Se me agolpan tantas emociones cuando toco el tema de la adopción que, aunque escribí con muchas ganas esta entrada para explicar cómo viví la reunión informativa, he retrasado una y otra vez su publicación para seguir buscando las palabras que mejor expresen lo que sentí.
Empezaré por el principio. Habíamos planeado cuidadosamente el itinerario porque la Dirección General de la Familia y el Menor (actual IMMF) nos pillaba muy lejos de casa. Había que coger mucho transporte público y había que andar por calles que, al menos yo, no controlaba para nada. Además, cualquier intento de salir de casa las tres a la vez nos puede llevar toda una mañana, así que la noche anterior dejamos todo preparado y madrugamos un montón para ser capaces de llegar puntuales.
El plan era muy bonito, pero la realidad fue ligeramente distinta. Para empezar, yo me dormí más de veinte minutos después de apagar el despertador, algo que no me suele pasar nunca; en vez de meterme corriendo en la ducha, tuve que dar de mamar a la niña mientras Alma ocupaba mi puesto; y acabé desayunando cualquier cosa de pie frente al frigorífico. A pesar de todo ello, conseguimos salir de casa con solo cinco minutos de retraso.
Una vez en el metro, Alma respiró tranquila. Yo no. Yo seguí con un nudo en el estómago durante todo el camino, mirando el reloj compulsivamente cada cinco minutos, hasta que nos plantamos en la puerta del centro con quince minutos de antelación.
Era la primera vez que lo pisábamos, pero intenté hacerlo mío desde el principio. Como si de una clínica de reproducción asistida o de un hospital se tratara, sabía que volveríamos muchas veces a aquel edificio, y que, si todo iba como planeábamos, algún día saldríamos de allí con nuestro hijo (!).
Junto a la puerta había una cola para pasar por un arco de seguridad. Sé que se trata de un edificio oficial, pero reconozco que me sorprendieron tantísimas precauciones. Antes de cruzar el arco, tuvimos que explicar para qué íbamos. "Venimos a la reunión informativa de adopción nacional". Mi propia voz me sonó extraña, como salida de un sueño, y reconozco que por un momento pensé que nos dirían algo así como: "Pero si no hay ninguna reunión convocada" o "Pero si eso no es aquí, sino en la otra punta de Madrid". Evidentemente, no fue así. Y entramos.
Llegamos entonces a un mostrador de información. Nos pidieron que firmásemos en unas hojas de control. Yo empecé a pasar folios sin encontrar nuestros nombres, diciéndole a Alma: "No nos veo, no nos veo", y pensando: "Ahora no estamos, verás; ahora nos dicen que ha sido todo un error". Pero no lo era: nuestros nombres estaban casi al final de la lista porque, como bien sabemos, hemos entrado en esta convocatoria muy por los pelos.
Cuando les devolví las hojas, me alcanzaron una carpeta. "Y esto es vuestro", me dijeron. A mí me empezaron a temblar las manos: me había bastado un solo vistazo para ver escrito "Adopción nacional" sobre un mosaico que representaba unos niños. Y no pude volverlo a mirar. Solo me alcanzó el ánimo para sentarme en la sala de espera y aguantarme las lágrimas, concentrada en un punto invisible sobre el horizonte y pensando que era el ser más ridículo de la galaxia.
No era solo por estarlo viviendo. Era porque allí, en un edificio real, con una reunión real, una hoja de firmas real y una carpeta real, entendí que aquello iba de niños reales. Más allá del hilo rojo, aquello iba de desamparo, de familias rotas, de nuevas familias. Me cuesta encontrar las palabras para explicar cómo, pero sé que en ese momento, de manera puramente emocional, empecé a entenderlo.
Por suerte, apenas habían pasado unos minutos cuando una mujer muy amable nos condujo a la sala de reuniones. Yo me sorbí los mocos de golpe y nos subimos en el ascensor. La reunión empezó un poco más tarde, porque el ponente decidió dar unos minutos de cortesía para algunas familias que, aun habiendo confirmado su asistencia a la reunión, nunca se presentarían.
Durante la reunión nos explicaron todos los entresijos del proceso. Me gustaría dedicarles una entrada aparte, porque la adopción nacional es diferente a la internacional, que es la más se suele conocer, y también lo son sus condiciones y sus tiempos. Además, lo que a mí me dejó catatónica durante días fue toda la información que nos dieron sobre las madres biológicas y sus bebés.
Había leído que no hay que idealizar a la madre biológica, pero me costaba. La imaginaba desde mí misma, enfrentándose al dilema de un embarazo no deseado. El otro día me quedó claro, sin embargo, que su situación es muy distinta a todos los escenarios que yo me había planteado.
Muchas de estas mujeres tienen vidas desastrosas. Auténticas vidas de mierda donde el mayor de sus problemas no es haberse quedado embarazadas. La manera que tienen de enfrentarse a ello es una consecuencia de su contexto. No se trata solo de tomar una decisión, ni siquiera una decisión acertada. Es el miedo, el bloqueo emocional, el propio desamparo, la incapacidad, a veces mental, a veces física. Es la soledad. Es la lucha por la propia vida. Es el rechazo.
Nunca las he culpado y nunca lo haré. En la mayoría de los casos (y aquí sí que he acertado), no se conoce al padre biológico ni probablemente merezca tal nombre. La capacidad de gestar es nuestro privilegio como mujeres, y también nuestra carga. Y luego está todo lo demás. Todo lo demás que es su vida. Por respeto, por sororidad, por empatía... no voy a culparlas.
Pero luego están ellos. Los niños. Alzándose en medio del fango, como una flor de loto, inocentes. Ellos sí que no tienen la culpa de nada. Y sus vidas, aún por estrenar, ya están quebradas. Niños prematuros, casi siempre. Niños enchufados al gotero de metadona nada más nacer, peleando contra el síndrome de abstinencia. Niños que pasan del vientre materno a los brazos de un guardia civil para garantizar su seguridad física.
Son situaciones límite, absolutamente dramáticas. Y a mí, que he vivido esos primeros momentos junto a mi hija, y los he vivido muy de otra manera, me rompieron por dentro. Sentía que me temblaba todo el cuerpo. Agarrada al reposabrazos del asiento, lo viví como un aterrizaje forzoso sobre la realidad. El ponente nos decía que luego podíamos inventar un cuento precioso para explicárselo a nuestros hijos, pero que en sus historias había muy poca novela. Y tenía razón, por mucho que nos duela.
A pesar de todo esto, lo que resquebrajó mi corazón por completo fue un detalle, quizá insignificante si se compara con lo anterior: que casi nunca haya información sobre el embarazo, ni pruebas, ni ecografías. Que la primera noticia que se tenga sea el propio parto. Puede que resulte una obviedad, una tontería. Y seguramente lo sea. Pero, cuando lo explicaron, ya no pude aguantarme las lágrimas y tuve que echar mano del pañuelo.
Y es que, aunque todo lo demás fuera muy impactante, eso fue lo que más conectó conmigo. Porque ahí me di cuenta de que entre mi embarazo y el de cualquiera de estas mujeres media un abismo. El mío fue hiperdeseado, hiperbuscado, hipercontrolado, hipercuidado, hipermedicado, hipersentido. En el suyo, ni una triste ecografía para comprobar que todo va bien, porque no importa. Porque la urgencia es otra. Porque, si algo se tuerce y el embarazo finaliza, nadie va a echarlo de menos.
Y entonces pienso en mí y en cuántas veces rogué, desde la tranferencia hasta el parto, que mi hija no se muriera. Cuántas veces dije exactamente eso: "Por favor, por favor, que no se muera". Y entiendo que no puede haber dos realidades más distintas. Ambas perfectamente justificables desde un punto de vista racional, pero devastadoras cuando te enfrentas a ellas con el corazón en la mano.
Gracias a ello también comprendí, de golpe, lo que significa el desamparo. La situación de esos bebés, enfrentándose a la vida como verdaderos héroes, a los que nunca ha querido nadie. Sé que esta frase puede ser injusta, porque sí, porque las instituciones velan por su bienestar y hay muchas familias de acogida y adoptivas deseando colmarlos de amor. Porque incluso sus madres biológicas pueden enfrentarse a la situación con una ambivalencia de sentimientos. Pero allí, en el hospital, a los pocos minutos de nacer... ellos no lo saben. Y esas manos que no los acarician, y ese calor que se les niega, y esa teta que buscan y no encuentran... ahora entiendo que puedan abrir una herida.
El ponente resaltó que, ante este panorama, es lógico que "solo" haya entre 30 y 40 adopciones al año. Porque, si hubiera 500, algo muy gordo estaría fallando en nuestra sociedad. Y no puedo estar más de acuerdo. Ahora comprendo mejor por qué lo prioritario son los niños y no la familia que los espera. Porque yo soy una mujer adulta que puede aprender a manejar su dolor, pero ellos son niños pequeños en situación de vulnerabilidad extrema cuyo bienestar debe ponerse por encima de cualquier otra cosa.
Y por eso mismo es ridículo recomendar a una mujer infértil que adopte, porque infertilidad y adopción no son realidades destinadas a complementarse, ni mucho menos. Pueden confluir por distintos motivos, pero su confluencia no es exactamente una solución a dos problemas. Adoptar es algo más complejo que "simplemente" tener un hijo. Adoptar es hacerte cargo de muchas cosas que a lo mejor no quieres en tu vida.
Confieso que, tras la reunión, lloraba casi cada día. De emoción por el proceso, de ganas de vivirlo, pero también de rabia y de pena. Cada párrafo de esta entrada también me ha costado sus lágrimas. Y he tenido que pulirlos mucho para no dramatizar en exceso, para intentar mantenerme objetiva.
Soy consciente, además, de que esto es solo el principio: una catarsis emocional necesaria para cambiar mi chip de madre infértil, de "experta" en reproducción asistida, y reorientar mi camino hacia este nuevo reto. Confío en encontrar, poco a poco, un equilibrio entre pasión y raciocinio; y trataré de prepararme lo mejor que sepa durante el proceso: un proceso que se dilata en el tiempo. Algo por lo que, ahora mismo, estoy agradecida.
Pero también sé (ahora más que nunca, ahora con mucho más criterio) que esto es lo que quiero. Y que, a pesar de todo lo que implica...
Llegamos entonces a un mostrador de información. Nos pidieron que firmásemos en unas hojas de control. Yo empecé a pasar folios sin encontrar nuestros nombres, diciéndole a Alma: "No nos veo, no nos veo", y pensando: "Ahora no estamos, verás; ahora nos dicen que ha sido todo un error". Pero no lo era: nuestros nombres estaban casi al final de la lista porque, como bien sabemos, hemos entrado en esta convocatoria muy por los pelos.
Cuando les devolví las hojas, me alcanzaron una carpeta. "Y esto es vuestro", me dijeron. A mí me empezaron a temblar las manos: me había bastado un solo vistazo para ver escrito "Adopción nacional" sobre un mosaico que representaba unos niños. Y no pude volverlo a mirar. Solo me alcanzó el ánimo para sentarme en la sala de espera y aguantarme las lágrimas, concentrada en un punto invisible sobre el horizonte y pensando que era el ser más ridículo de la galaxia.
No era solo por estarlo viviendo. Era porque allí, en un edificio real, con una reunión real, una hoja de firmas real y una carpeta real, entendí que aquello iba de niños reales. Más allá del hilo rojo, aquello iba de desamparo, de familias rotas, de nuevas familias. Me cuesta encontrar las palabras para explicar cómo, pero sé que en ese momento, de manera puramente emocional, empecé a entenderlo.
Por suerte, apenas habían pasado unos minutos cuando una mujer muy amable nos condujo a la sala de reuniones. Yo me sorbí los mocos de golpe y nos subimos en el ascensor. La reunión empezó un poco más tarde, porque el ponente decidió dar unos minutos de cortesía para algunas familias que, aun habiendo confirmado su asistencia a la reunión, nunca se presentarían.
Durante la reunión nos explicaron todos los entresijos del proceso. Me gustaría dedicarles una entrada aparte, porque la adopción nacional es diferente a la internacional, que es la más se suele conocer, y también lo son sus condiciones y sus tiempos. Además, lo que a mí me dejó catatónica durante días fue toda la información que nos dieron sobre las madres biológicas y sus bebés.
Había leído que no hay que idealizar a la madre biológica, pero me costaba. La imaginaba desde mí misma, enfrentándose al dilema de un embarazo no deseado. El otro día me quedó claro, sin embargo, que su situación es muy distinta a todos los escenarios que yo me había planteado.
Muchas de estas mujeres tienen vidas desastrosas. Auténticas vidas de mierda donde el mayor de sus problemas no es haberse quedado embarazadas. La manera que tienen de enfrentarse a ello es una consecuencia de su contexto. No se trata solo de tomar una decisión, ni siquiera una decisión acertada. Es el miedo, el bloqueo emocional, el propio desamparo, la incapacidad, a veces mental, a veces física. Es la soledad. Es la lucha por la propia vida. Es el rechazo.
Nunca las he culpado y nunca lo haré. En la mayoría de los casos (y aquí sí que he acertado), no se conoce al padre biológico ni probablemente merezca tal nombre. La capacidad de gestar es nuestro privilegio como mujeres, y también nuestra carga. Y luego está todo lo demás. Todo lo demás que es su vida. Por respeto, por sororidad, por empatía... no voy a culparlas.
Pero luego están ellos. Los niños. Alzándose en medio del fango, como una flor de loto, inocentes. Ellos sí que no tienen la culpa de nada. Y sus vidas, aún por estrenar, ya están quebradas. Niños prematuros, casi siempre. Niños enchufados al gotero de metadona nada más nacer, peleando contra el síndrome de abstinencia. Niños que pasan del vientre materno a los brazos de un guardia civil para garantizar su seguridad física.
Son situaciones límite, absolutamente dramáticas. Y a mí, que he vivido esos primeros momentos junto a mi hija, y los he vivido muy de otra manera, me rompieron por dentro. Sentía que me temblaba todo el cuerpo. Agarrada al reposabrazos del asiento, lo viví como un aterrizaje forzoso sobre la realidad. El ponente nos decía que luego podíamos inventar un cuento precioso para explicárselo a nuestros hijos, pero que en sus historias había muy poca novela. Y tenía razón, por mucho que nos duela.
A pesar de todo esto, lo que resquebrajó mi corazón por completo fue un detalle, quizá insignificante si se compara con lo anterior: que casi nunca haya información sobre el embarazo, ni pruebas, ni ecografías. Que la primera noticia que se tenga sea el propio parto. Puede que resulte una obviedad, una tontería. Y seguramente lo sea. Pero, cuando lo explicaron, ya no pude aguantarme las lágrimas y tuve que echar mano del pañuelo.
Y es que, aunque todo lo demás fuera muy impactante, eso fue lo que más conectó conmigo. Porque ahí me di cuenta de que entre mi embarazo y el de cualquiera de estas mujeres media un abismo. El mío fue hiperdeseado, hiperbuscado, hipercontrolado, hipercuidado, hipermedicado, hipersentido. En el suyo, ni una triste ecografía para comprobar que todo va bien, porque no importa. Porque la urgencia es otra. Porque, si algo se tuerce y el embarazo finaliza, nadie va a echarlo de menos.
Y entonces pienso en mí y en cuántas veces rogué, desde la tranferencia hasta el parto, que mi hija no se muriera. Cuántas veces dije exactamente eso: "Por favor, por favor, que no se muera". Y entiendo que no puede haber dos realidades más distintas. Ambas perfectamente justificables desde un punto de vista racional, pero devastadoras cuando te enfrentas a ellas con el corazón en la mano.
Gracias a ello también comprendí, de golpe, lo que significa el desamparo. La situación de esos bebés, enfrentándose a la vida como verdaderos héroes, a los que nunca ha querido nadie. Sé que esta frase puede ser injusta, porque sí, porque las instituciones velan por su bienestar y hay muchas familias de acogida y adoptivas deseando colmarlos de amor. Porque incluso sus madres biológicas pueden enfrentarse a la situación con una ambivalencia de sentimientos. Pero allí, en el hospital, a los pocos minutos de nacer... ellos no lo saben. Y esas manos que no los acarician, y ese calor que se les niega, y esa teta que buscan y no encuentran... ahora entiendo que puedan abrir una herida.
El ponente resaltó que, ante este panorama, es lógico que "solo" haya entre 30 y 40 adopciones al año. Porque, si hubiera 500, algo muy gordo estaría fallando en nuestra sociedad. Y no puedo estar más de acuerdo. Ahora comprendo mejor por qué lo prioritario son los niños y no la familia que los espera. Porque yo soy una mujer adulta que puede aprender a manejar su dolor, pero ellos son niños pequeños en situación de vulnerabilidad extrema cuyo bienestar debe ponerse por encima de cualquier otra cosa.
Y por eso mismo es ridículo recomendar a una mujer infértil que adopte, porque infertilidad y adopción no son realidades destinadas a complementarse, ni mucho menos. Pueden confluir por distintos motivos, pero su confluencia no es exactamente una solución a dos problemas. Adoptar es algo más complejo que "simplemente" tener un hijo. Adoptar es hacerte cargo de muchas cosas que a lo mejor no quieres en tu vida.
Confieso que, tras la reunión, lloraba casi cada día. De emoción por el proceso, de ganas de vivirlo, pero también de rabia y de pena. Cada párrafo de esta entrada también me ha costado sus lágrimas. Y he tenido que pulirlos mucho para no dramatizar en exceso, para intentar mantenerme objetiva.
Soy consciente, además, de que esto es solo el principio: una catarsis emocional necesaria para cambiar mi chip de madre infértil, de "experta" en reproducción asistida, y reorientar mi camino hacia este nuevo reto. Confío en encontrar, poco a poco, un equilibrio entre pasión y raciocinio; y trataré de prepararme lo mejor que sepa durante el proceso: un proceso que se dilata en el tiempo. Algo por lo que, ahora mismo, estoy agradecida.
Pero también sé (ahora más que nunca, ahora con mucho más criterio) que esto es lo que quiero. Y que, a pesar de todo lo que implica...
... te he esperado durante tres años y medio...
Y TODAVÍA TE ESPERO.
Trato el tema de la adopción con mi alumnado y a veces me siento como una cafre porque les rompo la idea edulcorada que tienen de este tema.La adopción es una figura juridica muy compleja, y la realidad que trae de la mano aún lo es más...una realidad que tu explicas muy bien en tu post...
ResponderEliminarLa gente en general dice con mucha ligereza eso de "si no puedes tener hijos adopta"...como si fuese lo mismo.Como si fuese igual nacer de un vientre acogedor que de uno que te contuvo con rabia, con indiferencia o con tristeza,como si fuera lo mismo cuidar hasta el más mínimo detalle del embarazo que llevar un feto dentro como quien lleva una garrapata...como si fuera lo mismo tener un hijo supercuidado y deseado desde antes del momento cero que tener una criatura que está ahí por error...
Obviar las dificultades a las que se han de enfrentar las famílias adoptivas es un esconder la cabeza bajo la arena que no ayuda a nadie.Claro que a veces tememos cosas que luego no suceden.Una criatura adoptada de bebé tiene muchas posibilidades de sanar la herida de ese primerísimo abandono...
Sea como sea, venga de donde venga, un hijo siempre es un enigma,pero nos da la vida...¿o no?.
Un abrazo
Núria
Totalmente de acuerdo, Núria. Y me alegra que trates el tema en clase porque creo que está muy idealizado/demonizado, y me parece que ambos extremos son erróneos. Yo misma pensaba que estaba concienciada y qué va. Hasta que no estás metida en ello no entiendes muchas cosas. Aunque, bueno, eso también pasa con la maternidad en general, jejeje.
ResponderEliminarCoincido también en que los hijos nos dan la vida. De hecho, mi hija me ha dado "una" vida nueva, distinta de la que tenía sin ella. Y no dudo de que, si tengo otro hijo, volverá a suceder :)
¡Otro abrazo fuerte para ti también!
Leí esta entrada hace unos días y no supe qué contestar! Se me cortó el cuerpo, me surgieron mil emociones y me imaginé ahí con vosotras dando este importantísimo paso para vuestra familia. Hoy, sigo sin palabras, así que esto no es un comentario, no es aportar absolutamente nada, pero quería que supieras que sigo aquí mandándoos toneladas de cariño, de ilusión y de alegría!
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