Tengo que decir que, después del susto inicial y de aprender a controlar la dieta para evitar las hipoglucemias (y alguna hiperglucemia ocasional), la diabetes gestacional fue bastante sencilla de llevar. Y aunque tuve mucho miedo de necesitar insulina (más que nada porque, con la barriga hecha un cristo por culpa de la heparina, no imaginaba dónde narices me iba a pinchar una nueva inyección), finalmente, incluso pasando más de un mes en reposo, no fue necesario.
Además, guardo un recuerdo muy bonito de mis enfermeras de Endocrinología. Solía ir a las revisiones hecha un flan, preocupada por algunos de mis niveles de glucosa o, sencillamente, angustiada por el devenir de la enfermedad. El inicio del tercer trimestre fue particularmente duro: se me metió en la cabeza que las hiperglucemias se iban a descontrolar y me bloqueé muchísimo, pero ellas supieron acogerme incluso en esos momentos de caos emocional.
El tema del peso, no obstante, siempre fue controvertido. Por un lado, la matrona me insistía en que debía engordar más, y, por otro, las enfermeras me advertían de que tenía que controlarme muchísimo. La angustia era grande porque, a todo esto, yo sentía que ni una cosa ni la otra estaban en mi mano. De hecho, aunque seguía la dieta a rajatabla, solía comer menos de lo que prescribía porque las cantidades me resultaban exageradísimas (sobre todo, para la cena). A pesar de ello, empecé engordando despacio para después coger mucha más velocidad.
Son cosas que hacía mi cuerpo solo: yo no podía escoger los gramos que engordaba a la semana por mucho que me concentrara en ello. Y cuando me llamaban la atención sobre el peso, en cualquiera de los dos sentidos, no sabía cómo reaccionar, más allá de agobiarme muchísimo o echarme a temblar ante los resultados de las siguientes glucemias. Por suerte, esta esquizofrenia se calmó al final, cuando pudieron calcular los percentiles de peso de mi hija y se disiparon los fantasmas tanto del bebé macrosómico como del bebé famélico.
La última revisión con las enfermeras fue muy emotiva. Ambas vinieron a desearme lo mejor para el parto, me recordaron que podía llamarlas por teléfono si me surgía algún problema en las tres semanas que quedaban, me pidieron que les presentase a la niña cuando naciera, nos abrazamos... Después de esta experiencia, me ha quedado claro que una buena enfermera vale más que veinticinco médicos en lo que al cuidado de los pacientes se refiere.
El seguimiento de mi diabetes gestacional, sin embargo, no terminaba aquí. Tres meses después del parto, debía hacerme una nueva curva de glucosa (¡horror!) para verificar que todo había vuelto a la normalidad y descartar que fuera diabética... o no.
Además, guardo un recuerdo muy bonito de mis enfermeras de Endocrinología. Solía ir a las revisiones hecha un flan, preocupada por algunos de mis niveles de glucosa o, sencillamente, angustiada por el devenir de la enfermedad. El inicio del tercer trimestre fue particularmente duro: se me metió en la cabeza que las hiperglucemias se iban a descontrolar y me bloqueé muchísimo, pero ellas supieron acogerme incluso en esos momentos de caos emocional.
El tema del peso, no obstante, siempre fue controvertido. Por un lado, la matrona me insistía en que debía engordar más, y, por otro, las enfermeras me advertían de que tenía que controlarme muchísimo. La angustia era grande porque, a todo esto, yo sentía que ni una cosa ni la otra estaban en mi mano. De hecho, aunque seguía la dieta a rajatabla, solía comer menos de lo que prescribía porque las cantidades me resultaban exageradísimas (sobre todo, para la cena). A pesar de ello, empecé engordando despacio para después coger mucha más velocidad.
Son cosas que hacía mi cuerpo solo: yo no podía escoger los gramos que engordaba a la semana por mucho que me concentrara en ello. Y cuando me llamaban la atención sobre el peso, en cualquiera de los dos sentidos, no sabía cómo reaccionar, más allá de agobiarme muchísimo o echarme a temblar ante los resultados de las siguientes glucemias. Por suerte, esta esquizofrenia se calmó al final, cuando pudieron calcular los percentiles de peso de mi hija y se disiparon los fantasmas tanto del bebé macrosómico como del bebé famélico.
La última revisión con las enfermeras fue muy emotiva. Ambas vinieron a desearme lo mejor para el parto, me recordaron que podía llamarlas por teléfono si me surgía algún problema en las tres semanas que quedaban, me pidieron que les presentase a la niña cuando naciera, nos abrazamos... Después de esta experiencia, me ha quedado claro que una buena enfermera vale más que veinticinco médicos en lo que al cuidado de los pacientes se refiere.
El seguimiento de mi diabetes gestacional, sin embargo, no terminaba aquí. Tres meses después del parto, debía hacerme una nueva curva de glucosa (¡horror!) para verificar que todo había vuelto a la normalidad y descartar que fuera diabética... o no.
Confieso que después de dar a luz me desquité pero bien de los seis meses que había pasado a dieta. Todo comenzó en el propio hospital, cuando Alma me trajo una napolitana de chocolate para desayunar (por segunda vez) que, hasta el momento, ha sido el dulce que con mayor gusto me he comido en mi vida entera. A partir de ahí y durante toda la cuarentena, aquello se convirtió en una bacanal azuzada por todo aquel que me conocía: venga a traerme dulces, venga a animarme a que aprovechara... y yo venga a aprovechar.
Una vez finalizada la cuarentena, sin embargo, comprobé que el pelazo y el cutis de los que había disfrutado hasta entonces empezaban a perder su lozanía, así que entendí que el sortilegio del embarazo estaba llegando a su fin y que mis nefastas condiciones endocrinas regresaban. La cercanía de la curva de glucosa, además, me iba metiendo el miedo en el cuerpo. ¿Y si era diabética? Porque, con mis boletos y mis antecedentes, seguro que era diabética. No me quedó más remedio que empezar a cortarme con el dulce hasta que llegó el gran día.
Aunque ya habíamos pisado nuestro hospital la semana posterior al parto, cuando tuvimos que llevar a la niña para que vigilaran su peso, a medida que aparecía en el horizonte se nos volvió a poner un nudo en la garganta de recuerdos. "A ver qué nos pasa hoy", dije yo en tono de broma, para distender el momento. "Porque con la mala suerte que tengo...".
Aunque ya habíamos pisado nuestro hospital la semana posterior al parto, cuando tuvimos que llevar a la niña para que vigilaran su peso, a medida que aparecía en el horizonte se nos volvió a poner un nudo en la garganta de recuerdos. "A ver qué nos pasa hoy", dije yo en tono de broma, para distender el momento. "Porque con la mala suerte que tengo...".
No lo pensaba de verdad. Al fin y al cabo, una curva de glucosa postparto no podía ser peor que dos curvas de glucosa embarazada. Y yo había sobrevivido a una sobrecarga de 100 mg. en la que se me puso la glucosa a más de 300. Nada podía ser peor que eso, estaba segura.
La enfermera que me hizo el primer análisis era muy maja, aunque parecía un poco despistada. Empezó preguntándome de cuántas semanas estaba. Creo que fue una de las primeras veces en que se me encogió el corazón de nostalgia por el embarazo. De repente, me inundaron un montón de recuerdos y a punto estuve de echarme a llorar, de alegría y tristeza al mismo tiempo: alegría, por el inmenso privilegio de haberlo vivido; tristeza, porque lo más probable es que no vuelva a vivirlo otra vez.
–No, si yo vengo a hacerme la curva postparto...
–Ay, hija, perdona.
No fue la única vez que metió la pata. "Dentro de una hora te hago el siguiente". "¿Dentro de una hora?", pregunté yo. "¿No era a las dos horas?". Me lo habían explicado en la consulta y lo ponía en la propia cita, pero la enfermera insistió y yo ya tenía bastante con lo mío como para ponerme a discutir. Tenía que haberme dado cuenta, sin embargo, de que la tragedia se mascaba en el aire.
Beberme el veneno me resultó más duro de lo que esperaba. Creí que, sin estar embarazada, podría volver a encontrarlo rico, como la primera vez. Pero no: lo encontré denso y asqueroso, sin disimulo posible a pesar del sabor a limón. Intenté bebérmelo lo más despacio que pude, pero la enfermera me recordó que solo tenía cinco minutos, así que tuve que correr. Con el sapo en el estómago, me volví a la sala de espera, dispuesta a superar los primeros cuarenta minutos de terror.
Había escogido un asiento deliberadamente alejado de la sala de extracciones, con el objetivo de pasarme dos horas tranquila, entretenida con mi pequeña. Llevábamos un par de biberones de leche materna que había preparado por si la niña tenía hambre, ya que, durante las dos horas de tortura, no solo no podía moverme sino que tampoco podía dar de mamar. La verdad es que tenía cierta curiosidad por ver cómo se los tomaba, ya que fue una de las poquísimas veces en las que le preparé un biberón para que se lo bebiera en mi presencia.
Apenas llevaba cinco minutos haciendo mis respiraciones anti-vómito cuando una auxiliar salió despavorida de la sala de extracciones gritando mi nombre. Le pedí a Alma que fuera a ver qué quería, segura de que se trataba de algún tipo de error. Ella volvió corriendo con el recado de que tenía que regresar a la sala inmediatamente, así que no me quedó más remedio que levantarme e ir.
Cuando llegué, la enfermera maja pero despistada que me había hecho el primer análisis no sabía dónde meterse. "Lo siento muchísimo", me dijo. "Pero es que te he sacado un solo tubo y eran dos. Tengo que pincharte otra vez, antes de que te haga efecto la glucosa". Yo no daba crédito. Me había dado ánimos a mí misma con la idea de que, esta vez, solo serían dos pinchazos, no cuatro como en la curva larga; sin embargo, allí estaba el tercero.
Fue notar la aguja y el sapo de mi estómago empezó a revolverse. La cabeza me daba vueltas. Cuando la enfermera me dijo que ya podía marcharme, sentí que me fallaban las piernas. Tuvieron que prepararme una camilla y ayudarme a que me recostara en ella con una bolsa de hielo en la nuca. La enfermera maja pero despistada se deshacía en disculpas y yo las aceptaba, porque, al fin y al cabo, era maja-pero-despistada.
Estuve en la camilla más de una hora. Cada vez que creía que me podía levantar, descubría que necesitaba seguir recostada, así que al final me entregué al destino. Y la verdad es que pasé el rato más entretenida que las otras dos veces, porque la sala de extracciones tiene mucha vidilla: hombretones que se marean, niñas valientes, embarazadas que me recordaban a mí misma, llenándome de nostalgia... Sin embargo, lo que me habría venido muy bien las dos veces anteriores, en esta ocasión no hizo más que chafarme los planes.
Cuando por fin pude volver a la sala de espera, me encontré a Alma con el portabebés colgando de la cintura, a la niña en brazos y un montón de lamparones por toda la ropa. Me explicó que, al ver que no volvía, se imaginó que algo había pasado (porque ninguna auxiliar salió despavorida a explicarle que me había mareado), así que, en cuanto la peque dio señales de hambre, le enchufó los dos biberones, que entraron tan rápido como volvieron a salir. La verdad es que me dio mucha pena no haber podido estar con ellas en esos momentos; a cambio, me reí bastante al comprobar cómo nuestra niña se había convertido en el divertimento de toda la sala de espera.
Apenas llevaba media hora con ellas cuando me volvieron a llamar para el segundo análisis. Esta vez, la encargada de llevarlo a cabo fue una de mis enfermeras de Endocrinología. ¡Me dio tanta alegría volver a verla! Estuvimos charlando y le confesé mi absoluta seguridad sobre los resultados de la curva. Ella me dijo, sin embargo, que si no había tenido que utilizar insulina durante el embarazo, lo más seguro es que no fuera diabética, a pesar de los valores tan astronómicos que me habían dado las anteriores.
Estábamos tan entretenidas hablando, que ninguna de las dos nos dimos cuenta de que el análisis no estaba saliendo como se esperaba. Ella buscaba la vena sin encontrarla y mi brazo se estaba poniendo de todos los colores. "Lo siento, no encuentro la vena y creo que te estoy haciendo daño", me dijo. "Voy a tener que empezar otra vez en el otro brazo". Ahí estaba: el cuarto pinchazo.
Cuando Alma me vio salir con los dos brazos vendados no sabía si reír o llorar. La enfermera me acompañó a la sala de espera y aprovechó para conocer a nuestra niña. Después, mientras nos alejábamos por el pasillo, Alma me contó algo espeluznante:
—He visto al ginecólogo.
Entre nosotras, ese señor no necesita mayor presentación.
—Y... ¡tiene una chepa...!
Fue un detalle que pasamos por alto el día del parto. Esta vez, sin embargo, no me pude contener.
—Eso es el karma, tía, que no le deja levantar la cabeza.
En fin.
Según me había explicado la enfermera de Endrocrinología ese mismo día, los resultados de la curva tardaban cerca de una semana en llegarles. En ese momento, la endrocrina los revisaba y, en el caso de que fuera era diabética, me mandaban una cita a casa. También me comentó que, si estaba preocupada, podía llamarlas por teléfono y ellas me dirían cómo iba la cosa, independientemente de la endocrina.
El plazo de una semana llegó y pasó y yo no me atreví a llamar. Había entendido que, si no era diabética, no me llegaría ninguna carta, así que, cada día que encontraba el buzón vacío, respiraba tranquila. Era algo bastante paradójico teniendo en cuenta que estaba absolutamente convencida de que la curva volvería a arrojar valores astronómicos. Las semanas pasaban, la gente me insistía para que llamara a las enfermeras y yo seguía haciéndome la desentendida. Hasta que, un mes después de la curva, encontré una carta en mi buzón.
Comprendí que aquello era mi sentencia de muerte. Ya estaba, ya había llegado: era diabética, ¡seguro! Abrí el sobre mientras esperaba al ascensor y descubrí una hoja plagada de datos. Me habían enviado mi historial completo y me costó encontrar el resultado de la curva. Pero al final lo hice:
"95 mg. Sin datos de diabetes ni de prediabetes".
Me quedé petrificada. ¡No era diabética! ¡No era ni un poquito diabética! Mi resultado después de las dos horas de una sobrecarga de 75 mg. de glucosa estaba dentro de lo permitido en ayunas. Contra todo pronóstico, mi páncreas se había recuperado del embarazo ¡y yo no era diabética!
La alegría y el alivio fueron inmensos. Y, por increíble que parezca, volví a comprobar hasta qué punto mi cuerpo sufre (y quizás por eso rechazaba) los embarazos.
Qué intriga hasta el final!!! jejeje! Enhorabuena, me alegro un montón!! Un abrazo
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Luli! Un abrazo fuerte para ti también :D
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