jueves, 27 de julio de 2023

Revisión en Inmunología o El diagnóstico que nunca termina


Todavía me duraba el subidón de la revisión ginecológica en la nueva clínica cuando, apenas dos semanas después, tuve la primera consulta con mi inmunólogo: el mismo que por fin me diagnosticó de trombofilias y síndrome antifosfolípido, y gracias al cual logré tener a mi hija.

La verdad es que, hasta entonces, había estado mucho más preocupada por la parte ginecológica que por la autoinmune. Me obsesionaba la idea de que mi aparato reproductor hubiese colapsado nada más cumplir los cuarenta mucho más que el pequeño gran detalle de llevar casi un año sufriendo covid persistente. Así que, una vez que la ginecóloga me confirmó que estaba todo bien, di por hecho que la parte inmunológica no sería más que un paseo: validar el mismo tratamiento que funcionó para mi hija y ¡chau!

Seguía siendo diciembre y yo pensaba que estaba a un solo análisis de empezar. Enero, febrero a más tardar. Una vocecita en mi cabeza, sin embargo, me recordaba que también era diciembre cuando pisé una clínica de reproducción asistida por primera vez. Que también entonces pensaba en enero, febrero a más tardar. Y que no pude hacer mi primera inseminación artificial hasta abril. Pero entonces era joven e inexperta, me decía. Y la voz en mi cabeza respondía: ya.

Aun así, enfrenté la primera consulta telemática rebosante de optimismo. El hecho de que no fuera presencial también me animaba: todavía recordaba los desplazamientos tediosos y las horas de espera en el hospital donde hacía seis años pasaba consulta mi inmunólogo. Una de las pocas ventajas que ha traído la pandemia, pero una ventaja al fin y al cabo.

Cuando le vi aparecer en la pantalla, me dieron ganas de soltar grititos de emoción. Nuevamente, fue como volver a ver a un ídolo de mi juventud, con su sonrisa de oreja a oreja y su amabilidad característica. De hecho, tuve que sujetarme para no pasarme de groupie como hago cada vez que se lo recomiendo a alguien y le explico que a él le debo la vida de mi hija. 

Como pensaba que mi caso no iba a revestir ningún interés, había preparado una serie de preguntas sobre la covid persistente para aprovechar la consulta, habida cuenta de que era el primer inmunólogo con el que hablaba desde que había desarrollado la enfermedad. Lo cierto es que se mostró muy interesado en mi situación y me explicó que era perfectamente esperable que, con mis antecedentes autoinmunes, una infección "potente" como la covid hubiera provocado una sobrerreacción de mi sistema inmunológico que me hubiera acarreado síntomas con los que todavía bregaba cuando tuve la consulta (fundamentalmente, fatiga moderada y niebla mental), ya que estos síntomas son también propios del SAF. Es decir, que en cierto sentido, la covid me había provocado SAF. Dado que esta enfermedad no tiene cura, le sorprendió que mi evolución fuera tan positiva, aunque también es verdad (y ahí seguimos con la incertidumbre) que el SAF, como otras enfermedades autoinmunes, se manifiesta mediante brotes: hoy crees que estás bien y mañana, vuelta a empezar. 

En cualquier caso, al covid persistente no le dio mucha importancia en relación a mi historial reproductivo. No hizo falta, de hecho, para que mi historial reproductivo se revelase como una bomba de relojería que explotó durante la consulta.

Ilusa de mí, que ni en mis peores pesadillas me lo había imaginado.

viernes, 21 de julio de 2023

La vuelta a reproducción asistida


Mi recuerdo oficial de la reproducción asistida siempre ha sido espantoso: una sucesión de pruebas carniceras, desencuentros con el espéculo, tratamientos frustrantes, miles y miles de euros malgastados, sangre, abortos. Mi corazón roto en mil pedazos. En comparación, la adopción se me antojaba un paraíso: alineada con mis valores, sin necesidad de poner el cuerpo, tan solo exigía paciencia (¿pero acaso la reproducción asistida no lo hace?) al módico precio de cero euros.

Por eso me resistí, durante tanto tiempo, a enfrentarme a otro tratamiento. ¿Anhelaba volver a ver un positivo, asistir a la transformación de mi cuerpo, notar los movimientos de un bebé en mi interior, dar a luz de nuevo? Sin duda. ¿Estaba dispuesta a sacrificar otra vez todo lo que había sacrificado para tener a mi hija? Ni en un millón de años: reeditar el ensañamiento físico, la tortura psicológica y la ruina económica no era una opción. Mi opción era adoptar, con o sin pareja. Adoptar: eso quería, ese era mi siguiente paso, mi destino, el camino adecuado.

Hasta que comprendí que era imposible.

Así que, tras pasar unos meses elaborando el duelo, empecé a imaginarlo. Empecé a imaginarme a mí misma atravesando la puerta de una consulta, apenas cubierta de cintura para abajo por una sabanita desechable, abierta de piernas sobre un potro ginecológico. Conjuré la memoria de mi cuerpo y le obligué a enfrentarse, siquiera mentalmente, a ecógrafos, espéculos, sondas. Inyecciones, hormonas, anticoagulantes. Vía oral y vía vaginal. Extracciones, pruebas, resultados. Hematomas, sangre. Negativos. Abortos. Dolor físico y dolor psicológico. Todo lo que para mí significaba la reproducción asistida.

Y sentí que no iba a ser capaz.

En medio de aquel naufragio de recuerdos, sin embargo, una mano invisible aferró la mía y me obligó a a avanzar. Sin decir nada, sin tratar de cuestionar lo inapelable, me acompañó a lo largo de los meses, de las dudas y los miedos, de la absoluta certeza de estar enajenada, hasta aquella mañana de diciembre, lluviosa y dulce, en que pisé la nueva clínica por primera vez.

A partir de ahí, todo fue muy diferente a lo que recordaba.

domingo, 2 de julio de 2023

Y llegó el día de recorrer esa calle

Hace unos días visité la nueva clínica por última vez. Hubo besos, abrazos, felicitaciones, sonrisas, agradecimientos, más besos y abrazos, despedidas. Cuando atravesé la puerta, recordé aquel otro día en que también atravesé la puerta de una clínica por última vez, hace seis años. Entonces, caminaba sin mirar atrás, escapando sigilosamente de un cúmulo de experiencias dolorosas que desearía no haber vivido, ansiosa por lanzarme en brazos del destino que creía merecer. Esta vez, sin embargo, no tuve prisa por marcharme. 

De diciembre...

... a junio.

Recorrí la calle, arriba y abajo. Hice fotos. Cambié de acera. Miré atrás, miré atrás muchísimo. No solo en el espacio, sino también en el tiempo. En aquellos pocos metros, entre aquellos dos edificios, se condensaban muchos años de mi vida, grandes esperanzas y grandes fracasos, un dolor profundo y la más profunda de las alegrías. Ese paso de cebra que se cruza en apenas tres o cuatro zancadas simbolizaba para mí una buena cantidad de decisiones difíciles, arriesgadas. Un duelo detrás de otro. El miedo más terrible, la rabia, una incertidumbre radical. La sensación de que no podría, de que no lo conseguiría, de que no sería capaz. Todas las manos que me han acompañado en este camino y, también, la más inmensa soledad. 

Me di la vuelta muchas veces. El peso que se forma en mi vientre me anclaba al peso de todas aquellas experiencias. Ni una de ellas en vano. Ni el más mínimo movimiento prescindible. Cada lágrima, cada crisis de pánico, cada pesadilla, cada duda. Todas pertinentes, armonizadas. Todas, como un camino de baldosas amarillas, para conducirme hasta allí. Hasta ese momento. Hasta ese lugar.

Me invadió entonces una sensación increíble de comprenderlo todo. Tantas veces a lo largo de tantos años me había preguntado por qué. Por qué así, por qué a mí. Tanta frustración, tanta rabia, tantas ganas de emprenderla a puñetazos con esa sombra llamada destino. Y, de pronto, lo entendía. Ya no había sombra, solo luz. La hermosa luz de un junio donde mi vida recobraba su sentido. Esto era. Esto había sido todo este tiempo. Sí 

Sonreí, doblé la esquina y, lentamente, me marché. Nos marchamos, paladeando por el camino la dulzura inesperada de haber recorrido esa calle.

Pero volvamos atrás en el tiempo, otra vez...