sábado, 30 de agosto de 2014

Histerosalpingografía



No podía dejar de dedicarle una entrada a la reina de las pruebas de diagnóstico: la histerosalpingografía. ¿El qué? Creo que todas las que nos la hemos hecho recordamos cuánto nos costó aprendernos el dichoso nombrecito, aunque solo fuera para poder hablar de ella. Ahí empieza el calvario; luego viene todo lo demás.

La histerosalpingografía es una radiografía del útero ("histero") y de las trompas de Falopio ("salpingo"). Como estos órganos son blandos, es necesario introducir un líquido de contraste para iluminarlos. El contraste se introduce mediante una cánula que pasa por el cuello del útero, el cual ha sido previamente localizado gracias al espéculo. En fin, toda una odisea cuando estás empezando, pero un procedimiento de rutina después, pues así es como se realizan también tanto la inseminación artificial como la transferencia de embriones.

Aunque esta prueba no está en la lista de las más básicas, muchas chicas pasamos por ella. Las razones son variadas: en mi caso, como suelo tener reglas bastante dolorosas, existe cierta sospecha de que padezca endometriosis (¡horror!). Si bien la histerosalpingografía no sirve para diagnosticar esta enfermedad, sí que permite descartar algunos de sus efectos secundarios, como la obstrucción de las trompas de Falopio (que impediría realizar una inseminación artificial exitosa) o la acumulación de tejido dentro del útero (en forma de miomas, pólipos, etc.). 

Una amiga, que estuvo en un caso parecido al mío, ya me advirtió de que si decía que mis reglas eran muy dolorosas, tendría que pasar por esta prueba. Ella conocía a otras mujeres que le habían asegurado que era más dolorosa que un parto, así que yo estaba dispuesta a intentar evitarla. Pero, cuando me vi delante de la doctora, me sentí incapaz. ¿Y si realmente tenía algún problema que esta prueba me ayudara a identificar? Así que confesé cómo, de vez en cuando, la regla me patea el útero al borde del desmayo, y la doctora me hizo el volante para la prueba.

martes, 26 de agosto de 2014

Re-luna de miel



Cuando Alma y yo nos conocimos, una de las primeras cosas que tuvimos en común fue nuestra fascinación por Alemania. Ambas habíamos visitado el país antes de empezar a salir juntas y nos había enamorado: la gente, los paisajes, la historia... ¡y los escaparates llenos de dulces! Como ninguna de las dos había estado en la capital, sin embargo, el viaje a Berlín se convirtió de manera natural en uno de los planes idiosincrásicos de nuestra relación.

A pesar de ello, los años pasaban y entre nuestros destinos nunca se encontraba Berlín. Durante mucho tiempo, yo me sentí incapaz de coger un avión, ya que una de las formas que tomó mi depresión fue un insuperable miedo a volar. En los momentos más duros, ni siquiera era capaz de coger un tren sin pasarme todo el viaje temblando, así que imaginarme despegando fue durante años algo simplemente inalcanzable para mí.

Cuando por fin recuperé las fuerzas y volví a coger un avión, nuestra relación empezó a hacer aguas por todas partes y las ilusiones que durante años nos habían motivado se fueron quedando atrás. Finalmente, el año pasado decidimos separarnos sin saber, como es lógico, si íbamos a volver. Entre todas mis tristezas de entonces, recuerdo una que me hacía sufrir bastante: "Y al final... ¡ni siquiera fuimos a Berlín!".

Así que este verano, después del disgusto y el cansancio acumulados tras varios negativos, decidimos planear un viaje especial. Necesitábamos hacer algo que no habríamos hecho si me hubiera quedado embarazada (porque ahora soy capaz de viajar en avión, pero me tengo que drogar), además de darnos un premio que nos revitalizara individualmente y le diera un respiro a nuestra relación. Y aunque la cuenta bancaria se había quedado temblando, nos liamos la manta a la cabeza y pasamos cinco días de vacaciones en Berlín.

Fue un viaje inolvidable. No solo porque nos lo pasamos fenomenal y cumplimos uno de los sueños que tenemos en común, sino por todo lo que lo hemos disfrutado después, montando nuestro primer álbum digital, viendo un montón de películas y documentales alemanes en versión original, chapurreando las cuatro palabras que (en mi caso, porque Alma ya sabía) he aprendido en alemán...

Tan especial ha sido y tanto lo hemos alargado, que no dudamos en considerar ya el viaje a Berlín como nuestra re-luna de miel.

sábado, 23 de agosto de 2014

Nuestro donante ideal (II)



Hace unos días volvimos a ver la película de Los chicos están bien, que trata sobre el encuentro de dos adolescentes (hijos de mujeres lesbianas y nacidos por reproducción asistida) con su donante. Está ambientada en EEUU, donde esta situación es posible, según la cinta, siempre que los hijos sean mayores de edad y previo permiso del donante.

Esta película nos recordó a nuestra segunda opción de donante ideal, que es exactamente la que se muestra en ella: un donante, para nosotras anónimo, al que nuestros hijos puedan acceder algún día si así lo desean. ¿Por qué? Bueno, creo que en la película se muestran bastante bien algunos de los motivos que pueden llevar (o no) a una persona nacida por reproducción asistida al deseo de conocer sus orígenes genéticos.

En este caso, la hija mayor, que acaba de cumplir dieciocho años, no siente la necesidad de conocer a su donante y, además, quiere proteger a sus madres. Sin embargo, su hermano, de quince años, tiene una gran curiosidad por sus orígenes y añora (o, más bien, cree añorar) la relación que podría tener con un padre (es decir, con un progenitor que fuera un hombre).

Otro aspecto que me gusta mucho de esta película es que expone muy hábilmente varias de las reacciones que puede tener una persona una vez que cumple el deseo de conocer a su donante: curiosidad, ilusión, desengaño, cariño, compenetración, rechazo. Junto a esto, va exponiendo también, de manera sutil, cuál es la influencia de las madres en la identidad de sus hijos y cuál es la del donante. 

Estos dos aspectos me resultan muy interesantes porque no aparecen reflejados de una manera ideal: los protagonistas no encuentran su grial perdido al conocer a su donante, pero para ellos (y también para sus madres) es una experiencia enriquecedora (aunque dura) que les ayuda a comprender quiénes son.

sábado, 16 de agosto de 2014

Una persona muy familiar



Recuerdo el día en que mi psicóloga me dijo que yo era una persona muy familiar. Salí de la consulta pensando que, después de tantas horas de terapia, no me conocía absolutamente nada. ¿Familiar yo, cuando desde mi más tierna adolescencia había abjurado del concepto mismo de familia? ¿Yo, que me había mofado de las desavenencias familiares y había renegado de la mayoría de mis parientes? ¿Cómo podía ser una persona muy familiar, si no creía en la familia?

Sus argumentos, no obstante, resultaban bastante convincentes. Yo tenía que ser una persona muy familiar cuando el rechazo de mis padres me había sumido en una depresión tan imperceptible como profunda. Debía serlo si el miedo a sufrir el mismo rechazo por parte del resto de mis parientes me había provocado tal ansiedad que acabé dando con mis huesos en el hospital. La familia era importante para mí desde el momento en que sentía cómo la simple idea de no tener hijos me aniquilaba vitalmente, paralizándome desde las entrañas.

A pesar de ello, tardé mucho tiempo en comprenderlo. Como muchas cosas que se tratan en terapia, siguió flotando en mi mente mucho después de que yo lo hubiese rechazado por absurdo. Poco a poco, no obstante, fui entendiendo que tal vez mi postura intelectual ante la familia no era más que un escudo frente al dolor.

sábado, 9 de agosto de 2014

Paciencia



Para conseguir las metas que me propongo en la vida, tengo muchas actitudes positivas. Soy una persona constante, fuerte, valiente. Me esfuerzo al máximo y me levanto todas las veces que haga falta. Recupero la ilusión cuando la pierdo, convoco en mi mente todas las imágenes positivas que hagan falta, me empodero a través del conocimiento y de las compañeras que hago en el camino. Por suerte o por desgracia, he tenido que enfrentarme a muchos retos en la vida y creo que he salido bastante airosa de casi todos ellos; peeero me falta algo que parece ser clave para conservar la alegría durante el camino: la paciencia.

Cuando quiero algo, lo quiero ya. Mi cerebro no entiende que alguien pueda querer algo y, a la vez, tolerar que tarde años en llegar. Siento en mi interior que eso no es querer porque, cuando yo quiero algo y no lo tengo, reviento. Sigo esforzándome, sigo buscando, sigo creyendo que algún día lo tendré... pero no lo hago tranquilamente, en paz y armonía, no. Se me sale el ansia por los ojos y no paro quieta ni un momento.

Me pasó cuando era adolescente y quería tener pareja. Volvió a ocurrir durante las oposiciones, las dos veces que Alma y yo buscamos una casa donde vivir, los días en los que esperábamos que nos diesen a nuestros gatos. Y, por supuesto, ahora que deseamos un embarazo.

La teoría me la tengo muy sabida. Cuando estás en calma, las cosas fluyen mejor. A veces, nuestra propia ofuscación no nos deja ver la riqueza que tenemos delante de los ojos. Al final, todo llega y se nos olvida la angustia del proceso. ¿Para qué pasarlo mal cuando se puede hacer igual y pasarlo bien? Bla. Bla. Bla.

Yo me repito la teoría como un mantra, la parte racional de mí la entiende perfectamente, pero, al final, no me vale de nada. Tengo incluso la intuición de que, si fuera más paciente, perdería parte de mi fuerza. Si puedo estar en total armonía con el momento presente, ¿para qué romper el equilibrio y lanzarme a la búsqueda de algo más? 

Es verdad que, con la edad, me he ido apaciguando. Ya no me angustio tanto, conozco infinidad de técnicas para controlar mi obsesión y nunca centro mi vida en una sola cosa. Aun así, hay momentos en que estrangularía al destino, lo patearía en el suelo y me tiraría sobre él con el codo apuntando a su estómago. Porque yo también me canso de seguir sus planes, me harto muchísimo de las vueltas que le da a todo y apenas resisto las ganas de abandonar. 

Es entonces cuando tengo que respirar profundamente y repetirme la palabra que más odio en el universo: PACIENCIA.

sábado, 2 de agosto de 2014

La caja de herramientas



Dentro del proyecto para deshacerme del caos que estoy llevando a cabo este verano, he logrado un hito que me ha puesto especialmente contenta: comprar una caja de herramientas.

Es increíble la cantidad de cachivaches que pueden acumularse cuando una casa está llena de muebles del Ikea: tornillos sueltos, clavos, piezas de contorno inverosímil, arandelas y, por supuesto, las omnipresentes llaves Allen. Si a esto se le suman las presuntamente buenas intenciones de padre y suegro al principio de nuestra independencia, que les llevaron a endiñarnos una buena cantidad de herramientas sueltas que ellos, sospechosamente, ya no necesitaban; y los estragos de una mudanza, la cual disemina por cualquier parte tacos, escarpias, más arandelas y multitud de piezas de plástico diferentes (que una se pregunta si no pertenecerán a algo que se quedó en nuestra antigua casa)... se obtiene como resultado un montón de cajas, cajitas, bolsas y bolsitas medio llenas y medio vacías que te asaltan donde menos te lo esperas.

Así que me he pasado dos días la mar de entretenida recolectando todas las piezas que he podido encontrar (aunque no descarto que sigan apareciendo) y clasificándolas dentro de los compartimientos de nuestra nueva caja de herramientas. ¡El sueño de cualquier lesbiana...! Está bien, está bien: el sueño de cualquier lesbiana adicta al bricolaje o, como es mi caso, a ordenar cosas pequeñas :)