lunes, 29 de agosto de 2016

La luz al final del túnel

Por experiencia sabemos que ver la luz al final del túnel no significa salir del túnel. Que el túnel tiene capacidad de sobra para volver a engullirte y envolverte en sus tinieblas. Que un día puedes estar viendo la luz al final del túnel y al día siguiente despertar sumida en la más terrible oscuridad.

Pero también entendemos que el primer paso para salir del túnel es ver la luz. Ese resplandor que te ciega allá a lo lejos, atrayéndote irremediablemente hacia su calor. Prometiéndote que, esta vez sí, llegarás a pasear bajo su luminosidad infinita. Mostrándote ese bienestar que, tal y como imaginabas, calmará tu piel como un bálsamo.

Hoy hemos vuelto a ver ese destello, tangible como una llama, sonriéndonos desde el fondo de nuestro particular túnel:


Y a él nos hemos aferrado :)

martes, 23 de agosto de 2016

¿Pastillero? ¿Qué pastillero?


Teniendo en cuenta los resultados de los últimos análisis, mis antecedentes y las características de un ciclo natural, en la clínica me han prescrito la siguiente pauta de medicación:

Ácido fólico. En un principio, al tener la homocisteína en valores normales, la doctora me recomendó tomar el típico suplemento de 400 mcg; pero, cuando le recordé que la había tenido alta, me recetó una caja de ácido fólico masivo (5 mg) para que me la tomara antes de la transferencia, por precaución. Después, ya podía tomar el suplemento normal.

Vitamina D. En los análisis que me hicieron antes de la segunda FIV, ya me salió que tenía insuficiencia (que no deficiencia) de vitamina D. Por alguna razón que todavía no he alcanzado a comprender, mi doctora de entonces me recetó un suplemento para el embarazo que contenía vitamina D junto a un chorro de otras vitaminas y minerales. Al repetirme los análisis, los valores apenas me habían subido, así que la doctora me dijo que tomara el sol y andando. Por supuesto, tomar el sol es importante, pero en esta clínica, además, me han recetado unas gotas de 0,1 mg/ml. Tenía que tomarme catorce al día hasta que se acabara el bote, de 10 ml, siempre antes de la transferencia.

Progesterona. Desde el día de la ovulación, me pongo un comprimido de 200 mg cada ocho horas, es decir, tres comprimidos diarios. Es la misma dosis que me recetaron con las transferencias "en fresco", pero nunca me había puesto tanta progesterona en un ciclo natural de vitrificados, pues entonces siempre me recetaban dos comprimidos al día. Teniendo en cuenta cómo me tumba esta señora, me preparé para el retorno de "la hormona borracha"; sin embargo, y contra todo pronóstico, hasta el momento no me ha sentado nada mal (!).

Metformina. Hubo cierto debate sobre ella, porque una de las doctoras quería que la dejase antes de la transferencia. Y, por un momento, yo me vine arriba y decidí hacerle caso y mandar la metformina a freír monas en cuanto se me acabara la caja. Ese "momento estelar" coincidió con el extraño que hizo mi cuerpo, que empezó a criar un folículo en un ovario para después hacerlo desaparecer y sacar dos en el otro. Nunca sabré si fue algo normal que mi cuerpo habría hecho sí o sí, o si el dejar la metformina durante 48 horas puso en peligro mi ovulación, o si yo ovulo naturalmente "raro" y la metfomina no tuvo nada que ver. Lo que sí sé es que de pronto me cagué muchísimo en mi estampa y me fui corriendo a la farmacia a comprar una caja nueva que me estoy tomando con más gusto que en mi vida. La dosis es la de siempre: 850 mg dos veces al día.

Y ya está.

En comparación con el aspecto escalofriante de mi pastillero allá por la segunda FIV, esta pauta de medicación me tiene encantada. Ahora mismo tomo el mismo ácido fólico que cualquier aspirante a embarazada, la misma progesterona que cualquier mujer en reproducción asistida y la misma metformina que cualquier chica SOP.

Hay días en que me miro en el espejo y casi casi me parezco normal ;)

viernes, 19 de agosto de 2016

Ya estamos juntos


Ha pasado un mes desde que supe de su existencia, y ahora, por fin, ya estamos juntos.

Los días previos a la transferencia fueron un infierno. Apenas tuve conciencia de haberme pinchado la inyección rompefolis, porque según salimos de la última ecografía de control, fuimos a una farmacia corriendo, la compramos, llegamos a casa, me la puse y nos fuimos a cenar por ahí. Ni siquiera pasó por la nevera. Y todo eso fue bueno, pero al día siguiente (nada de 36 horas) empecé a sentir unas náuseas y un dolor de ovarios terribles. Un día después, el primer comprimido de progesterona me remató.

Fue como si el tiempo se doblara sobre sí mismo y todos mis tratamientos coincidieran. Sentía el peso de ocho intentos sobre mis hombros y me parecía que no podría resistir ni uno más. Por momentos, incluso, fantaseé con la idea de abandonar, de salir corriendo hacia otra vida donde no existieran tratamientos de fertilidad para mí.

Según se acercaba el día de la transferencia, empecé a ponerme nerviosa. Comprendí que no era una pesadilla, sino una realidad. Algo que, de hecho, estaba ocurriendo y que estaba llegando, me gustase o no, a uno de sus momentos culminantes. Pensar que me iban a transferir dos embriones, por otra parte, también hacía que me temblaran las piernas. Aunque tenemos claro que preferimos dos a ninguno, una cosa es pensarlo y otra es disponerse a ello.

Todas las dudas, los miedos, el dolor acumulado, incluso los nervios, se me pasaron en cuanto vi a nuestros dos pequeños en la pantalla del ordenador. Definitivamente, los medios de esta clínica son infinitamente mejores que los de la anterior, y pudimos ver a los embriones con todo detalle. El embriólogo nos estuvo explicando sus características, lo bien que habían desvitrificado (manteniendo las mismas calidades), cómo les habían hecho el hatching (que se veía perfectamente en la pantalla) y cómo seguían evolucionando.

Me parecieron tan hermosos, tan perfectos incluso en sus imperfecciones, tan vivos. Recordar esa imagen me llena de esperanza, de ilusión, de alegría. Siento el privilegio de albergarlos en mi interior y me resisto a pensar en la amargura de una despedida.

La transferencia fue muy rápida. Pedí que utilizaran el espéculo pequeño y solo me dolió un momento. No hubo ninguna batalla, ninguna prospección en mi interior, lo que me alivió muchísimo porque me había acostumbrado a nuestra antigua doctora y temía el regreso de una doble de mi matrona samurái. Pero no fue así. La cánula pasó como un suspiro y pudimos ver un pequeño relámpago en la pantalla del ecógrafo cuando depositaron a mi cuerpo a nuestras dos ilusiones (algo que tampoco habíamos visto en ninguna de las cuatro transferencias anteriores, así que nos encantó).

Ahora me encuentro en esa primera parte de la betaespera donde todo es posible. En esos momentos en los que la progesterona estraga mi cuerpo y me llena de esperanza. Nada está perdido aún, todo se puede lograr. Sé que, con el paso de los días y los avances de mis síntomas, me sentiré de otra manera. Empezará a devorarme la incertidumbre y me temeré lo peor...

O no :)

domingo, 14 de agosto de 2016

El ciclo natural


La mitad de mis tratamientos (las dos primeras inseminaciones y las dos transferencias de embriones vitrificados) han sido en ciclo natural, es decir, sin estimulación hormonal para provocar la ovulación.

Es un proceso curioso. De pronto, lo que probablemente ocurre en tu cuerpo todos los meses (uno de tus ovarios genera un folículo que va creciendo mientras el endometrio engrosa) se convierte en un suceso extraordinario, por el simple hecho de tenerlo monitorizado y, no nos olvidemos, de necesitarlo.

En este sentido, no puedo dejar de sonreír cuando recuerdo cómo viví mi primera inseminación. En la primera ecografía de control pudimos ver ya el famoso folículo y la doctora nos citó para tres días después. En esos días, que coincidieron con el fin de semana, nos fuimos con unos amigos a hacer una ruta de senderismo.

Yo no podía dejar de pensar que "llevaba un folículo". No sabía muy bien cómo imaginármelo, tampoco sabía muy bien qué debía hacer. Lo único que tenía claro es que ese folículo podía albergar la mitad de mi hijo y que deseaba poner todo de mi parte para que se desarrollara bien.

Pensaba que andar mucho podía hacer que creciera más rápido (!?), pero también estaba preocupada por si un tropiezo, un sobresfuerzo o un estornudo podían hacer que estallara (!!). No dejaba de "sentirlo" y me volvía loca saber que en mi cuerpo estaba ocurriendo algo importantísimo (aunque fuera mensual) en lo que yo no podía intervenir de ninguna manera. 

Y, de hecho, así es. No puedes hacer nada. El cuerpo tiene sus ritmos y, cuando pretendes aprovecharlos, no te queda más que estar atenta y confiar en la Naturaleza. Una Naturaleza que, mal que te pese, no va a cambiar su comportamiento porque tú estés ahí observando. 

Es una sensación parecida a la que se puede tener cuando monitorizan el latido de tu corazón. De pronto, algo tan cotidiano se vuelve completamente extraordinario, y da miedo. ¿Y si de pronto se para, así, de buenas a primeras? ¿Y si se salta un latido...?

A pesar de esta distorsión en la vivencia de un proceso que debería de ser muy sencillo, he de decir que hacer un tratamiento en ciclo natural es la cosa más cómoda del mundo. Sobre todo porque, prácticamente hasta la betaespera, no sientes que estás en tratamiento. Solo te acuerdas de ello cuando acudes a las ecografías de control. El resto del tiempo puedes hacer tu vida, porque no tienes nada más que hacer. 

Por supuesto, a esta liberación mental se le unen la ausencia de efectos secundarios de cualquier medicación y, de manera estelar, la ausencia de pinchazos, que, desde mi punto de vista, es lo que más condiciona la sensación de estar-en-tratamiento. Además, si el ciclo no tiene lugar según lo esperado, siempre se puede repetir al mes siguiente, con o sin medicación.

Aunque esto último, lo confieso, cae más bien del lado de la teoría. Precisamente en este ciclo previo a la transferencia de nuestros embriones adoptados he tomado conciencia de hasta qué punto, si bien no te juegas ni la mitad que en una FIV, que algo se tuerza puede resultar desquiciante.


miércoles, 10 de agosto de 2016

Reconectar con mis ovarios


Hace unos meses me compré el libro de Mónica Felipe-Larralde Cuerpo de Mujer. Reconectar con el útero. Para mí fue un acto simbólico de reconciliación con la búsqueda de mi embarazo, una especie de guiño todavía-no-pero-pronto-volveremos-a-la-carga.

Al poco de comprar el libro, me lo leí, me gustó y procedí a dejarlo colocadito en su estantería. Todavía no estaba en el momento de empezar a hacer los ejercicios. Aún era pronto para volver a entrar en mi cuerpo y destapar la caja de Pandora.

Sin embargo, desde que se planteó la posibilidad de empezar el tratamiento para la adopción de embriones, me sentí con fuerza para hacer algunos ejercicios. No era la primera vez que localizaba mi útero ni que lo relajaba, porque después de sufrir el primer aborto me apunté a un taller sobre este tema y aprendí a no tensar el útero en situaciones cotidianas; pero sí tenía un especial interés en ello porque consideraba que, una vez que había renunciado a mis óvulos, los ovarios ya no tenían ninguna función y el útero se erigía como único protagonista.

Nada más lejos de la realidad.


domingo, 7 de agosto de 2016

La cosas pueden salir bien


La tarde antes de nuestra cita en la nueva clínica, salimos a dar un paseo. Yo llevaba unos días leyendo blogs de madres que habían logrado quedarse embarazadas gracias a la ovodonación, y tenía muchas cosas que compartir con Alma. En medio de una conversación muy interesante sobre donantes, identidad, revelación de los orígenes y tipos de familia, nos dimos cinco minutos para soñar:

— ¿Qué crees que nos dirán mañana en la clínica?
— No sé...
— ...
— ¿Te imaginas que nos dicen que tengo bien la homocisteína?
— Sería genial. ¿Hay alguna posibilidad?
— Bueno, por haber... Ojalá... Me libraría de la medicación...
— ¡Ya ves!
— Pero bueno, ya la conozco, así que tampoco...
— Sí...
— ...
— ¿Y si nos dijeran que podemos hacer el tratamiento en agosto?
— ¡Uf! ¡Eso ya sería...! ¡Nos vendría tan bien...!
— ¿Y no puede ser...?
— Yo creo que deberíamos poder intentarlo, pero la otra vez nos dijeron que no.
— Ya... Es verdad.

Durante unos instantes, a las dos se nos habían iluminado los ojos. Sin embargo, procuramos no dejarnos llevar. Si algo nos ha enseñado esta aventura, es aceptar que no nos ha tocado un camino fácil, que hay que tener paciencia y asumir lo que se nos venga encima, lamentándonos lo menos posible por lo que pudo ser y no fue.

Al día siguiente, fuimos a la consulta. Y lo primero que hice fue preguntar por el análisis de homocisteína...