lunes, 23 de julio de 2018

Mi parto (I)

Todo empezó en la semana 39, aunque yo no supe verlo. Caí presa de una revolución hormonal y, durante dos o tres días, me sentí como la mugre. Nuncavoyaparir, estoesunputoinfierno, porquéamí-porquéamí. Pero, como no era ni la primera ni la segunda vez que me pasaba (¡aunque sí la última!), en el momento no me pareció nada significativo.

Lo que sí me pareció significativo es que me salió un grano. Y así se lo hice saber a Alma:

–Tía, yo creo que voy a parir, porque mira qué grano...

Ella no daba crédito. He de decir que, desde finales del primer trimestre, cuando empecé la dieta para la diabetes, tenía un cutis de impresión (que seguramente nunca vuelva). Así que, ver mi piel de porcelana (bueno, tampoco era para tanto...) mancillada por un granaco me hizo pensar. Y lo que pensé es que había leído muchas historias de betaesperas positivas con grano, así que, ¿por qué no podía anunciar también el parto?

El día en que cumplíamos los nueve meses, se produjo la exacerbación máxima de un síntoma que llevaba sintiendo desde la semana 34: los calambres en las ingles. Al principio, habían sido descargas muy dolorosas, pero breves. Solía sentirlas al anochecer, normalmente antes o durante la cena, y no todos los días. Con el paso de las semanas, este síntoma empezó a intensificarse: prácticamente era diario, me daban varios calambres seguidos y, a veces, el dolor se prolongaba por las piernas.

Yo procuraba paliarlo haciendo ejercicios de los que nos habían enseñado en pilates para embarazadas: óvalos de pelvis, gatos, caballos... También intentaba algunos de los que había aprendido con la matrona, como apoyarse sobre el respaldo de una silla formando un ángulo recto. El que mejor me iba, sin duda, era el de apoyar la espalda en la pared y doblar las piernas como si estuviera sentada en una silla. No obstante, en los últimos días casi nada me aliviaba, y solía pasar un mal rato en el que incluso llegaba a gritar de dolor.

Aquella noche creí que no lo contaba. Hice todos los ejercicios mil veces, pero el dolor era insoportable. Me recuerdo apoyada en la pared del salón, con la cena a medio terminar, mirando cómo pasaban los créditos del último capítulo de la serie que estábamos viendo y expresando en alto mi hartazgo:

–¡Si de esta no se coloca, yo ya no sé lo que hace falta!

Se acercaba la medianoche y yo seguía hecha polvo. Alma se metió en la cama mientras yo repetía los ejercicios sobre la cuna y en la pared de nuestro cuarto. De pronto, el dolor cesó. Eran las doce y estaba agotada, así que yo también me metí en la cama y me dormí inmediatamente.

No había pasado ni media hora cuando me desperté de golpe, con una sensación muy fuerte de que algo se escurría por mi entrepierna. No sé cómo logré levantarme de un salto, con el tripón incorporado, y dar las cuatro zancadas que me separaban del baño, prácticamente dormida y sin saber muy bien qué pasaba. Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando, de repente, ¡¡FASSSS!! El líquido amniótico empezó a salir a borbotones.

Sentí el impulso de desnudarme de cintura para abajo, y después... nada. Me quedé mirando cómo una cantidad ingente de agua se escurría entre mis piernas e iba formando un charco en el suelo. Y digo mirando porque lo que se dice ver no veía ni torta: evidentemente, no se me había ocurrido coger las gafas mientras volaba por la habitación, y, recién levantada, mi miopía adquiere unos niveles que rozan la ceguera.

Aunque parezca mentira, me costó un rato reaccionar y entender que estaba rompiendo aguas. Entonces, recordé las indicaciones de la matrona sobre la necesidad de comprobar de qué color era el líquido amniótico. Pero, como el suelo del cuarto de baño es oscuro, no podía distinguirlo, así que me metí en la bañera, que es blanca. La verdad es que la situación era bastante cómica: desnuda de cintura para abajo, intentando agacharme para ver algo con el tripón de por medio, mientras iba dejando todo el cuarto de baño perdido. 

El caso es que no logré discernir si aquello era o no era transparente. Había jirones sanguinolentos por todas partes (después entendí que era el tapón mucoso, que se desprendió de golpe aquella noche) y no me acordaba de si el color rosado era bueno o malo. Lo que sí recordé, de pronto, es que las contracciones se intensifican tras la ruptura de la bolsa, así que me quedé paralizada, esperando, casi casi escuchando para oír si venían las contracciones infernales. 

Pero no vinieron. Así que, bastante más espabilada, me dispuse a despertar a Alma, quien, a todo esto, dormía a pierna suelta. Nada más abrir la puerta del cuarto de baño, la gata vino trotando alegremente hacia mí, pero, en cuanto vio las cataratas del Niágara que se habían desatado, salió corriendo despavorida.

–Alma.

La llamé bajito, porque no quería despertar a los vecinos.

–Alma.

La escuchaba dormir plácidamente desde el cuarto de baño.

–Alma.

Al principio me entró la risa nerviosa, pero después entendí que nos podíamos tirar así toda la noche.

–¡Alma!
–...
–¡¡Alma!!
–...
–¡¡¡ALMAAAAAA!!!

A tomar por culo los vecinos.

–¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
–¡¡¡QUE HE ROTO AGUAS!!!

A diferencia de mí, ella es capaz de ser operativa nada más levantarse, así que se puso en marcha inmediatamente. Vino al baño, comprobó el desaguisado, me trajo las gafas y unas bragas secas, y empezó a preparar la maleta. Por suerte, después de El Simulacro habíamos decidido dejar preparada la bolsa de la niña y también habíamos perfeccionado la lista con nuestras cosas, así que tardó muy poco tiempo en tenerlo todo listo.

La matrona nos había explicado que, si rompíamos aguas y estas eran claras, teníamos un margen de unas dos horas para llegar al hospital. A la hora de la verdad, sin embargo, yo no las tenía todas conmigo. Mi plan inicial era pasar la mayor parte de la dilatación en casa, pero empezar rompiendo aguas me descolocó totalmente, porque no me lo esperaba.

Parece de broma pero, de hecho, apenas dos días antes, hablando del parto con mi madre, ella me advirtió de que, probablemente, tuvieran que romperme la bolsa. "Ninguna de las mujeres de nuestra familia ha roto aguas, siempre nos han tenido que romper la bolsa. A tu abuela, a tu tía, a mí... Así que, seguramente, a ti te pasará lo mismo".

Supongo que a estas alturas no queda duda posible de que yo tengo el gen torcido de la familia. Romper aguas, aparte de impresionarme vivamente, me metió la bicha en el cuerpo. Notaba el cuerpo de mi hija con mucha más claridad, notaba también las contracciones (que no eran regulares ni dolorosas) de manera mucho más intensa, y todo ello me preocupaba.

No tenía miedo al parto, pero sí temía por el bienestar de mi hija. Que una cosa es que te digan en un curso que no pasa nada, y otra muy distinta verte en la situación. Así que ni ducha relajante ni Cristo que la fundara: necesitaba llegar al hospital cuanto antes para que me aseguraran que mi niña estaba bien. Y los escasos 20-25 minutos que tardamos en salir de casa se me hicieron eternos.

Eternos y muy incómodos. Porque el líquido amniótico no dejaba de salir. A mí me parecía imposible que solo hubiera un litro, porque un litro se había desparramado ya por el suelo del baño y por la bañera, y aquello seguía brotando como si de un manantial se tratara (¡y lo que me quedaba!). Intenté ponerme la ropa interior utilizando las compresas postparto, pero gasté tres en el intento. Cada vez que me venía una contracción o simplemente intentaba levantarme del váter, aquello se desbordaba.

Al final, me puse la cuarta compresa, me enfundé los vaqueros, me empapé de arriba abajo, y me entregué al destino. Estaba claro que, o salía así de casa, o no salía. Me acordaba mucho de una chica a la que conocí en una reunión de La Liga de la Leche, quien, hablando del parto, me aconsejó que, si rompía aguas en casa, me preparara psicológicamente. "Porque sale mucho líquido. MUCHO. No hay quien lo pare". Efectivamente, no había quien lo parara. Ni siquiera la irrisoria toalla de manos que cogí al vuelo mientras salíamos, para que no se mojara el coche.

En cuanto enfilamos la autovía para Hospital Elegido, me sentí mejor. Era un camino conocido, porque habíamos ido ya tres veces: una de prueba, otra el día de El Simulacro, y una tercera para la visita guiada. Además, la atención que iba a recibir allí me generaba una confianza plena. En breve, mi niña estaría en buenas manos.

Era lunes por la noche y hasta el viernes por la tarde no volveríamos a casa.

(continuará...)

4 comentarios:

  1. Odioooo tus entradas interruptuuuuuus! jajajaja! Que es broma, pero es que nos dejas con la miel en los labios! Tengo taaantas ganas de leer tu parto! Hasta la próxima

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  2. Jajajaja... Sin embargo, a mí me encantan tus comentarios ;) ¡Gracias por pasarte por aquí!

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  3. Por fin la entrada tan esperada, me dio tiempo hasta dar a luz jajaja
    De un dia para otro nos dijeron cesárea y nació a las 36 semanas, chiquitín de 2200 pero no necesito incubadora. Es cierto que sabíamos ue tiene que nacer antes ya que tenía un CIR 1 un y un percentil bajo, pero aun así nos pilló por sorpresa.
    Madre mia la aventura que os ha tocado en el parto, esperare el final :)
    Besos, María

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  4. ¡Hola María! ¡Enhorabuena! Me alegra que ya tengáis a vuestro peque con vosotros. Al principio a veces les cuesta coger peso, pero ya verás cómo, cuando menos te lo esperes, empezará a engordar y crecer sin parar ;)

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¡Muchas GRACIAS por vuestros comentarios!