que nos habrían permitido ahorrarnos el episodio de violencia ginecológica que acababa de acontecer.

Esto último no lo expresé con esas palabras, pero creo que se entendió.

Entonces pasó a preguntarme por mis abortos. En cuanto le dije con cuántas semanas había perdido el segundo embarazo, le faltó tiempo para asestarme una nueva puñalada:

–¡Ese no cuenta!

Sé que en la Seguridad Social tienen el "protocolo" de ignorar cualquier embarazo que no haya podido ser documentado mediante una ecografía; pero eso no lo hace menos doloroso. En este caso, además, la ginecóloga parecía contenta de ningunear mi experiencia, como si hubiera salido el número que le faltaba para cantar bingo. A regañadientes, no obstante, apuntó en el informe este aborto y el siguiente.

Luego me dijo que me iba a mandar unos análisis. Así, "unos análisis". Y ahí, ya, me planté. Si no eran los análisis que necesitaba, no iba a hacérmelos. No iba a esperar semanas, a perder otra mañana, a volver a esperar semanas... para que me dijeran, ¡no sé!, que tengo Síndrome de Ovarios Poliquísticos. Eso ya lo sabía. Sabía muchas cosas. Estaba en el nivel de complejidad que estaba y no iba a retroceder.

–Pero, ¿de qué son los análisis? Porque yo ya tengo muchas pruebas hechas.
–Pues de hormonas.
–Ya, pero, ¿de qué hormonas?
–Pues hormonas.

Era evidente que me estaba tratando como a una imbécil, y yo no podía más. Tres años y un máster involuntario en bioquímica me impedían seguir manteniendo ese diálogo de besugos. Así que puse la carpeta encima de la mesa, saqué todo el taco de pruebas y, muy despacio, volví a repetir la pregunta:

–¿Qué hor-mo-nas?

Ella resopló y me dijo algunos ejemplos, esperando, sin duda alguna, que yo me quedara boquiabierta como una gilipollas. Pero no fue así. Rebusqué entre mis papeles y los fui sacando todos, uno tras otro. El perfil hormonal básico, el del SOP, el estudio de trombofilia, el cariotipo, anticuerpos variados, celiaquía, tiroides, vitamina D... Etcétera. Ella se los iba pasando a la enfermera para que tomara nota. Cuando terminamos, me dijo que ya no me iba a mandar los análisis. Que lo tenía todo. ¡Menuda sorpresa!

Así que, por fin, me dio el volante para solicitar la consulta con Esterilidad. En cuanto salí por la puerta, me puse a llorar. A llorar y a gritar, que se me escuchaba por todo el centro de salud. Pero me dio igual. Aquello había sido el colmo de los colmos, un maltrato físico y emocional, un insulto a mi inteligencia, a mi dignidad. Y lo peor de todo: había sido inútil. Completamente inútil.

Estábamos en enero y la cita con Esterilidad nos la dieron para noviembre: esos tiempos sí que me cuadraban. Por suerte, para cuando llegó yo ya estaba embarazada de seis meses. Aun así, me dieron ganas de ir. Quería, sencillamente, ocupar mi espacio, ese espacio que se me había hurtado durante tanto tiempo. Al final, sin embargo, Alma me convenció de que era mucho más solidario anular la cita para que otra familia pudiera aprovecharla. Y así lo hice. O, al menos, así intenté hacerlo, porque ponerse en contacto telefónico con el hospital se reveló como una tarea inútil.

Relatar este episodio me recuerda cuánto hay todavía que sanar en mi interior, cuánto dolor he acumulado a lo largo de estos años. Ni siquiera la existencia de mi hija, una culminación grandiosa para todo este proceso, ha logrado realizar el milagro. Supongo que necesito tiempo, mucho tiempo. Y escribir mucho, ¡muchísimo!, sobre todo ello.

viernes, 6 de julio de 2018

La tripa crece (final)

Un hurra por mi camiseta, que aguantó hasta el final :)

Hace unos días recordábamos con unas amigas la llegada del primer bebé a nuestro grupo, seis años atrás. Estuvimos viendo unas fotos de la última vez que nos juntamos antes de que naciera, y a mí me vino a la memoria una conversación que tuve con su mamá. Al preguntarle qué tal se encontraba, cómo se sentía, ella me dijo que no veía el momento de librarse de la tripa. 

Reconozco que su respuesta me dejó muy impactada. Podía entender que tuviera ganas de conocer a su bebé, pero, ¿librarse de la tripa? ¿Por qué, si era algo maravilloso? Por aquel entonces, yo ya llevaba un tiempo sintiendo la urgencia de ponerme en camino, de vivir un embarazo, y no me imaginaba teniendo la necesidad de abandonar ese estado cuanto antes.

Es una de tantas cosas que no entiendes hasta que te pasa. Porque, a pesar de haber recorrido un camino largo y tortuoso, llegado el final de mi  propio embarazo, yo tampoco veía el momento de librarme de la tripa :)

Supongo que fue una mezcla de muchas cosas. Cuando empecé el reposo, todavía tenía una tripa manejable y me sentía con fuerzas para llevarla. Sin embargo, cuando el reposo terminó, aquello había crecido muchísimo y mi tono muscular estaba bajo mínimos. Y aunque hubo momentos durante las últimas semanas en que me sentí llena de energía, mucho más capaz que en las semanas anteriores, lo cierto es que, finalmente, mi tripa se volvió un fardo inmanejable.

Como suele pasar, lo peor era tumbarse en la cama. La verdad es que fue entonces cuando empecé a profundizar en el respeto que merece nuestro útero, porque había veces en que, intentando darme la vuelta, no entendía cómo mi tripa no se rajaba y el bebé se escurría por un lado. Para maniobrar de esa manera, tenía que sujetarme la tripa con las dos manos, empujándola al compás del resto de mi cuerpo; cada vez que lo hacía, podía notar perfectamente el contorno de mi hija, su peso en mis manos, y no daba crédito a que todo aquello (el bebé, la placenta, los miles de litros de líquido amniótico) estuviera firmemente contenido por un órgano que, en su estado normal, apenas tiene el tamaño de una pera (!).

Lo cierto es que sentía unas ganas irrefrenables de parir. Así, llanamente: ganas de parir. Era algo que me llamaba mucho la atención, porque yo pensaba que, según se acercara el momento, me iría asustando. Sobre todo porque, durante el embarazo, apenas había sentido miedo hacia el parto. Quizá un poco, al cumplir los seis meses, cuando entendí que aquello ya era imparable y que el final se acercaba. Pero enseguida me puse a leer como una loca sobre el parto, y se me pasó el susto. Así que yo pensaba que todo el miedo saldría al final; pero no, fue al contrario: no veía el momento de empezar a sentir contracciones y saber que el momento había llegado.

Mis ganas de parir también estaban causadas por un miedo que sí que tenía: el de no ponerme de parto y que me lo tuvieran que inducir. Necesitaba sentir que mi cuerpo estaba listo para tranquilizarme sobre la posibilidad de que no lo consiguiera.

Esto me trajo mucho malestar durante las últimas semanas. Las recomendaciones, las advertencias que te hacen hacia el final del embarazo, tuvieron en mí el efecto de hacerme sentir responsable sobre lo que mi cuerpo hacía o dejaba de hacer. Focalicé toda mi ansiedad en lo que más me costaba, que era salir a dar un paseo cada tarde. Estábamos en pleno febrero, hacía un frío de mil demonios, anochecía temprano y yo tenía una tripa que parecía que me había tragado un elefante. Ahora entiendo que me costara andar, y mucho más hacerlo sola. Pero entonces solo me machacaba pensando que, si no caminaba, no me pondría de parto, y que, si me lo inducían, sería por mi culpa.

De verdad que hoy pienso que no es así para nada. El embarazo, desde el principio hasta el final, es un mecanismo bastante autónomo, que, para bien y para mal, no podemos dirigir mediante nuestra voluntad. Una cosa es potenciar nuestra salud, que es una idea estupenda, y otra, pretender controlar el desarrollo de nuestra gestación, algo imposible. Y a mí me parece que esos discursos tan abundantes sobre todo lo que debes hacer para preparar tu parto no hacen honor a la verdad de nuestros cuerpos, sino que nos cargan con una responsabilidad que ya quisiéramos que fuera nuestra.

A comienzos de la semana 38 tuvimos la que sería nuestra última revisión médica. Todo iba muy bien: en el monitor ya se registraban más contracciones y nuestra niña había alcanzado un peso estupendo: 3,100 kg. En esta ocasión había una estudiante de prácticas, así que la ginecóloga, que no era la que nos había atendido anteriormente, quiso enseñarle alguna cosa especial durante la ecografía. Y lo que vimos fue a nuestra pequeña bebiendo líquido amniótico. ¡Fue tan bonito...! Solo pudimos ver sus labios y su lengua, porque el resto de la cara seguía fuera del alcance de los ultrasonidos, pero fue una imagen hermosísima con la que despedirnos de la vida intrauterina de nuestra hija.

La belleza de esta imagen, sin embargo, no nos distrajo de nuestro objetivo principal, que era consultar sobre la necesidad de inducir el parto en la semana 40 debido a mi SAF. Afortunadamente, esta ginecóloga no estaba de acuerdo con un protocolo semejante, y nos explicó que, en mi caso, el único motivo para inducir el parto antes de tiempo sería que el bebé fuera macrosómico a causa a la diabetes; cosa que, evidentemente, no estaba ocurriendo, por lo que no había ninguna razón para no esperar hasta pasadas las 41 semanas.

Aquello me dejó más tranquila, pero reconozco que ya tenía la bicha metida en el cuerpo y que nada ni nadie me devolvería la confianza perdida. Supongo que esto no dice mucho a favor de mi equilibrio emocional, pero, ¿acaso no es evidente que mi equilibrio emocional, después de todo, pendía de un hilo delicado, fino, casi inexistente...?

El caso es que, esta vez, la visita podría haber sido redonda, pero entonces, seguramente, no habría sido una de mis visitas. En esta ocasión, le tocó a la matrona romper el embrujo: "Por cierto, tienes el estreptococo positivo". ¡Ag! ¡Qué puedo decir...! La noticia me entró por un oído y me salió por el de enfrente, porque mi capacidad para asumir diagnósticos adversos se había desbordado hacía ya mucho tiempo.

Sabía que eso implicaba estar atada a un gotero durante el parto, algo que, definitivamente, no formaba parte de mis planes. A esas alturas, sin embargo, ya no me encontraba las fuerzas para enfrentarme a la adversidad. Tenía la sensación de que cada cosa que me buscaban, la encontraban; así que solo podía esperar a que el embarazo acabara cuanto antes para que no me diagnosticaran nada más.

Y aunque yo no daba un duro por ello, lo cierto es que el embarazo estaba llegando a su final. De hecho, la nueva paranoia que me entró en la semana 38 fue que la niña, después de haber estado colocada, al menos, desde la semana dieciséis, se hubiera dado la vuelta. Porque, de alguna manera, la notaba distinta; y creía que, con mi mala suerte característica, se habría puesto de nalgas o en cualquier otra postura semejante que impidiera, siquiera, intentar un parto natural.

Pero no. Lo que mi pequeña hacía era prepararse para salir :)